Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

22 de marzo de 2010

I: Intuición

–Se acabó el tiempo. Dejad de escribir.

A su señal, abrí los dedos de la mano como si el bolígrafo que estaba sujetando fuera un carbón al rojo.

–Id pasando los exámenes de detrás hacia delante y de izquierda a derecha.

Las mesas de más atrás cedieron sus hojas de examen a las que tenían delante, y así sucesivamente hasta que solo había exámenes en la fila superior, que a su vez procedió a pasarlos a la derecha.

–¿Qué has puesto en la pregunta 3? –me preguntó Leta.
–¿Cuál era la 3? Ya se me ha olvidado.
–El contexto histórico y sociocultural de Hume.
–Ah. He puesto lo de la Revolución Industrial, que surgen dudas en la mentalidad de la gente y que se intenta comprender las cosas dudando de ellas, lo del método de Newton y...
–Pero si eso no era...
–¿Qué?
–Eso era con Descartes. Con Hume era lo de...
–Pero si me dijeron que el contexto de esos dos era el mismo...
–No...
–¡Sí!
–No, son dos distintos...
–¿Seguro?
–Sí.

Me encogí de hombros.

–Tendré que matarte –me reí.

Ella sonrió. Apoyó la mano en mi codo, se levantó, cogió su carpeta con una mano y se colgó la bandolera del otro brazo antes de salir del aula.
Yo también me levanté. Aún quedaban otras cuatro o cinco personas recogiendo y comentando las preguntas. Me abroché la chaqueta, cogí la mochila y salí de clase.

Me llamo Dívdax. Soy un mago negro de 17 años que está cursando el sexto año de estudios del Jardín de Balamb para convertirse en Seed. Soy un chico delgado, más bien enclenque y tirando a bajito. Tengo el pelo violeta y lo llevo largo, casi me roza los hombros. Tengo la manía de agachar la cabeza a los lados para hacer como que me barro los hombros con el pelo. Mis ojos también son violetas. Es un color que me sienta como anillo al dedo.



Antes de empezar, creo que debería explicar una serie de cosas.
En primer lugar, los magos negros no somos malas personas, ni llevamos túnicas y extraños sombreros ni nada por el estilo, aunque el nombre lo sugiera. Somos personas normales y corrientes, con la única peculiaridad de que tenemos un don especial para la magia y que la empleamos como arma en vez de recurrir a espadas, arcos o hachas. Así de sencillo.
Segundo, aunque llame "Jardín" al centro en el que estudio, es en realidad un instituto como otro cualquiera. No es que esté construido dentro de un invernadero ni esté lleno de árboles y flores. No sé de dónde le viene el nombre.
Y tercero, los Seed son una fuerza militar muy valiosa en los ejércitos. En los Jardines, los estudiantes nos preparamos tanto física como intelectualmente para convertirnos en Seeds.

Dicho esto, creo que podemos reanudar la narración.

El Jardín constaba de tres pisos. Mi clase se encontraba en el primer piso.
El piso cero, o planta baja, consistía en una isla central, donde se encontraban las escaleras y ascensores, rodeada por un vestíbulo enorme del que surgían siete pasillos. En el sentido de las agujas del reloj, estos pasillos daban a la zona de entrenamiento, la biblioteca, el pórtico (la salida del Jardín), la enfermería, jefatura de estudios, la cafetería y los dormitorios, cuyo pasillo se dividía a su vez en masculinos y femeninos. También había pequeños patios al aire libre entre algunos de los pasillos.
En la segunda planta estaba el despacho del director y poco más. No había estado allí nunca.

Gran parte del alumnado del Jardín acudía de los pueblos cercanos, principalmente Balamb, que le da nombre al Jardín, pero también venían de otros un poco más alejados, como Fayenza y Nuevo Centra. Había una pequeña minoría interna en el centro, entre la que me cuento. En el caso de algunos, se debía a que vivían demasiado lejos del Jardín, o simplemente porque querían ahorrarse el desplazamiento. En mi caso, se debe a que soy huérfano.

Me crie en un orfanato regentado por una mujer llamada Redea, la esposa del director del Jardín, de nombre Cid. No llegué a conocer a mi familia, así que no es que me entristezca mucho el tema... Además, Redea nos cuidaba y nos quería como una madre. Si al cumplir los doce años no nos íbamos con ninguna familia de acogida, el director Cid nos ofrecía la opción de alistarnos en el Jardín. Entre estos huérfanos también está Leta, la chica de la que acabo de despedirme en clase. Es mi mejor amiga y espero que nadie se tomara en serio la coña de que iba a matarla.
Leta es maga blanca. Es una chica menuda, de pelo castaño rizado y ojos marrones. Suele vestir ropa ancha y de colores claros, afines a su naturaleza amable y bondadosa. Desde pequeña ya apuntaba maneras como maga blanca porque siempre estaba cuidando de los demás huérfanos cuando nos hacíamos una herida o algo así. Resultaba irónico que la más bajita del grupo, lejos de ser la más vulnerable, fuera la mayor de todos, la protectora que nos cuidaba.

Tras salir de clase, me dirigí a las escaleras para dejar la mochila y los libros en mi habitación. Los pocos ascensores que había tenían capacidad para cuatro personas, pero yo nunca los usaba. Prefería ejercitar las piernas.
Mientras bajaba, escuchaba a todo el mundo hablando a voces para intentar hacerse oír por encima del resto. Gritos por aquí, un chillido por allá, alumnos bajando pegados a mí, profesores intentando subir como salmones a contracorriente... Un caos.

Como todos los días, hice lo posible por andar contra la multitud que salía a mogollón. Ya podían organizarse un poco en lugar de intentar salir treinta a la vez por donde solo cabían cuatro. Aunque yo tampoco me apartaba, así que soy el menos indicado para hablar.
Unos minutos después, logré escapar de aquella trampa mortal y por fin llegué al pasillo de los dormitorios. Se colaba un viento fresco a pesar de la época del año en la que estábamos. Cuando llegué a la zona de los dormitorios masculinos, empecé a buscar la llave en mi bolsillo. Era la 215. Abrí, entré, dejé la mochila delante de la cama y me quité la chaqueta.
Las habitaciones no eran muy grandes, pero, para ser dobles, tampoco andaban justas de espacio. Medían aproximadamente cuatro metros de largo por otros tres de ancho. Tenían un armario, una cama a cada lado de la pared y un escritorio doble frente a la ventana. El espacio estaba un poco justo, pero era más que suficiente. También teníamos un pequeño baño con plato de ducha, váter y lavabo. Lo justo.
Pasé al baño y me miré al espejo. Me peiné un poco el flequillo, que estaba alborotado.

–No ha ido tan mal como otros días –dije.
No bajes la guardia aún –me advirtió mi reflejo.

Me lavé las manos y salí de nuevo de la habitación en dirección al comedor, donde ya estaban sirviendo la comida. Busqué con la mirada a Leta y a Mako, otra maga negra como yo, que estaba en su segundo año. Las localicé y me senté con ellas.
Mako también era huérfana. Al contrario que nosotros, ella sí tuvo la suerte de encontrar una familia, pero se las ingenió para que la dejaran alistarse en el Jardín. Vivía en Dollet, un pueblo bastante lejano, así que también estaba interna.

–Pues no va hoy la tonta de la profesora Bern y nos pone diez ejercicios para mañana... ¡Diez ejercicios! –se quejaba la pequeña Mako.
–Tampoco es para tanto... –respondió Leta–. Me acuerdo de una vez que nos mandaron una página entera para el día siguiente, ¿te acuerdas, Div?
–Ah, sí, aquello –fingí que sabía de lo que me estaba hablando–. Ten cuidado con esa Bern, es un poco bruja.
–¿Y vosotros qué? ¿Cuándo empezáis las prácticas?
–¿Cuándo empiezan, Div? Todavía queda, ¿verdad?
–Bastante, sí. Creo que son a principios de año.
–Qué envidia, tío –suspiraba Mako–. Yo también quiero luchar y hacer magia en lugar de tantos deberes.
–Lo primero es lo primero –animaba Leta–. Además, al final se te pasa volando. Yo no me creo que esté ya en sexto...
–Ni yo –añadí.

Seguimos charlando durante toda la comida sobre lo simples y aburridas que habían sido las clases de aquel día. Después de unos platos tan poco interesantes como el resto de la rutina, volvimos a nuestras respectivas habitaciones.

Cuando entré, vi que encima de la otra cama de mi habitación ahora reposaba la mochila de Belazor, mi compañero de habitación. Si no había llegado aún, es que seguía en el comedor.
Yo tenía que empezar a estudiar historia y filosofía, así que, como estudiante responsable y eficiente de sexto grado que era, abrí la mochila, saqué el último libro que había cogido de la biblioteca (El hombre invisible, de Wells), me quité los zapatos y me tumbé en la cama a leerlo, para desgracia del temario obligatorio.
Acababa de empezar el curso y ya lo estaba dejando de lado. Luego siempre conseguía aprobar, pero con mucho menos margen de lo que me atrevía a reconocer.

Llamaron a la puerta.

–Toc, toc –dijo alguien en alto.
–¿Quién es?
–Belazor.
–No llames y pasa. También es tu habitación.

Entró y cerró la puerta.

–¿Y cómo sé que no... no te pillo cambiándote, o algo, algo así?
No lo sabes –me encogí de hombros.

Comenzó a buscar algo en su mochila. Belazor era otro de los huérfanos del orfanato de Redea. Un caballero oscuro o, mejor dicho, un intento de ello. Los caballeros oscuros suelen ser personas afines a la oscuridad que atacan a costa de su propia energía. Pero Belazor irradiaba luz por los cuatro costados. Era raro verle sin una sonrisa en la cara. Estaba en su cuarto año en el Jardín y era alto y corpulento pero, lejos de intimidar, era más bien un poco bobalicón. Llevaba gafas y el pelo demasiado corto como para distinguir si era de color naranja o marrón. También era tartamudo, en ocasiones hacía pausas exageradamente largas al hablar o le costaba vocalizar.

–¿Has oído que van a venir dos nuevos? –comenzó a contarme.
–Ah, ¿sí?
–Sí. Dicen que uno es dragontino.
–¿Quién lo dice?
–Pues la gente.
–¿Y por qué está tan informada la gente? No deberías creerte todo lo que escuchas.
–Ay, Dívdax, Dívdax... Y tú no... deberías ser tan poco trans... transigente.
–No soy poco transigente; es que no me interesan los rumores sin fundamento.
–Ay, qué va-vamos a hacer contigo... –se sentó junto al escritorio con un cuaderno–. Bueno, ¿qué tal el día?
–Sin novedades, ¿y el tuyo?
–Bien, normal...

Me puse a pensar en los dragontinos. Una vez leí un libro sobre ellos. Utilizaban un arte de combate con fama de ser tan poderosa como exclusiva. Eran guerreros armados con lanzas que pegaban saltos tremendos y atacaban aprovechando la fuerza de la caída.

–Así que un dragontino, ¿eh? Y yo que creía que solo quedaban dos o tres en el mundo...
–Pues ya ves que no.
–No, no lo veo.

Nos interrumpieron dos suaves golpes en la puerta. Era la forma de llamar del conserje.

–¿Quién es?
–Dívdax, vengo a informarte de que la señora Grudo te espera en el aula –anunció.
–¿Ahora? ¡Pero si las clases ya han terminado!
–Según la señorita Grudo, se trata de una clase extra para adelantar con el temario.
–No me jodas...
–¿Has dicho algo?
–Nada, que ahora mismo voy.

Mi intento de relajarme se veía frustrado por culpa de esa maldita arpía. Cerré el libro y me puse los zapatos. Abrí la mochila con furia, saqué la carpeta y el estuche y salí de la habitación.

–Suerte en tu clase.
–No me desees suerte. Deséame la muerte.
–Ja, ja, ja... No digas eso, tío...

Cuando salí, vi al conserje alejándose por el pasillo. Era un hombre pálido que tendría poco más de veinte años y que se movía deslizándose como una sombra. Llevaba el pelo negro y despeinado, y parecía que siempre llevaba puestas la misma camisa blanca y los mismos pantalones oscuros. Nunca le había tenido un especial aprecio más allá de intercambiar saludos con él. Parecía un hombre de lo más normal, pero tenía una forma de ser de lo más peculiar.

Llegué al vestíbulo y me dirigía a las escaleras cuando me pareció ver un destello en el pasillo de jefatura de estudios. Dirigí la mirada hacia allí y se topó con un chico joven que no me sonaba haber visto antes en el Jardín. Esperaba en el pasillo, apoyado contra la pared. Vestía de negro, con unos tonos de un naranja tan intenso en el cuello, las muñecas y los tobillos que me había llamado la atención desde que lo vi por el rabillo del ojo. Tenía la nariz afilada, la barbilla marcada y el pelo rizado y tan negro como su ropa. Lo llevaba mucho más largo que yo, le caía por la espalda hasta por lo menos los omóplatos.
Debió de advertir mi presencia, porque giró la cabeza y su mirada se topó con la mía. Tenía unos ojos oscuros y profundos. Se le veía muy callado, pero no estaba serio, ni tampoco triste. Parecía más bien... curioso e impaciente.

Seguí andando sin detenerme, el contacto visual apenas duró un segundo. Si era nuevo en el Jardín... ¿sería uno de los nuevos alumnos a los que había mencionado Belazor?

–¡Espera, Div!

Me di la vuelta y vi a Leta corriendo detrás de mí.

–A ti también te han llamado... –suspiré.
–Sí... Qué mal, con las ganas que tenía de echarme una siestecita...
–Deberíamos matarla. En serio.
–Ya es la tercera vez que hace esto, nos obliga a ir para recuperar clase... –empezamos a subir las escaleras–. ¿Y los que son de fuera, qué?
–Ya, pues le da igual.
–Pues no, no es justo...
–Y qué le vamos a hacer...

Por si no se nota todavía, yo siempre evitaba el conflicto. Siempre decía lo que quería oír la otra persona para que la conversación no se alargara más de lo necesario. No es que tema al contacto con la gente... Simplemente es mi forma de ser. Soy así desde que tengo memoria.
Llegamos a la puerta del aula, que estaba abierta, y entramos. Éramos siete personas en total. Teniendo en cuenta los pocos internos que había, éramos incluso demasiados. No veía por ninguna parte a Schío, otro compañero interno que seguro que prefería pasar de la clase de historia y quedarse en su habitación haciendo Arceus sabe qué.
Tomamos asiento en la segunda fila, ya que la primera se considera zona de peligro. Saqué una hoja y empecé a escribir lo que había apuntado la profesora en la pizarra.

La profesora de historia se llamaba Conta Grudo. Era una mujer bien entrada en los cuarenta, tenía el pelo liso, de color cobrizo, piel morena y ojos granates. Era de actitud más bien desenfadada, pero no era nada aconsejable jugársela con ella. Le gustaba añadir su toque personal a las clases, criticando a aquellos grupos sociales que ella consideraba retrógrados o a las figuras famosas que, a su entender, habían actuado de forma cobarde o estúpida.

–De modo que el Gran Duque Cid Fabool IX decidió... contratar a un grupo deee... titiriteros para que fueran a "secuestrar" a la Princesa Garnet von Alexandros...

"Duque Cid IX", apunté en la hoja, y casi al instante comencé a garabatear nombres, a hacer pentagramas, estrellas y cualquier dibujo que se me pasaba por la cabeza.
No entendía la utilidad de esas clases. Si quería ser Seed, ¿de qué me servía saber quién hizo qué? Lo que debería estar haciendo es practicar hechizos de nivel alto, no perdiendo el tiempo escuchando los desvaríos de un duque que vivió hace yo qué sé cuántos siglos.

Miré por la ventana. Había un cielo azul con pocas nubes a la vista. El calor se apagaba poco a poco con cada día que pasaba, y se acercaba mi querido invierno.
En ese momento, mi cerebro volvió a reproducir la cara del chico que había visto de camino a clase. Podía verla en la mente con total claridad, como si le conociera de toda la vida. ¿Tal vez nos habíamos visto antes? Imposible, si fuera del orfanato me acordaría de él, y mi vida entera había transcurrido en ese lugar y en el Jardín.

Dicho así, suena triste, pero la verdad es que no considero que haya tenido una mala infancia. Dadas las circunstancias, para ser un mago negro huérfano, era bastante feliz. Tenía unos pocos amigos, conocimientos mágicos y me faltaba menos de un año para graduarme como Seed.
Se me dibujó una sonrisa en la cara. Era uno de esos momentos en los que, sencillamente, me alegraba de estar vivo. Con una extraña resolución de esas que solo duran unos minutos, volví la cabeza hacia la profesora y empecé a absorber sus palabras con genuino interés, decidido a aprenderlo todo y a comerme el mundo.