Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

8 de febrero de 2011

XIX: Descansando del estrés



Leta se había puesto vaqueros, botines negros y un jersey de color fucsia. También llevaba en la mano una chaqueta de color negro, para cuando hiciera más frío. Se había recogido el pelo y se había dibujado una fina línea negra en el contorno de los ojos.
Kei llevaba pantalones negros y una sudadera del mismo color con dos calaveras dibujadas en los hombros. El largo mechón de su flequillo le tapaba el rabillo del ojo. Sobre la sudadera, una placa militar relucía al recibir la luz de las farolas.
Yo llevaba unos pantalones marrones medianamente formales y una sudadera de color blanco y gris. Había decidido estrenar las botas, que parecían zapatos normales cuando la parte superior estaba oculta dentro de las perneras. Además, por ridículo que parezca, me encantaba el sonido que producían al andar. Me hacían sentir como un villano de película.

Estábamos en Balamb y se respiraba un extraño aroma en el ambiente. O a lo mejor era yo, que casi temblaba de expectación. Eran las 20:30 cuando llegamos y debíamos estar de vuelta en el Jardín antes de las 0:00, lo que nos daba un plazo de unas tres horas para divertirnos.
El mes de noviembre es una mala fecha para las celebraciones: hace frío y la gente prefiere quedarse en casa. Es verdad que en diciembre hace todavía más frío, pero la gente sale más con la excusa de la Navidad, el consumismo y las lucecitas. Sin embargo, aquella noche de noviembre había bastante movimiento en Balamb. Se celebraba el mercadillo artesanal, como nos había dicho Leta, y nos dirigimos a la plaza para mirar los puestos.

Suerte que Balamb sea una ciudad grande y tenga celebraciones así –pensé–. Si no, no habría ni un local abierto y yo estaría celebrando mi cumpleaños muerto de asco en mi habitación... para variar. ¡No, no pienses en eso ahora, Div! Has venido a divertirte.
 
A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, aumentaba el volumen de las voces y se hacía más difícil avanzar entre la gente. Llegamos a la plaza, o al menos asumí que era la plaza, porque no había forma de identificarla entre la enorme cantidad de puestos y de personas que la llenaban. Estaba cortada al tráfico, la gente caminaba por la calle, se reían a voces, se paraban a mirar y a comprar... Era un completo caos, pero no me resultaba tan desagradable como el que se formaba al salir de clase en el Jardín. Quizá por ser una ocasión especial.
 
–¡Mirad, el puesto de orfebrería! –exclamó Leta.

Me giré hacia ella y vi que señalaba un puesto con un letrero de madera. Podía ver que tenían expuestos distintos artículos a la venta, pero no llegaba a distinguir ninguno desde tan lejos.
 
–¿Qué es, una joyería? –preguntó Kei.
–Parecido, pero no. Trabajan sobre todo con metales preciosos, como el oro.
–O sea, una joyería –repitió Kei.
–¡Que no! –insistió Leta, aunque le daba la risa–. En las joyerías venden... pues joyas y piedras preciosas. Aquí trabajan casi solo con metales.
–Lo importante –dije para que me hicieran caso– es que venden anillos, ¿no? ¡Muy bien, allévoy!
–Pero si ya tienes un montón de anillos, capullo –protestó Kei–, y nunca te los pones.
–Nunca se tienen suficientes anillos.
–Ni que fueras Sonic.

Me abrí paso entre la multitud, con los ojos fijos en los expositores, atraído por su brillo como una polilla hacia la luz. Tenían anillos, sí, pero también brazaletes, pendientes, pulseras, diademas, colgantes e incluso relojes.

Tardaría años en verlo todo –pensé.
–Bienvenidos, kupó.

Detrás del mostrador había un moguri, el encargado de la tienda. Para quien no haya visto nunca un moguri: son unos diminutos seres de color blanco con una capa de pelo tan fina que pueden pasar perfectamente por peluches. Tienen dos pequeñas alas de murciélago a la espalda, los ojos siempre cerrados, una enorme nariz y un pompón rojo sobre la cabeza que, por lo que se cuenta, es mejor no tocarles.

–Buenas –saludamos.
–No hay huevos a tocarle el pompón –me retó Kei, como si hubiera leído mi explicación de antes y quisiera picarme.
–¡Pues claro que no! –contesté.
–¿Buscáis algo en concreto, kupó?
–Gracias, solo estamos mirando –dije.

Casi todos los artículos eran puramente ornamentales o, dicho de otra forma, para hacer bonito y nada más. Pero también había unos cuantos elaborados con materias primas especiales que otorgaban habilidades especiales al ponérselos, igual que el anillo que me dio Ryuzaki y con el que resistí el fuego de Moltres.
 
No se lo llegué a devolver –recordé–. Debería buscarlo y dárselo.
 
Primero miramos estos últimos accesorios, que, como es natural, eran los más caros. Los había para todos los gustos, colores y tamaños y para casi cualquier parte del cuerpo. Algunos proporcionaban inmunidad frente a los elementos y ciertos hechizos, otros aumentaban el poder mágico o la velocidad... y otros tenían efectos tan complicados que ni siquiera me molesté en intentar entenderlos.

–Joder, mira este –decía Kei–. Te lo pones y te rebotan los ataques. ¡Eh, y este te vuelve invisible, todavía mejor!
–Son demasiado caros –suspiré–. Y tampoco los necesitamos.
–Pero nos podían venir muy bien. ¿Sabes lo que podría hacer yo con un anillo de invisibilidad?
–¿Darles collejas a Belazor y Ryuzaki?
–Entre otras cosas.
–Bueno, pues hazte mago y aprende a usar la magia Tenue.
–¡¿QUÉ?! ¿Que te puedes volver invisible con una magia y yo sin saberlo? Ya estás aprendiendo a usarla.
–Tus ganas. A tanto no llego. Para empezar, es magia arcana, o sea, que es difícil de cojones y solo para magos experimentados. Y segundo, no se puede lanzar y ya está. El efecto depende del poder mágico; si no tienes suficiente, igual solo te vuelves transparente y se te sigue viendo, como si fueras de cristal. Y si la lanzo yo, que aún no puedo ni con los hechizos de nivel 3, imagínate.
–Pues vaya –suspiró.
–Quien algo quiere, algo le cuesta. Así que te toca empezar a ahorrar si quieres volverte invisible.

Por su parte, Leta buscaba accesorios cuyos efectos resultaban más prácticos a largo plazo.

–Este collar regenera la magia según andas. Nos vendría bien para lanzar hechizos más rato.
–Un collar así sería perfecto para ti, que puedes curarnos. Los demás no podemos hacer nada sin ti.
–Lo dices como si sirviera de algo en combate...
–Eres la más importante en combate –insistí–. ¿Cómo crees que habríamos aguantado la Caverna de las Llamas de no ser por ti?
–Pero yo no puedo hacer daño...
–Eso tiene solución. Te compramos un bate de béisbol y que Kei te enseñe a repartir como hace él con Blackrose.
–La clave está en acertar en las articulaciones –explicó como si fuera un profesional. 
 
Leta se echó a reír y su rostro brilló como toda la joyería que nos rodeaba. Me sentía tan feliz con ella y con Kei, tan relajado, que hasta el pasatiempo más soso del mundo se convertía en una actividad inolvidable.
La mercancía que el moguri tenía a la venta era apasionante, pero se nos iba del presupuesto y tampoco necesitábamos nada, así que poco a poco fuimos pasando a la joyería sin poderes, que era bastante más barata, pero igual de elegante para mi gusto. También era más colorida, quizá porque los materiales eran más baratos o porque a la clientela más elitista no le gustaba salirse del dorado y el plateado.
Mis ojos examinaban a gran velocidad lo que había expuesto. Había anillos de tela, de cuero, de metal, ¿de hilo? Jamás pensé que se podría confeccionar accesorios con tanta variedad de materiales. Mientras tanto, oía a Leta explicarle a Kei la historia del mercadillo.

–Aquí todo lo que venden es artesanal. Sobre todo lo de los moguris, son trabajadores muy dedicados.
–Quién lo diría, con esas patitas.
–¡Shhh! No te burles de ellos.
–¡Como si no lo hubieras pensado tú también!
–¡Ji, ji! Bueno, sí que son bastante monos.
–¿Cómo crees que hacen para coger los martillos en la forja?
–¿Tendrán ayudantes? No lo sé...
 
Mi reflejo en el cristal que protegía los anillos sonreía. Mis labios flotaban sobre un anillo especialmente llamativo que me incliné para estudiar más de cerca. Era un aro metálico sencillo, pero a lo largo de la superficie tenía dibujadas varias formas circulares de distintas dimensiones. Algunos de esos círculos deformados estaban dentro de otros, unos eran blancos, otros negros. El diseño era cautivador, incluso hipnótico. Supe que era para mí.
 
–Disculpe, ¿cuánto cuesta este?
–¿El anillo orbicular? ¿Quieres probártelo primero? 
–¿Puedo?

Como respuesta, el moguri levantó el cristal que protegía los anillos. Se abría hacia fuera, de modo que servía a modo de pantalla para que el posible cliente no pudiera llevarse nada. Cogió el anillo, volvió a cerrar el cristal y me lo dio en la mano.
Acaricié los círculos. No eran dibujos, sino que tenían relieve y resultaba extrañamente satisfactorio rozarlos con las yemas. Me lo metí en el dedo anular de la mano izquierda. Entró sin ofrecer resistencia, tenía el espacio justo para poder girarlo, pero no estaba lo bastante suelto como para que se me saliera solo, y también me lo podía sacar sin problema.
 
–Me lo llevo –dije sin pensarlo dos veces.
–Serán trescientos guiles, kupó.

Saqué la cartera del bolsillo y conté las monedas. Solo llevaba unos mil quinientos guiles conmigo. Una quinta parte de mis ahorros actuales hasta que cobrase la pensión de orfandad... Pero qué demonios, un día es un día, y me merecía un regalo de cumpleaños. Saqué los trescientos y se los di al moguri. 

–Muchas gracias, kupó. Volved pronto.
–Sigo diciendo que tienes demasiados anillos –protestó Kei mientras nos alejábamos
–¿Te da envidia? Si quieres, te compro uno.
–Que no, coño. Yo para qué voy a querer anillos.

Empecé a recorrer con el anular derecho los surcos de las formas del anillo.
Seguimos caminando entre puestos de ropa y de juguetes y no tardó en llegarme el olor de la comida recién hecha.


–Qué bien huele –dejó caer Leta.
–¿Qué os apetece cenar? –pregunté.
–Vamos a ver qué tienen. 
 
Había tanta variedad de comida en los puestos como de accesorios en la tienda del moguri. En unos preparaban carne a la parrilla, se oía el chisporroteo en la sartén y el intenso olor me hacía la boca agua. En otros, asaban la carne delante de una fogata. Luego pasamos por un puesto de encurtidos y torcí la nariz. No me gustaban nada, y menos aún el olor acre del vinagre. También había puestos de frutos secos garrapiñados, otros con manzanas de caramelo y algodón de azúcar, los más modestos tostaban castañas y mazorcas.

–Yo creo que me voy a pillar un bocata de panceta –dije.
–Yo igual también, huelen que te mueres –dijo Leta.
–Pues yo uno de chistorra –dijo Kei.

Hicimos cola en uno de los puestos. Los trabajadores estaban tan atareados que casi me daba pena darles más trabajo, pero, al fin y al cabo, para eso estaban allí, ¿no?
Nos tomaron nota de la comida, pagamos y empezaron a prepararla. Yo me quedé esperando para recogerla mientras Leta y Kei buscaban un sitio en el que sentarse. No tardé en ver a uno de los cocineros colocando varias lonchas de panceta sobre una placa de hierro. Empezaron a chisporrotear al instante.

–Me da que eso es para mí –me dije.
 
Miré a mi alrededor, a los asistentes del mercadillo. No conocía a nadie, como era de esperar; imaginé que había venido gente de muchas ciudades distintas. Me fijé en un chaval bastante mono varios puestos a lo lejos, tenía el pelo castaño muy corto, pecas en la nariz y los ojos verdes. No le quité la vista de encima hasta que empezaron a gritar mi nombre.
 
–¡Dívdax! –repetía el camarero–. ¡Dos de panceta y uno de chistorra!
–¡Soy yo, aquí! –le llamé mientras gesticulaba con los brazos. Era difícil hacerse oír entre la marabunta.

El camarero se acercó y me dio los tres bocadillos, cada uno metido en una bolsa de papel. Le di las gracias y me fui a buscar a Leta y a Kei. Me dirigí a la zona de los bancos, pero no los veía por ninguna parte. Al que sí vi fue al chico de antes, el de las pecas. Me quedé mirándole más tiempo del políticamente
correcto hasta que por fin encontré a Leta y a Kei en una escalera.

–¿No había un sitio más lejos? –protesté de broma cuando llegué.
–¿Qué pasa, querías estar más cerca de ese guaperas? –se rio Leta.
–¡Pero bueno! ¿Me estabas mirando?
–A ese sí que le comías la panceta, ¿eh? –se carcajeó Kei.
–¡Os recuerdo que tengo vuestra cena!
 
Fingí que estaba indignado, pero en realidad me estaba muriendo de la risa. Y un poco también de la vergüenza. Les di los bocadillos y me senté al lado de Leta, porque no había sitio junto a Kei. Saqué de la bolsa la punta de mi bocadillo y le di un mordisco. El pan crujió y el sabor salado de la panceta me llenó la lengua, pero estaba más caliente de lo que pensaba. Abrí la boca y traté de abanicarla con la mano para que la panceta se enfriara antes de tragármela.
 
–Pues está bien el mercadillo –dijo Kei.
–La verdad es que sí –coincidí después de tragar–. No venía desde que era muy pequeño.
–Yo vengo todos los años –dijo Leta–. Qué lástima que este año no esté el puesto de los juegos de mesa.
–¡Ya te lo conoces de memoria y todo! –dije–. Si es que sales una barbaridad.
–¡Eres tú el que sale poco! –me riño.
–¿Y es culpa mía?
–¡Pues a lo mejor sí! Deberías intentar ser más amable con la gente.
–Agh... –gruñí.

Me enfadé un poco. Quise decirle que no era mi intención ser borde, que quería llevarme bien con todo el mundo. Me habría encantado salir con Schío y el resto, hacer chistes con Gawain en clase, tal vez ligar con Lisander... Pero no era tan fácil, tenía miedo de lo que pudiera pasarme por confiar en la persona equivocada. Además, Leta era tan agradable que congeniaba a la perfección con todo el mundo, mientras que a mí me reconcomía la conciencia cada vez que me acordaba del desayuno con Mako el día anterior y de la reacción de Belazor cuando nos cruzamos. Si hubiera hecho mejor las cosas...
No, no era el momento de venirme abajo. Estaba celebrando mi cumpleaños, ¡nada de autocompadecerme! Leta no quería molestarme, sino ayudarme.

¿No pensabas ayer que tu vida iba a empezar a cambiar? ¡Pues es el momento de hacerlo realidad!
–Tienes razón –le dije–. Voy a intentar cambiar y llevarme mejor con todo el mundo.
–¿Lo prometes?
–Lo prometo –y lo dije completamente en serio.

Seguí comiéndome el bocadillo y me di cuenta de que Kei estaba muy callado.

–¿En qué piensas? –le pregunté.
–En que debería ser ilegal lo bueno que está esto –dijo antes de pegarle un enorme bocado a su cena.
–Como te atragantes, yo no te salvo –dijo Leta.
–¿Cuando nos atacan monstruos de fuego sí pero en un accidente doméstico no? –se rio Kei.
–¡Cualquiera te hace la maniobra de Heimlich, con lo alto que eres!

Me terminé el bocadillo y me limpié la grasa de la boca con un pañuelo.

–Bueno, pues creo que voy a por una mazorca. ¿Os compro algo?
–¿Tienes más hambre, cabrón? –me picó Kei.
–Es el postre –dije. Leta se echó a reír.
–Voy yo a por ella –se ofreció Kei–. ¿Te pillo algo, Leta?
–No, grafiaf –dijo con la boca llena. Aún le quedaba casi medio bocadillo sin comer.

Le di las monedas a Kei y se fue al puesto de las mazorcas para hacer cola. Miré a la gente que iba y venía mientras oía a Leta masticar a mi lado. El guaperas de antes ya no estaba a la vista. Una lástima.

–¿Qué opinas de Kei? –le pregunté a Leta.
–Es simpático –dijo–. Me hace gracia lo basto que es a veces, pero se nota que tiene buen corazón.
–Sí, es muy buen chico.
–¿Qué pasa? ¿¿Te gusta??
–¿Qué? ¡No! No te lo preguntaba por eso.

Apoyé las manos en el escalón, pero estaba bastante frío, así que las dejé en el regazo.

–Hacía mucho tiempo que no me quedaba solo contigo. Por eso preguntaba.
–Es verdad. Desde que llegó Kei pasas más tiempo con él que conmigo.
–Uy, uy, uy. ¿Estás celosilla?
–No. Es normal que estéis tanto tiempo juntos, compartís habitación y todo. Además, ya sabes que a mí lo de entrenar no me hace mucha gracia.
–No quiero que te sientas excluida. Sigues siendo mi mejor amiga y nada va a cambiar eso.
–Lo sé.
–Un momento. ¡No te gustará Kei a ti! ¿Por eso estás celosa?
–¡Qué dices! Somos amigos, nada más. Y te he dicho que no estoy celosa.
–Vaya, vaya, la gatita enseña las uñas –me reí.

Me dio un codazo y yo levanté las manos para amenazar con revolverle el pelo, aunque no llegué a tocárselo, porque no quería llenárselo de grasa y migas. Así estábamos cuando volvió Kei, con una mazorca en cada mano.

–¿No me puedo ir ni dos minutos sin que os saquéis los ojos? –dijo.
–¿Qué eres ahora, nuestro padre? –me burlé.
–Soy el mayor por edad y por tamaño. Eso me convierte en vuestro responsable.
–Pues estamos apañados... –dijo Leta.
 
No lo pude evitar y estallé en carcajadas.
 
–¡Ahí te ha pillado! –conseguí decir entre risas–. Qué gratuito. ¡Me meo! 
–¡Pero bueno! –protestó Kei, aunque él también se estaba aguantando la risa.
 
Alargué la mano hacia Leta y la chocó conmigo.
 
–¿A que te quedas sin mazorca, por listillo?
–¡No, no, no, porfa! Me portaré bien... Keiichi
–dije su nombre completo con sorna.

Esta vez fue Leta la que empezó a reírse como una descosida.
 
–Pero ¡qué os ha dado de repente conmigo! –gruñó Kei entre risas.
 
Las mazorcas estaban atravesadas a lo largo por un palo. Kei me tendió la mía por uno de los extremos, la cogí y empecé a mordisquearla. El maíz estaba muy bien tostado y se notaba el sabor de la mantequilla. Nos quedamos un rato en silencio, Kei y yo comiendo nuestras mazorcas y Leta terminándose el bocadillo.
 
Cuando acabamos, me levanté y me sacudí las migas del regazo. Se me había quedado el culo frío de estar sentado. Leta y Kei también se levantaron y seguimos dando vueltas entre los puestos hasta que terminamos de verlos todos. Leta se quedó un buen rato mirando pañuelos hasta que se decidió por uno de tono verde vidrio. Se lo ató alrededor del cuello.

–¿Y ahora qué? –pregunté–. ¿Sugerencias?
–Podemos ir a la disco –propuso Leta.
–¿A ese horror con música a tope y luces infernales? –me quejé.
–Era por dar ideas...
–¿Y por qué no? –dijo Kei–. Yo me apunto.
–Bueno, hace frío y no me quiero volver al Jardín tan pronto –dije. Miré el reloj, aún eran poco menos de las diez–. Está bien. ¿Sabes dónde está?
–Sí, venid conmigo.
 
Nos alejamos del mercadillo y Leta nos guio por las calles de Balamb. Me hacía gracia el contraste de pasar de un mercadillo tradicional a un sitio tan moderno como una discoteca. Poco a poco, se empezaba a oír música alta en el aire y llegamos hasta un local con bastante jaleo cerca de la estación de trenes. Respiré hondo antes de entrar, como si fuera un lugar contaminado.
El sitio estaba oscuro, alumbrado solo por luces que parpadeaban y focos móviles, y mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la iluminación. No era exactamente una discoteca, sino más bien una sala de conciertos, pero estaba bastante llena y la música hacía daño en los oídos de lo alta que estaba, así que al poco de entrar ya estaba deseando salir. Me giré para hablar con Leta y Kei.

–Bueno, ¿qué se hace en estos sitios? –pregunté de coña–. ¡Eh! ¿Y Kei?
–¡¿Qué?! –gritó Leta para hacerse oír entre el ruido.
–¡Que dónde está Kei! –le grité yo a ella.

Miramos alrededor, pero no se le veía por ninguna parte. Y era difícil no ver a Kei entre la multitud.

–¡Pero si estaba aquí ahora mismo! –dijo Leta.

Justo en ese momento se paró la música y hablaron por megafonía.

–¡Atención! ¡Atención todo el mundo!
–¿Ese no es Kei? –pregunté.
–¡Pero qué hace en la sala del pinchadiscos! –dijo Leta, atónita.
–Atención –anunció Kei por el altavoz–. ¡Esto es una redada! –la gente se puso tensa de pronto y un par de personas echaron a correr–. ¡Que no, que es broma! ¡Hoy es el cumpleaños de mi amigo Dívdax, así que felicitadle todos! Y si a alguno de vosotros le va el rollo de... Ya sabéis...

En ese momento quise que me tragara la tierra. Menos mal que nadie sabía quién era y no me iluminaron con los focos, porque de lo contrario habría matado a Kei. Cuando volvió con nosotros, estaba tan avergonzado que no supe qué decirle y simplemente me quedé cerca de Leta, intentando imitar sus pasos de baile.
En el rato que estuvimos ahí dentro le entraron un par de chavales jóvenes y uno no tan joven, y yo me sentí un poco cohibido, como si pudieran ponerse agresivos conmigo por verme cerca de ella. Se darían cuenta de que solo éramos amigos... ¿verdad?
Cada pocos minutos, la música paraba y una mujer vestida de rojo brillante anunciaba al siguiente grupo. Todos parecían aficionados, no mucho mayores que nosotros, y tocaban canciones que se parecían bastante. No me pareció que ninguna destacara hasta que subió al escenario un grupo que se hacía llamar Unleashed.


El guitarrista, que también era el vocalista, llevaba una camisa negra de manga corta, tenía los brazos plagados de tatuajes, barba de dos días y el pelo alborotado, con unos mechones rubios y otros de color negro. Era algo mayor que el resto de cantantes. Pero no fueron su estética ni su música lo que me llamó la atención, sino la letra de su canción.

“Es hora de huir
Me largaré de aquí
Y sin mirar atrás”.

La melodía me cautivó desde el segundo uno y me puso la piel de gallina, como si estuviera escrita para mí.

“Pues sé que llegaré
Donde nadie nunca fue
Y sin mirar atrás”.

Me resultaba tan familiar, tan cercana, que llegué a pensar que la había escuchado antes.

“¿Cómo sabré cuándo he llegado?
¿Y cuándo me tendré que ir?

Todos empezamos de cero,
Pero no hay que temer,
La posibilidad
Es infinita.
 
La noto, la siento,
Por fin la voy a alcanzar,
Esta posibilidad.

La noto, la siento aquí,
Estaba dentro de mí
Y me dio la libertad
De la posibilidad”.

La letra hablaba del miedo a perder la oportunidad, de lo abrumadora que puede llegar a resultar la libertad, pero, sobre todo, de la posibilidad. “La posibilidad es infinita”, repetía el vocalista. Ante nosotros se abrían caminos ilimitados. Nuestro futuro era un lienzo en blanco y nosotros sosteníamos el pincel: podíamos hacer cualquier cosa, ¡podíamos hacerlo todo! Nuestras posibilidades eran infinitas.
 
En ese momento fui consciente de todo lo que me había estado perdiendo en los últimos años. Por haber pensado mal de las discotecas no había conocido esa euforia ni canciones tan buenas como esa. Por no haberme llevado bien con mis compañeros de clase no me había divertido con ellos como me estaba divirtiendo ahora con Kei. Tenía que cambiar. ¿Quién sabe qué más me habría estado perdiendo hasta entonces? Decidí que a partir de ese mismo día iba a cambiar mi forma de ser.
 
Sé que suena a cliché, pero sentí que la canción estaba dirigida solo a mí. El ritmo de la guitarra me atrapó por completo y, para cuando me quise dar cuenta, estaba coreando en primera fila con toda mi alma y saltando al ritmo de las notas. Aquella canción me llenó de inspiración, me sentía capaz de hacerlo todo. Me empapé de cada palabra y me sentí completamente en sintonía con el mensaje. Cuando acabó, vitoreé al grupo con todas mis fuerzas y lo único que me dio pena fue que la canción y que aquella noche no durasen para siempre.