Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

22 de abril de 2010

II: Avance

La clase de refuerzo se me había hecho eterna. Ya eran casi las cinco y estaba tan rendido que la resolución de ser productivo se había apagado casi por completo.
Bajé a mi habitación y estuve atento al pasillo de jefatura, por si veía de nuevo al chico de negro. Evidentemente, no estaba allí, ya había pasado más de una hora desde que le vi. Bostecé. Me dolían los ojos y las piernas y me pitaba un oído. Una mezcla desastrosa.
Entré en el pasillo de los dormitorios al tiempo que salía Belazor, que me dijo no sé qué de una manzana y se fue. Giré el pomo de la puerta, pero no cedió. Me llevé la mano al bolsillo de forma instintiva, pero la llave no estaba ahí.

–Con las prisas de la clase de refuerzo no la he cogido... Cagüen...

Cerré el puño y me di un pequeño golpe con él en la frente a modo de reprimenda. Me apoyé en el marco de la puerta y me crucé de brazos a esperar a que volviera Belazor.
Pasé la vista por el resto de aquel pasillo que ya me conocía más que de sobra. Las paredes eran de color verde azulado, mientras que las puertas y sus marcos eran de madera blanca, lo que daba mucha luminosidad al pasillo. El suelo estaba hecho de baldosas de color crema y amarillo que dibujaban un patrón un tanto confuso.
 
–¿Te falta mucho? –pregunté en alto, aunque sabía que Belazor no podía oírme desde la cafetería.

Suspiré sonoramente. Belazor aún tardó cinco minutos más en volver.

–¿Qué haces aquí fuera? –me preguntó cuando volvió.
 –¿A ti qué te parece?
–¿No cogiste la, la llave?
–Creo que está bastante claro que no.
–Habérmelo dicho.
–No caí hasta que llegué a la puerta.
–Si es que estás siempre igual, con las prisas...
–¿Te quieres callar y abrir?

Belazor se metió en el bolsillo la mano que tenía libre, ya que en la otra llevaba una manzana a medio comer. Recordé que cuando nos cruzamos me había dicho que iba a comprar una.

–Querían cobrarme tres... trescientos guiles por la manzana, pero he conseguido que me la reba... jaran a ciento...
–Fantástico –le corté sin ganas de escucharle.
–¿Y ahora qué te pasa?
–La clase me ha matado. La profe me ha tenido que lanzar Toxis sin que me diera cuenta.
–¿Cómo te va a enven, ven, venenar una profesora? No digas tonterías...
–No sé hacer otra cosa.
–Bah, tío, no te, no te pongas así. ¿Por qué estás tan mal?
–¡Y yo qué sé! Es un muermo de tía y punto.

Cuando por fin abrió la puerta, fui directamente al escritorio. No me apetecía hacer nada, pero tenía que ponerme y era mejor empezar antes que después. Dejé sobre la mesa mi carpeta y mi estu...

–¿Y el estuche...? ¡Mecagüen Arceus! ¡Me lo he dejado en clase!

Me di la vuelta y agarré el pomo con la mano, pero me lo pensé mejor. La idea de volver al aula me daba una pereza tremenda, entre otras cosas, porque ya estaría cerrada. Tendría que ir el día siguiente a primera hora para recogerlo. Malditas las ganas.

–¿No vas a ir a por él?
–No.
–¿Y eso?
–El aula está cerrada.
–Pide al conserje que te la abra.
–Pereza. 
 
Me desplomé sobre la cama, me tapé la cara con el brazo y cerré los ojos. Al menos así dejarían de dolerme durante unos segundos.

–Por cierto, han visto al dragontino en el Jardín –me comentó.
Ah, ¿sí?
–Sí. Por lo visto, ha venido a ver las... instalaciones.
–Pues qué bien.
–Veo que no estás muy receptivo...
–Qué perspicaz...
–Vale, tío, hablamos luego.

Se levantó, salió de la habitación y escuché sus pasos alejándose por el pasillo.

Suspiré profundamente. Belazor y yo siempre nos habíamos llevado bien, pero últimamente le aguantaba cada vez menos. Se empeñaba en alargar nuestras conversaciones de forma estúpida y eso me ponía de los nervios. Una persona a la que le encanta hablar más de la cuenta y otra que prefiere decir solo lo necesario... No éramos nada compatibles. Eso por no mencionar su nueva y horrible manía de poner el despertador todos los días a las 6, a pesar de que las clases no empezaban hasta casi tres horas después.

Me levanté de la cama y estiré la colcha para quitar las arrugas.
 
–Al menos no voy a desaprovechar el tiempo–, pensé.
 
Saqué de la carpeta un par de hojas con apuntes de albhed y me puse a traducir un texto. Maldije al recordar que no tenía el estuche, así que rebusqué en la mochila de Belazor y le cogí un lápiz.
Acabé enseguida, como era de esperar. Siempre se me habían dado bien el albhed, el gúlgano y los idiomas en general. Si al menos pudiera compartir parte de ese talento con las clases de historia...
 
Dos horas y media después había terminado casi todos los deberes del día y me había dado una ducha. Aunque los ojos no habían dejado de molestarme en toda la tarde, empecé a leer los siguientes epígrafes de magia negra, para adelantar con el temario. Lo siguiente eran los hechizos de nivel 2, pero no empezaríamos a practicarlos hasta el segundo trimestre. Al ser una versión tan avanzada de la magia negra, hacía falta autorización por parte de un tutor legal para poder seguir adelante con este nivel de estudios.
Las clases dejaban de ser un juego. La cosa se estaba poniendo seria.
Sin embargo, no pensaba limitarme a las magias de nivel 2 ni 3. Pretendía ir más allá, conseguir dominar todo tipo de magias, elementales y no elementales hasta finalmente poder usar Fulgor. Esa era mi meta en la vida: aprender a lanzar Fulgor. Había soñado desde que era pequeño con esa magia, la magia definitiva. Me inspiraba tanto respeto que, en su honor, había bautizado mi bastón de batalla con el nombre de Estrella Fulgurante.

Llamaron a la puerta y me despertaron de mis ensoñaciones.

–Div, soy Leta. ¿Vamos a cenar?
–¡Sí, un momento!

Me puse los zapatos, cogí una sudadera fina y salí de la habitación. Allí estaba ella, tan radiante y sonriente como siempre.
Antes de que nadie saque conclusiones precipitadas, quiero dejar claro que no me gusta Leta. Es mi mejor amiga y la considero prácticamente mi hermana.

–¿Qué tal la tarde? –me preguntó.
Pse, he estado traduciendo albhed y leyendo de magias. ¿Y tú?
–Yo he empezado ya con historia porque, si no, luego no da tiempo.
–Es horrible.
–Ya... Pero bueno, ya sabes que esto es estudiar, estudiar y estudiar.
–Qué asco.

El ambiente en el comedor estaba más apagado por la noche, como era natural, porque entrábamos más cansados que recién salidos de las clases. Por lo menos, la cena no me dejó tan indiferente como la comida. Nos sirvieron un filete algo más grande de lo que me esperaba acompañado por unos guisantes tan blandos que casi eran puré. Las instalaciones del Jardín estaban muy bien equipadas, pero no me habría importado que el director Cid se gastase unos pocos guiles menos en ellas para invertirlos en comida y personal de cocina...
Leta y yo nos sentamos a cenar con otros alumnos de nuestro curso para quejarnos en compañía de las excesivas clases de Conta. Como yo ya había protestado todo lo que tenía que protestar, hablé poco durante toda la cena.
Los ojos me molestaban cada vez más, así que me excusé antes de terminar argumentando que estaba cansado, y me largué mientras el resto terminaba el postre. Me dirigí a los pasillos de las habitaciones... pero, antes de llegar a la bifurcación entre los masculinos y los femeninos, atravesé una apertura a la izquierda para salir al patio interior.
Nada más entrar al patio se abría una extensión de terreno con baldosas de piedra, todo ello rodeado de varios árboles y arbustos. Había bancos y papeleras repartidos por toda la zona, y una gran fuente en el centro. Un camino llevaba a un escenario donde se realizaban ciertas actividades, como actuaciones y conciertos estudiantiles. Lo que la gente no sabía era que ese patio tenía una pequeña salida al exterior.
Entré en el patio, que estaba vacío, como cabía esperar a esa hora. Me colé entre los árboles para asegurarme de que no me viera nadie desde dentro del Jardín y me dirigí a la zona que apuntaba al oeste.
 
Una pequeña alambrada metálica rodeaba el perímetro del patio por detrás de los árboles, para no afear el paisaje. La alambrada no medía más de medio metro, no tenía pinchos ni estaba electrificada ni contaba ningún otro tipo de protección, así que no era difícil de saltar. Avancé entre los árboles del fondo, aparté ramas y hojas, luego llegué hasta la valla. Pasé una pierna por encima, luego la otra... y allí estaba. Mi vista privilegiada.

Si bien el patio estaba situado en la planta baja, todo el Jardín estaba bastante elevado con respecto al terreno exterior. Pensadlo como si alguien hubiera sacado un barco del mar, lo hubiera plantado en mitad de un valle y lo hubiera adaptado para funcionar como un instituto. A los efectos, es como si el patio fuera la cubierta del barco. Según la forma de verlo, se podía considerar una vista envidiable... o un acantilado hacia el campo, pero con una vista igual de envidiable. Me encantaba ir a ese sitio a solas para tranquilizarme y reposar la mente. Para eso mismo había ido esa noche.

Me senté en el borde del saliente y dejé que el viento me revolviera el pelo. A lo lejos se veían las luces de Balamb, la ciudad que estaba más cerca del Jardín, y las vías del tren, que se perdían en la distancia. A la derecha, una cadena de montañas. A la izquierda, a pocos kilómetros del Jardín, una larga playa que se extendía hasta Balamb y, más allá, el vasto mar.

Perdí la mirada en el mar. Me llegaban el rumor de las olas y el olor de la sal. No recordaba cuándo ni cómo había descubierto ese lugar. Tal vez vi a alguien jugando cerca y se me ocurrió mirar, tal vez se me cayó algo y, al ir a buscarlo, encontré un tesoro mucho mayor. El caso es que llevaba acudiendo en solitario a aquel lugar prácticamente desde que me alisté en el Jardín.

Me puse a pensar en mi niñez, como siempre que iba allí. El orfanato donde nos criamos también estaba situado junto a una playa, así que Leta, Belazor, Schío, Mako y tantos otros habíamos ido a jugar a menudo. Nos habíamos criado juntos, hermanos huérfanos, todos hijos de Redea, o mamá Rede, como la llamábamos. Me acordaba con una extraña añoranza de los cabreos que me pillaba de pequeño porque alguien me rompía un juguete o me quitaba el marcapáginas para que no supiera por dónde seguir leyendo. En el fondo, no había cambiado tanto. Seguía enfadándome por estupideces.
Aun así, eran tiempos más sencillos. La mayor preocupación de nuestras vidas era perder un juguete y que no volviera a aparecer, o que mamá Rede se enterara de quién había roto el jarrón (y siempre se enteraba). Eran días fáciles, en los que nos sentíamos refugiados bajo la sonrisa de mamá Rede, la única que nos aceptó en un mundo que nos había dado la espalda.

Pero esos días quedaban atrás. Ahora estaba en sexto y último grado, a punto de licenciarme como Seed, a punto de cumplir la mayoría de edad, a punto de estudiar magias tan peligrosas que necesitaban una autorización firmada... A punto de que todo diera comienzo.

Estábamos dejando de ser niños y nos estábamos convirtiendo en adultos, con responsabilidades que atender y un deber que cumplir.