Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

31 de enero de 2011

XVIII: Mayor de edad

Sonó el despertador.
Extendí el brazo para desactivarlo y sentí que lo estaba apagando por última vez. Bostecé y me estiré antes de levantarme, con la sensación de que mis acciones marcaban a la vez el fin de una vida vieja y el comienzo de una nueva, como si todo lo que hiciera aquel día tuviera que servirme de modelo para el resto de mi vida.

–Estúpida mente humana –refunfuñé.

Entré en el baño. Mientras me lavaba las manos, vi algo completamente distinto en mi reflejo. Mi pelo seguía siendo violeta y me rozaba los hombros. Mis ojos seguían teniendo un color a juego. Mi nariz, mis orejas, frente y barbilla seguían iguales. Tampoco habían cambiado mi altura, peso ni color de piel; todo estaba como siempre... pero diferente a la vez. Seguía siendo yo, pero estaba convencido de que veía algo distinto en el espejo.

–Estúpida mente humana –repetí.

Salí del baño, me quité el pijama y empecé a vestirme. Para ese día había elegido ponerme pantalones y camisa negros, la vestimenta más popular entre adolescentes depresivos. Me limpié un poco los zapatos con un pañuelo, tampoco con mucho esmero, pero para dejarlos un poco más limpios. Solo quería sentirme bien en mi día.

Mientras tanto, Kei seguía metido en la cama. No daba señales de haber escuchado el despertador.

–¡Arriba, soldado! –le llamé.
–Cinco minutos más –ordenó, no pidió.
–¡He dicho arriba! ¡Vamos, cincuenta flexiones! ¡Hop, hop, hop! –y me empecé a reír.
–¿Qué te has tomado ya tan temprano? Mira que te dije que las anfetas no son para jugar.

Me abroché el último botón de la camisa y cogí una sudadera fina para ponérmela por encima al salir, que a mediados de noviembre ya hacía demasiado frío para salir solo con una camisa.

–Voy a desayunar, ¿te vienes o te quedas?
–Que sí, que ya voy.

Se levantó de la cama y se metió al baño. Mientras esperaba a que saliera, abrí la ventana para airear la habitación y me aseguré de tenerlo todo en la mochila para las clases del día. También abrí uno de mis cajones de la mesa y saqué una pequeña caja de color naranja.
Dentro de esa caja guardaba una humilde colección de anillos que había ido reuniendo con los años: uno fue un regalo de cumpleaños, otro me lo encontré tirado en el suelo, otro me lo compré yo porque me pareció muy barato... No tenía más que cinco, pero eran mis posesiones más queridas. El que me puse aquel día era un simple aro plateado que no tenía decoración alguna, pero por algún motivo era mi favorito.
Noté que moqueaba, así que cogí un pañuelo para sonarme la nariz. Al retirarlo, lo encontré manchado de sangre.

–Hacía mucho –gruñí.

Me tapé la nariz con el pañuelo y me miré la camisa. Afortunadamente, no me la había manchado.

–Por cierto, feliz cumpleaños –me felicitó Kei desde el baño.
–¡Gracias! ¿Te falta mucho?
–Tío, no me metas prisa.
–Es que mi nariz de ha vuelto emo.
–¿Eh?

Aún no me había pasado en lo que llevábamos de curso, pero lo cierto es que me sangraba la nariz con bastante frecuencia. La hemorragia tardaba un buen rato en cortarse y era una sensación realmente incómoda.

En cuanto Kei salió del baño, entré tras él a la velocidad del rayo. Puse la cabeza encima del lavabo y tuve la genial idea de retirar el pañuelo de la nariz. La sangre comenzó a gotear y a salpicarlo todo, tiñendo de rojo la blanca porcelana del lavabo.

–¿Qué te pasa?
–Nada, un mal menor. Se me pasa rápido.
–Anda, que vaya forma de empezar los dieciocho, desangrándote en el baño –me dijo.

Me empecé a reír mientras intentaba coger el papel higiénico con la mano que me quedaba más cerca del rollo. La postura era la siguiente: yo estaba de pie, con las rodillas ligeramente flexionadas, el cuello estirado sobre el lavabo para alejar la cabeza de la camisa todo lo posible, y me tapaba la nariz con la mano derecha, mientras que, con el brazo izquierdo, extendido todo lo que me permitían las leyes de la física, intentaba alcanzar el rollo de papel, del que me separaban tres miserables centímetros. Habría sido más fácil volver a taparme la nariz con el pañuelo y coger el rollo directamente, pero no quería arriesgarme a que se escapase alguna gota y me destrozara la camisa.

Si lo sé no me la pongo. O mejor, no me sueno la nariz.

Después de lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano, conseguí alcanzar el papel. Corté un trozo, hice una pequeña bola y me la metí en la nariz tan dentro como pude para taponar la vía de escape de la sangre. Ahora solo tenía que dejarla ahí quieta un buen rato y el sangrado se acabaría cortando solo.

–¡Ya está! –anuncié–. Pasó el peligro.

Me miré de arriba abajo y me alegré al ver que, milagrosamente, no me había manchado la ropa. Abrí el grifo, limpié el lavabo, que parecía el escenario de una matanza, y me lavé las manos cuando terminé.

–A ver si ahora te voy a tener que esperar yo a ti –gruñó Kei, que se estaba atando los zapatos.
–¡A que cobras! –le respondí.

En cuanto salimos al pasillo nos encontramos con Leta, que nos estaba esperando. Se lanzó sobre mí para darme un abrazo.

–¡Felicidades! –me deseó, radiante de felicidad.
–Gracias –contesté abrumado.
–¡Qué guapo te has puesto!
–Yo qué va...
–¿Qué tal? ¿Te sientes raro, distinto...?
Completamente.
–No –mentí–. De momento, todo normal.

Nos fuimos a desayunar. La cafetería estaba como todos los días, nadie me prestó más atención de la habitual. Bueno, nadie excepto Mako, que se acercó para felicitarme y se sentó en la silla que quedaba libre de nuestra mesa de cuatro.

–¡Felicidades, chico del cumple! –dijo mientras dejaba su bandeja.
–Mako... Gracias por acordarte.
–¿Pensabas que se me iba a olvidar? –dijo con fingida indignación–. ¿Qué tal estás?
–Pues bien, como todos los días...
–Como todos no, que casi se desangra en el baño –se rio Kei.
–¡Pero te quieres callar! –le regañé de broma.
–¿Cómo que te desangrabas, qué ha pasado? –preguntó Mako.
–Naaada, que me ha sangrado un poco la nariz, no te preocupes.
–No veas cómo ha dejado el baño –volvió a intervenir Kei.
–¡Pero bueno! ¡Lo habrás limpiado! –dijo Leta.
–Sí, mamá –le contesté con retintín.

Ella me dio un codazo y yo cogí mi taza para taparme la cara mientras bebía y disimular un poco mi vergüenza. Me sentía un poco incómodo con Mako, pero no por su culpa, sino por la mía. Después de todos los esfuerzos que había hecho por evitarla en las últimas semanas, no me merecía que me felicitara el cumpleaños ni que fuera amable conmigo. ¿No debería estar molesta, resentida? ¿No se daba cuenta de que estaba intentando que me echara de su vida por su propio bien? ¿O era yo el que estaba actuando de forma egoísta?

Un cuarto de hora después, terminamos el desayuno y nos despedimos. Mako se fue a su clase y nosotros a la nuestra. Empezaron a llegar los alumnos no internos del Jardín y las clases dieron comienzo un día más. Me felicitó muy poca gente más, entre otros Dreak, un espadachín de cuarto al que conocía desde hacía tiempo, pero al que veía cada vez menos. Por un lado, prefería que se acordara poca gente de mi cumpleaños, porque no me gustaba ser el centro de atención. Pero, por otro, no podía negar que me habría gustado ser solo un poquito más popular...

En cualquier caso, las clases fueron tan anodinas como cualquier otro día. Me había mentalizado de que todo iba a ser diferente, pero llegó la hora de la comida y todo seguía igual. Nadie parecía haber notado nada; el mundo seguía adelante y me arrastraba consigo. Los profesores impartían su temario sin inmiscuirse en nuestras vidas, la gente formaba los mismos grupos de siempre, sonaba el timbre y todo el mundo volvía a sus casas...

Aunque sí que hubo algo distinto. Cuando terminaron las clases, Kei se quedó hablando con Cícar, de modo que bajé a la habitación yo solo. La sensación fue un poco rara, tan acostumbrado como estaba a que Kei me acompañara, pero no me sentí incómodo ni expuesto a ningún peligro. Dejé la mochila junto a mi cama y fui el primero del grupo en llegar al comedor. Justo antes de entrar, vi venir a Belazor por la dirección contraria, mi mirada se cruzó sin querer con la suya. Quise poner cara de disgusto y mirar hacia otro lado, o apretar el paso y entrar al comedor antes de que llegara hasta donde yo estaba y empezara a darme la lata. Era imposible que no se acordara de mi cumpleaños, seguro que insistiría en comer contigo y que lo celebráramos juntos.
Pero Belazor ni sonrió ni se acercó, sino que apartó la vista con arrogancia y siguió caminando en dirección a los dormitorios, sin abrir la boca siquiera.
Durante un segundo, me quedé clavado en el sitio antes de retomar el paso y entrar al comedor. Era raro que Belazor no quisiera hablar conmigo, y más aún en mi propio cumpleaños. ¿Estaría enfadado por algo? ¿Le habría sentado mal que hablara con Lisander en la biblioteca el otro día? ¿O sería que por fin había decidido dejar de seguirme como si fuera mi sombra? Por mi parte, estaba encantado, no digo que no. Es solo que me resultó... raro.

Sentí un pinchazo de remordimiento por dentro. Primero Belazor, después Mako... ¿Y si en realidad estaba siendo una mala persona por alejar de mi lado a los pocos amigos, cada vez menos, que todavía se preocupaban por mí?
Me senté en una mesa vacía, cogí el tenedor y empecé a arañar la servilleta de papel para apartar de mí esos pensamientos hasta que llegaron Leta y Kei. Esta vez no se nos unió Mako, así que dedicamos la conversación a decidir lo que íbamos a hacer en Balamb al día siguiente.

Tras la comida, ya de vuelta en nuestras habitaciones, me dediqué a hacer deberes para adelantar con ellos todo lo posible y no estar tan pillado de tiempo el fin de semana, ya que el viernes no iba ni a tocarlos. Ya se había pasado la emoción del cumpleaños y la rutina de siempre empezaba a asentarse... Al menos hasta las seis de la tarde, momento en el que dos suaves golpes en la puerta me devolvieron a la realidad.

–Esperemos que no sea el plasta de siempre –dijo Kei.
–¿Quién?
–Belazor.
–No... No creo que sea él.

Me acordé de la reacción que había tenido al cruzarse antes conmigo. Tenía que estar muy enfadado para haberse comportado así. Aunque eso significaba que dejaría de venir a molestarme, ¿no?

Mejor así– pensé.

Me levanté de la cama y abrí la puerta. Me encontré a Ryuzaki, al que no supe si saludar con una sonrisa de alivio porque no era Belazor, de ilusión porque había venido a verme, con una mueca de resentimiento por no haberme dicho nada del secuestro, o de preocupación por si venía a decírmelo en aquel momento. Lo que me llamó la atención fue que con el brazo izquierdo sostenía un paquete sujeto a la cintura. Se me encendieron los ojos cuando vi que estaba envuelto en papel de colores.

–Feliz cumpleaños –me deseó.
–Gracias, Ryuzaki –le sonreí.
–Este regalo es de parte de Redea.
–¡Gracias!

Me tendió el paquete y no me avergüenza reconocer que intenté poner las manos justo encima de las suyas para poder rozarle los dedos. Los tenía muy fríos al tacto, pero el contacto no me resultó desagradable. Cuando tuve el paquete bien sujeto, él retiró las manos con naturalidad y me ruboricé un poco. Me quedé mirando al suelo, sin atreverme a alzar la mirada, hasta que noté una mano en el hombro.

–Voy un momento a la zona de entrenamiento –me dijo Kei–, creo que me he dejado una cosa.
–Vale –le dije.

Se alejó por el pasillo y Ryuzaki me habló.

–¿No lo vas a abrir?
–¿Qué? ¡Ah, sí!

Metí el regalo en la habitación y lo coloqué sobre mi cama. Era un paquete de tamaño mediano, de los que dejan su posible contenido completamente a la imaginación. Rasgué el papel, expectante por lo que me estuviera esperando dentro, y me encontré con una caja de cartón. Levanté la tapa y vi...

–¡Unas botas!

Las saqué de la caja. Eran dos botas de color marrón oscuro, de mi número y con suela firme y resistente. Parecían muy simples, pero me encantaron.

–Son geniales, de verdad.
–¿No te las vas a probar? –preguntó Ryuzaki, que seguía plantado en el marco de la puerta.

Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Mientras me desataba los cordones, me di cuenta de que tenía una pequeña mancha en el lateral del zapato.

Ojalá los hubiera limpiado mejor esta mañana. Espero que no se haya fijado...

Puse la bota derecha en el suelo y me agaché para meter el pie y abrochar los cordones. Al hacerlo, vi por el rabillo del ojo que Ryuzaki estaba descalzo, como siempre, y sentí una extraña camaradería hacia él por haberme quitado el zapato. Por un momento pensé en quitarme el otro también, pero no venía a cuento.
Cuando metí el pie en la bota, noté que había algo dentro. Lo saqué, metí la mano y encontré una pequeña tarjeta de felicitación.

“Hola, tesoro:
Siento no poder estar contigo en este momento tan importante de tu vida.
Recuerda que te quiero y te tengo siempre presente.
Mamá Rede”.

Sonreí con ternura al ver la nota. Me la guardé en el bolsillo y volví a ponerme la bota. Una vez abrochada, me levanté para evaluar cómo me quedaba y la respuesta era... genial. Se me ajustaba como un guante: no me apretaba, pero tampoco me bailaba. Me llegaba justo hasta el comienzo de la pantorrilla y la suela me hacía parecer un centímetro más alto, que puede parecer una tontería, pero a los bajitos nos hacen ilusión esas cosas. Además, tenía forro interno, así que eran unas botas perfectas para el invierno. En diciembre solía nevar por la zona, así que podía sacarles mucho partido.

–Muchísimas gracias, Ryuzaki.
–Te recuerdo que el regalo es de Redea, no mío.
–Bueno, pues gracias por traérmelas.
–Solo cumplo con mi trabajo.
¿No puedes aceptar el cumplido y ya está...?
–¿Te gustaría acompañarme un momento? –me preguntó.
–¡Sí, claro!

Ni siquiera le pregunté dónde quería llevarme. Sin pensármelo dos veces, cogí la llave y me sorprendí al notar que cojeaba. Todavía llevaba puesto uno de mis zapatos normales y una bota.

–Espera, que me cambio de calzado –le dije, un poco avergonzado.

Para no hacerle esperar, me quité la bota y me puse el otro zapato en lugar de ponerme la otra bota, por mucho que me apeteciera estrenarlas. Me puse la sudadera de por la mañana, me guardé la llave y salí de la habitación.

–¿Has pasado un buen día? –me preguntó mientras echábamos a andar–. No se hace uno mayor de edad todos los días.
–Ha sido un día muy bueno, la verdad.
–Está a punto de dar comienzo una etapa muy importante de tu vida.
–Lo sé.

Me llevó hasta el patio, que ya estaba casi en penumbra, apenas iluminado por los pocos rayos del sol que aún se resistían a desaparecer. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad.

–¿No tienes frío yendo descalzo? –le pregunté al darme cuenta de que estábamos pisando roca fría.
–Te acabas acostumbrando –se limitó a contestar, y no hice más preguntas.

Nos sentamos en un banco alejado, que no se podía ver desde el interior del Jardín. Me pregunté si Ryuzaki sabía que prefería tener privacidad, si era él mismo quien la buscaba o si nos sentamos allí solo por casualidad. Tampoco es que me importara mucho: estábamos sentados el uno al lado del otro, y con eso me bastaba. Mantuve la vista fija en el suelo, en mis zapatos. Me habría encantado girar la vista hacia él, pero me daba vergüenza mirarle. Qué coño, toda aquella situación me daba vergüenza.

–Recuerdo el día en que llegaste al Jardín –dijo al cabo unos segundos–. Estabas tan nervioso... Todo te llamaba la atención.
–No recuerdo mucho de mis primeros días aquí. Pero sí que estaba nervioso, sobre todo después de irme del orfanato. Pensaba que venía a un sitio horrible... Pero aquí he aprendido todo lo que sé y me he hecho más fuerte. Se lo debo todo al director Cid y a Redea.
–No todos son tan afortunados de tener padres como los tuyos.
–Lo sé. Supongo que al final sí que tuve suerte.

Sentía algo muy extraño cada vez que estaba cerca de Ryuzaki, ya me había dado cuenta hacía tiempo. Sentía un intenso calor en la cara y el pecho. Quería mirar sus ojos, acercar mi rostro al suyo y...

–A lo mejor ha sido una mala idea venir aquí –dijo–. ¿No tienes frío?
–No, para nada –y no mentí al decirlo–. Todo está bien.
–De acuerdo.

Nos quedamos de nuevo en silencio. Quería decirle tantas cosas... pero no me salían. Quería abrazarme a él, sentir los latidos de su corazón, su aliento...

Pero ¿qué narices estoy pensando?
–¿Te encuentras bien? –me preguntó Ryuzaki.
–No... ¡O sea, sí! Solo estoy un poco cansado.
–Entiendo. Estarás agotado después de toda la semana.
–No, no tampoco eso...
–Volvamos a tu habitación, ¿te parece bien?
–¡Que no es eso! ¡Yo quiero...! Quiero seguir aquí... contigo.

Ryuzaki pareció comprender y adoptó una postura más relajada. Apoyé las manos detrás de mí, eché la espalda hacia atrás y levanté la mirada al cielo, que había adquirido una tonalidad añil y empezaba a mostrar diversos puntos blancos. Era un momento único y sabía que jamás volvería a repetirse, pero era bonito pensar que, por un efímero instante, nuestros ojos miraban la misma estrella.

16 de enero de 2011

Interludio Segundo: Fuego sagrado

Tras varios agotadores días de viaje, al fin había llegado. La enorme ciudad se extendía ante mis ojos bajo un manto estrellado que parecía cubrirla como un velo místico. Una extraña brisa se levantó y me golpeó en el pecho, como si quisiera impedir mi entrada.

Las calles estaban desiertas, como era natural a esas horas de la madrugada. Lo observé todo con una triste melancolía: las pequeñas casas distribuidas como en una cuadrícula imaginaria, las luces de algunos de los establecimientos aún prendidas... y vislumbré a lo lejos una torre de notables proporciones, alzándose gloriosa por detrás de todas las edificaciones, como un rey observando a sus súbditos desde su trono.

–Tenue –susurré, y mi cuerpo, ropa y equipo se volvieron transparentes y prácticamente imperceptibles en mitad de la oscuridad reinante.

Reanudé la marcha en dirección a la enorme torre. Avancé agazapado entre las sombras, pegado a las paredes, sin que mis pisadas levantaran polvo, sin que mi respiración pudiera oírse. Cada vez que un sonido llegaba a mis oídos, me detenía y esperaba pacientemente hasta descubrir su origen, que siempre era un gato callejero o un ronquido especialmente sonoro por parte de alguno de los residentes.
Tardé casi un cuarto de hora en recorrer la ciudad entera, tras la cual se elevaba una enorme colina en la que se distinguían dos caminos hasta la cima. Uno de ellos conducía a la torre en la que me había estado fijando. Tenía un total de nueve pisos, cada uno de dimensiones más reducidas que el anterior, y todos ellos rodeados por un diminuto tejado. De día debía de ser digna de admiración, pero de noche apenas podía apreciarse nada salvo su silueta.

De todas formas, no había ido para hacer turismo. Además, no era esa la torre que me interesaba, sino la que había en el otro camino. Se decía que había sido tan alta como su compañera, pero un incendio la había reducido a cenizas hacía más de un siglo. Todos los pisos se habían venido abajo y ahora solo quedaba en pie lo que un día fue la planta baja. De torre ya solo le quedaba el nombre.

Y en todo este tiempo nadie se ha tomado la molestia de reconstruirla... Casi me están haciendo un favor.

Comencé a subir la cuesta. El camino no estaba pavimentado como el resto de la ciudad, sino que estaba cubierto de tierra y arena, y temía que mis pisadas pudieran revelar mi posición.

–Lévita –susurré.

Comencé a flotar unos centímetros por encima del suelo. Era casi como estar volando, como pisar un suelo imaginario por encima del real. Avanzaba más despacio, pero aún tenía tiempo de sobra para alcanzar esa torre. La luna menguante me miraba con severidad y una nueva ráfaga de aire me golpeó.
Cuando al fin llegué a la parte alta, me oculté tras unos arbustos. No lo necesitaba, ya que seguía siendo invisible, pero toda precaución era poca. Tal y como esperaba, no había nadie haciendo guardia. O al menos no contaba con que se dejaran ver con facilidad. Posé la mirada en una parte del terreno a unos metros de mí, cerca de los restos de la torre.

–Geo –susurré.

La tierra se abrió y varias rocas surgieron de sus profundidades. Con un movimiento de mi mano, se estrellaron unas contra otras con estrépito y cayeron de nuevo al suelo. Inmediatamente escuché un correteo y no tardaron en aparecer tres hombres. Parecían mayores de sesenta años, vestían túnicas negras y tenían las cabezas afeitadas. Tenían más pinta de monjes que de guardianes.

–Conque estabais ahí...

Comencé a rodear el perímetro de la torre, aún invisible y suspendido sobre el suelo. Floté a su alrededor en busca de más guardias, pero no había más muestras de vida. Los tres hombres que había visto estaban solos y prácticamente desarmados.

Esto va a ser fácil.

Me acerqué hasta quedarme a pocos metros de ellos. No conversaban, sino que parecían envueltos en una profunda meditación, casi como durmieran, lo que me resultó muy ventajoso.

–Mutis –susurré.

Un brillo verde parpadeó en las gargantas de los monjes, que abrieron los ojos, alertados por la luz, aunque solo había lucido durante una fracción de segundo. Si hubieran hablado, tal vez se habrían dado cuenta del problema, pero parecían guardar un voto de silencio. Aguardé pacientemente a que volvieran a cerrar los ojos, después conté hasta veinte y pronuncié:

–Petra.

Los monjes abrieron los ojos de nuevo. Por un segundo temí que me hubieran oído, pero, si así fue como si no, fue al suelo, a sus pies, donde dirigieron su atención. Se levantaron los faldones de las túnicas y observaron con horror que la piel de las piernas se les estaba endureciendo y se tornaba de un color gris y áspero. Se miraron aterrorizados, sin comprender lo que ocurría, sin saber qué hacer, mientras la petrificación ascendía lentamente por sus cuerpos. Uno de ellos trató de correr, pero fue a darse de bruces contra el suelo. Otro se agachó para intentar ayudarle, pero, al tener las piernas petrificadas, cayó sobre él. El tercero abrió la boca, probablemente para gritar y pedir ayuda, pero yo me había adelantado: mi hechizo Mutis le impidió emitir sonido alguno. Se llevó las manos a la garganta, sorprendido, y comenzó a gesticular mirando al cielo y a los lados, con pánico en la mirada, mientras sus compañeros caídos, incapaces de levantarse, intentaban en vano incorporarse valiéndose de los brazos.
La parálisis tardó pocos segundos en llegar hasta sus cinturas. Sin que pudieran hacer nada por evitarlo, se acabaron convirtiendo en tres estatuas al cabo de poco más de un minuto.
En otras circunstancias habría sonreído, satisfecho de mi obra, pero sentí un pinchazo de culpa por haber hecho sufrir así a tres simples monjes. Deseé que no les hubiera dolido mucho, de modo que les lancé el hechizo Morfeo para sumirlos en el sueño y tumbé en el suelo con toda la suavidad que pude al que había quedado de pie. Así correría menos peligro, y despertarían más descansados y menos doloridos.

Volví a mirar a mi alrededor y confirmé que el altercado no había atraído a nadie. Me miré las manos: el efecto de mi hechizo de invisibilidad se estaba disipando, pero ya no lo necesitaba, pues no tenía que esconderme de nadie. Me acerqué a lo que quedaba de la torre.
Me encontraba en una sala sencilla de unos veinte metros cuadrados, con gran parte del techo derruido, por el que se colaban los rayos plateados de la luna, que iluminaban sutilmente el interior. Tal vez en el glorioso pasado hubo paredes que dividieran la planta en distintas estancias, escaleras que la comunicaran con los ya inexistentes pisos superiores, visitantes todos los días, incluso ricas decoraciones escultóricas y pictóricas.
Ahora todo estaba completamente incinerado, ennegrecido y lleno de escombros, y un fuerte olor a ceniza predominaba aún en el ambiente. Parecía que el tiempo se hubiera detenido tras el incendio. Era casi un milagro que aquellos cimientos chamuscados aún se mantuvieran en pie, porque daba la sensación de que una brisa podría echar abajo todo vestigio de la existencia de la torre, de que la lluvia podía convertirla en papel mojado.
Avancé lentamente y con cuidado hasta llegar al centro de la sala, que parecía algo más elevado que el resto de la planta. Metí la mano en mi bolsillo y saqué un cascabel. Era una esfera casi perfecta del tamaño de un puño, de un tono plateado y sujeto a un cordel de hilo rojo y blanco. Sostuve el cascabel por el cordón y lo hice sonar una, dos, tres veces.

Su agudo tintineo rebotó contra las paredes de la sala. Nada ocurrió al principio. Al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos, escuché algo que se arrastraba por el suelo, cerca de una esquina. Guardé el cascabel y me acerqué con el mismo cuidado con el que había entrado. Una losa del suelo se había desplazado para revelar un estrecho túnel subterráneo. Me dejé caer por el agujero, pero no era lo bastante profundo. Tuve que agacharme para caber entero. Extendí una mano hacia delante.

–Piro.

Una llama prendió sobre mi palma, que seguía algo translúcida, aunque ya era visible, y la giré para observar lo que me rodeaba. Estaba en un pasillo de piedra que parecía horadado por la propia naturaleza y no por la mano del hombre. Era estrecho y de apenas un metro de altura, por eso tenía que agacharme para poder avanzar. No había nada en el suelo y las paredes estaban vacías, carentes de muescas, adornos y siquiera bombillas que la alumbraran.
Al otro lado del túnel me pareció escuchar un tintineo idéntico al del cascabel y, casi arrastrándome, me dirigí a la dirección de la que provenía.

–Pero ¿qué estoy haciendo? Ni siquiera sé para qué he venido. Todo esto es inútil, lo he sabido desde el principio...

Pero había tomado la decisión hacía ya mucho tiempo. Cuando llegó a mis manos el cascabel, que era conocido por el nombre de Campana Clara, supe que no había vuelta atrás. Y ahora menos que nunca. Solo quedaba mantener viva la esperanza de que al otro lado del túnel se encontrara la salvación que ansiaba tan desesperadamente...

Y así avancé, a ratos encorvado y a ratos arrastrándome, con un dolor creciente en la espalda y en las piernas, hasta que mis ojos observaron un resplandor lejano.
Había llegado al templo.