Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

16 de enero de 2011

Interludio Segundo: Fuego sagrado

Tras varios agotadores días de viaje, al fin había llegado. La enorme ciudad se extendía ante mis ojos bajo un manto estrellado que parecía cubrirla como un velo místico. Una extraña brisa se levantó y me golpeó en el pecho, como si quisiera impedir mi entrada.

Las calles estaban desiertas, como era natural a esas horas de la madrugada. Lo observé todo con una triste melancolía: las pequeñas casas distribuidas como en una cuadrícula imaginaria, las luces de algunos de los establecimientos aún prendidas... y vislumbré a lo lejos una torre de notables proporciones, alzándose gloriosa por detrás de todas las edificaciones, como un rey observando a sus súbditos desde su trono.

–Tenue –susurré, y mi cuerpo, ropa y equipo se volvieron transparentes y prácticamente imperceptibles en mitad de la oscuridad reinante.

Reanudé la marcha en dirección a la enorme torre. Avancé agazapado entre las sombras, pegado a las paredes, sin que mis pisadas levantaran polvo, sin que mi respiración pudiera oírse. Cada vez que un sonido llegaba a mis oídos, me detenía y esperaba pacientemente hasta descubrir su origen, que siempre era un gato callejero o un ronquido especialmente sonoro por parte de alguno de los residentes.
Tardé casi un cuarto de hora en recorrer la ciudad entera, tras la cual se elevaba una enorme colina en la que se distinguían dos caminos hasta la cima. Uno de ellos conducía a la torre en la que me había estado fijando. Tenía un total de nueve pisos, cada uno de dimensiones más reducidas que el anterior, y todos ellos rodeados por un diminuto tejado. De día debía de ser digna de admiración, pero de noche apenas podía apreciarse nada salvo su silueta.

De todas formas, no había ido para hacer turismo. Además, no era esa la torre que me interesaba, sino la que había en el otro camino. Se decía que había sido tan alta como su compañera, pero un incendio la había reducido a cenizas hacía más de un siglo. Todos los pisos se habían venido abajo y ahora solo quedaba en pie lo que un día fue la planta baja. De torre ya solo le quedaba el nombre.

Y en todo este tiempo nadie se ha tomado la molestia de reconstruirla... Casi me están haciendo un favor.

Comencé a subir la cuesta. El camino no estaba pavimentado como el resto de la ciudad, sino que estaba cubierto de tierra y arena, y temía que mis pisadas pudieran revelar mi posición.

–Lévita –susurré.

Comencé a flotar unos centímetros por encima del suelo. Era casi como estar volando, como pisar un suelo imaginario por encima del real. Avanzaba más despacio, pero aún tenía tiempo de sobra para alcanzar esa torre. La luna menguante me miraba con severidad y una nueva ráfaga de aire me golpeó.
Cuando al fin llegué a la parte alta, me oculté tras unos arbustos. No lo necesitaba, ya que seguía siendo invisible, pero toda precaución era poca. Tal y como esperaba, no había nadie haciendo guardia. O al menos no contaba con que se dejaran ver con facilidad. Posé la mirada en una parte del terreno a unos metros de mí, cerca de los restos de la torre.

–Geo –susurré.

La tierra se abrió y varias rocas surgieron de sus profundidades. Con un movimiento de mi mano, se estrellaron unas contra otras con estrépito y cayeron de nuevo al suelo. Inmediatamente escuché un correteo y no tardaron en aparecer tres hombres. Parecían mayores de sesenta años, vestían túnicas negras y tenían las cabezas afeitadas. Tenían más pinta de monjes que de guardianes.

–Conque estabais ahí...

Comencé a rodear el perímetro de la torre, aún invisible y suspendido sobre el suelo. Floté a su alrededor en busca de más guardias, pero no había más muestras de vida. Los tres hombres que había visto estaban solos y prácticamente desarmados.

Esto va a ser fácil.

Me acerqué hasta quedarme a pocos metros de ellos. No conversaban, sino que parecían envueltos en una profunda meditación, casi como durmieran, lo que me resultó muy ventajoso.

–Mutis –susurré.

Un brillo verde parpadeó en las gargantas de los monjes, que abrieron los ojos, alertados por la luz, aunque solo había lucido durante una fracción de segundo. Si hubieran hablado, tal vez se habrían dado cuenta del problema, pero parecían guardar un voto de silencio. Aguardé pacientemente a que volvieran a cerrar los ojos, después conté hasta veinte y pronuncié:

–Petra.

Los monjes abrieron los ojos de nuevo. Por un segundo temí que me hubieran oído, pero, si así fue como si no, fue al suelo, a sus pies, donde dirigieron su atención. Se levantaron los faldones de las túnicas y observaron con horror que la piel de las piernas se les estaba endureciendo y se tornaba de un color gris y áspero. Se miraron aterrorizados, sin comprender lo que ocurría, sin saber qué hacer, mientras la petrificación ascendía lentamente por sus cuerpos. Uno de ellos trató de correr, pero fue a darse de bruces contra el suelo. Otro se agachó para intentar ayudarle, pero, al tener las piernas petrificadas, cayó sobre él. El tercero abrió la boca, probablemente para gritar y pedir ayuda, pero yo me había adelantado: mi hechizo Mutis le impidió emitir sonido alguno. Se llevó las manos a la garganta, sorprendido, y comenzó a gesticular mirando al cielo y a los lados, con pánico en la mirada, mientras sus compañeros caídos, incapaces de levantarse, intentaban en vano incorporarse valiéndose de los brazos.
La parálisis tardó pocos segundos en llegar hasta sus cinturas. Sin que pudieran hacer nada por evitarlo, se acabaron convirtiendo en tres estatuas al cabo de poco más de un minuto.
En otras circunstancias habría sonreído, satisfecho de mi obra, pero sentí un pinchazo de culpa por haber hecho sufrir así a tres simples monjes. Deseé que no les hubiera dolido mucho, de modo que les lancé el hechizo Morfeo para sumirlos en el sueño y tumbé en el suelo con toda la suavidad que pude al que había quedado de pie. Así correría menos peligro, y despertarían más descansados y menos doloridos.

Volví a mirar a mi alrededor y confirmé que el altercado no había atraído a nadie. Me miré las manos: el efecto de mi hechizo de invisibilidad se estaba disipando, pero ya no lo necesitaba, pues no tenía que esconderme de nadie. Me acerqué a lo que quedaba de la torre.
Me encontraba en una sala sencilla de unos veinte metros cuadrados, con gran parte del techo derruido, por el que se colaban los rayos plateados de la luna, que iluminaban sutilmente el interior. Tal vez en el glorioso pasado hubo paredes que dividieran la planta en distintas estancias, escaleras que la comunicaran con los ya inexistentes pisos superiores, visitantes todos los días, incluso ricas decoraciones escultóricas y pictóricas.
Ahora todo estaba completamente incinerado, ennegrecido y lleno de escombros, y un fuerte olor a ceniza predominaba aún en el ambiente. Parecía que el tiempo se hubiera detenido tras el incendio. Era casi un milagro que aquellos cimientos chamuscados aún se mantuvieran en pie, porque daba la sensación de que una brisa podría echar abajo todo vestigio de la existencia de la torre, de que la lluvia podía convertirla en papel mojado.
Avancé lentamente y con cuidado hasta llegar al centro de la sala, que parecía algo más elevado que el resto de la planta. Metí la mano en mi bolsillo y saqué un cascabel. Era una esfera casi perfecta del tamaño de un puño, de un tono plateado y sujeto a un cordel de hilo rojo y blanco. Sostuve el cascabel por el cordón y lo hice sonar una, dos, tres veces.

Su agudo tintineo rebotó contra las paredes de la sala. Nada ocurrió al principio. Al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos, escuché algo que se arrastraba por el suelo, cerca de una esquina. Guardé el cascabel y me acerqué con el mismo cuidado con el que había entrado. Una losa del suelo se había desplazado para revelar un estrecho túnel subterráneo. Me dejé caer por el agujero, pero no era lo bastante profundo. Tuve que agacharme para caber entero. Extendí una mano hacia delante.

–Piro.

Una llama prendió sobre mi palma, que seguía algo translúcida, aunque ya era visible, y la giré para observar lo que me rodeaba. Estaba en un pasillo de piedra que parecía horadado por la propia naturaleza y no por la mano del hombre. Era estrecho y de apenas un metro de altura, por eso tenía que agacharme para poder avanzar. No había nada en el suelo y las paredes estaban vacías, carentes de muescas, adornos y siquiera bombillas que la alumbraran.
Al otro lado del túnel me pareció escuchar un tintineo idéntico al del cascabel y, casi arrastrándome, me dirigí a la dirección de la que provenía.

–Pero ¿qué estoy haciendo? Ni siquiera sé para qué he venido. Todo esto es inútil, lo he sabido desde el principio...

Pero había tomado la decisión hacía ya mucho tiempo. Cuando llegó a mis manos el cascabel, que era conocido por el nombre de Campana Clara, supe que no había vuelta atrás. Y ahora menos que nunca. Solo quedaba mantener viva la esperanza de que al otro lado del túnel se encontrara la salvación que ansiaba tan desesperadamente...

Y así avancé, a ratos encorvado y a ratos arrastrándome, con un dolor creciente en la espalda y en las piernas, hasta que mis ojos observaron un resplandor lejano.
Había llegado al templo.

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