Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

21 de diciembre de 2010

XVII: Conversaciones de biblioteca

Los días siguientes al incidente del sótano me vi obligado a volver a clase contra mi voluntad. Había dejado de sentirme seguro en el Jardín, pero no podía comentar lo sucedido con nadie. ¿Qué profesor me iba a tomar en serio, qué excusa les pondría a mis compañeros de clase? Lo único que iba a conseguir es darle al responsable de mi secuestro la satisfacción de verme asustado.
Para mi desgracia, nada cambió. Por más que me había imaginado una escena en la que la policía irrumpía en el Jardín y se llevaba detenido a alguien del personal, no tenía muchas esperanzas de que ocurriera. De hecho, ni siquiera vi policías en todo ese tiempo: no vinieron a tomarme declaración, ni a vigilar el Jardín ni nada de nada. Era como si nunca hubiera estado encerrado. ¿Se lo habrían creído Leta y Kei? A lo mejor pensaban que me lo había inventado todo para llamar la atención.
Los primeros días me acercaba a preguntar a Ryuzaki cada vez que me cruzaba con él, pero siempre me contestaba lo mismo:

–La investigación sigue en curso.

No sabía si es que no estaba autorizado a darme información, si me la ocultaba para no preocuparme o si directamente estaba ignorando el asunto, pero al final me harté de ir detrás de él y me resigné a vivir con miedo en el que consideraba mi hogar.
Por suerte, contaba con el apoyo de Kei. Se sentía responsable de lo que me había pasado, aunque yo le insistía en que no era culpa suya y que ni siquiera sabíamos quién estaba detrás del incidente. Habíamos retomado los entrenamientos en los pocos ratos libres que teníamos y me esforzaba al máximo en ellos, pero me desmotivaba al pensar que las otras veces que me había visto en peligro no me habían servido de nada. En cualquier caso, Kei me acompañaba a casi todas partes, pero yo procuraba aprovechar los escasos minutos que me quedaba a solas en la habitación (cuando él se metía al baño, por ejemplo) para agacharme frente al armario y asegurarme de que el collar de Moltres seguía grapado ahí debajo. Acariciaba la tela con los dedos y me sentía un poco mejor.

También tenía la sensación de que mis compañeros de clase habían empezado a evitarme. No sabía si estaban enfadados conmigo por el cambio en el reglamento de las salidas o si era yo el que, en mi empeño por buscar cómplices del secuestro, trataba de evitarlos todo lo posible.
Poco a poco, intenté razonar que nadie quería mi cabeza. No tenía sentido que me hubieran atacado ahora, que me faltaban pocos meses para graduarme y abandonar el Jardín, momento a partir del cual sería mucho menos arriesgado venir a por mí. Si el grupo militar que secuestró al padre de Kei fue capaz de infiltrarse en el Jardín para encerrarme, habría sido más fácil que fueran directamente a por él y no a por mí, así que no le veía la lógica. La posibilidad que más sentido tenía era que el culpable fuera Seymour, pero ¿qué podía querer de mí? ¿El collar de Moltres? Si me lo hubiera quitado cuando me pilló con él en el patio, no habría sido capaz de impedírselo. La opción que parecía más razonable era que todo hubiera sido culpa de un fallo eléctrico, como sugirió Ryuzaki. Me había quedado encerrado por casualidad y no había más misterio. Pero cada vez que me acordaba de las puertas abriéndose y cerrándose de golpe delante de mí me convencía más de que no había podido ser un accidente.
Por más que trataba de tranquilizarme, empecé a observar con recelo a todo el mundo, pues no sabía en quién podía confiar y en quién no. Aprovechaba las clases o el comedor para tomar nota de los movimientos de la gente, de su comportamiento, de su forma de hablar, de cualquier cosa que me permitiera confirmar o descartar sospechosos.

Aquel día le tocaba a Gawain, uno de mis compañeros de clase. Era lunes y la semana había empezado por todo lo alto: con otra soporífera clase de historia de la profesora Grudo. Pero aquel día la lección me importaba menos que nunca: estaba más interesado en observar a ese chico.

Gawain estaba sentado dos filas por delante de mí, pero le veía perfectamente desde mi posición. Era caballero de profesión, lo que significaba que en combate utilizaba una táctica defensiva que complementaba con habilidades ofensivas... y que tenía motivos de sobra para dárselas de noble y de presumido. No me gustaba hablar con él, porque iba de entendido fuera cual fuera el tema de conversación, y siempre tenía que llevar la razón.
Tenía el pelo de color castaño claro, lo llevaba corto y le quedaba mucho mejor de lo que me gustaría admitir. Sus ojos eran azules, perfilados por dos cejas finas y elegantes. Me fijé también en la curva de su oreja, que parecía un poco enrojecida. A lo largo de los pómulos le empezaban a nacer unos cuantos pelos sueltos de lo que sería una futura barba. Me acaricié inconscientemente las patillas y la barbilla, como para comprobar que yo aún no tenía barba, aunque no estaba seguro de si habría preferido tener más o menos que él. Si hubiera tenido más, probablemente pensaría en lo mal que me quedaba y que debería afeitarme para no hacer el ridículo, mientras que teniendo menos me sentía inferior, como si estuviera mucho más lejos que él de convertirme en adulto.
Movió la mano para rascarse el lóbulo y algo en su muñeca reflejó la luz de las bombillas. Llevaba un reloj de plata. O a lo mejor no era de plata, pero brillaba como si lo fuera. Bajé la vista hacia mi muñeca. Yo llevaba un simple reloj digital con correa de plástico. Agaché la vista y me fijé en sus zapatos. Tenía los tobillos cruzados hacia atrás y los movía con inquietud. Las suelas de sus zapatos eran bastante grandes, debía de calzar un cuarenta y algo, y estaban completamente blancas, como si los zapatos fueran nuevos. Estiré mi pierna derecha a un lado de la silla y miré mi zapato de reojo. Ya tenía por lo menos un año y se notaba: estaba sucio, descolorido y presentaba bastantes grietas por el uso. Oí risitas a mi espalda y pensé que mis compañeros se estaban burlando de mí, o que se reían porque estaba mirando a Gawain, y agaché la cabeza mientras todo el cuerpo me empezaba a picar por culpa del pudor.

Quise pensar que no importaban ni mi aspecto ni mi ropa, que estaba en el Jardín para aprender y convertirme en un miembro útil de la sociedad... pero era fácil decirlo. Me sentía ridículo en comparación con Gawain, muy inferior a él. Para empezar, él era mucho más guapo, con sus ojos claros y su sonrisa afable. No era el tipo de belleza que me resultaba atractiva, como me pasaba con Ryuzaki y con el dragontino, sino el tipo de belleza que no tienes más remedio que admitir, aunque no sea tu tipo. El pelo le quedaba genial, mientras que yo me dejaba las greñas largas porque me daba pereza cortármelo y, cuando por fin lo hacía, me veía aún peor que antes. Él vestía de forma mucho más elegante que yo, que solo tenía la poca ropa que me podía comprar con la pensión de orfandad. No podía permitirme lujos como ropa de marca ni zapatos brillantes, sino que tiraba por lo práctico: camisetas anchas, pantalones cómodos y calzado deportivo; ropa que me permitía moverme con libertad y me iba a durar más tiempo que, por ejemplo, unos vaqueros.
Una gran desazón se apoderó de mí. Me sentí diminuto, insignificante en un mundo en el que no importaba. Siempre había soñado con ser Seed, alcanzar renombre y convertirme en una persona a la que la sociedad admirase... pero en aquel momento me parecía un objetivo inalcanzable. ¿Cómo iba a destacar entre Seeds más capaces y atractivos que yo, como Gawain, o más organizados y responsables, como Leta, o más fuertes y que inspirasen más confianza, como Kei? ¿Quién iba a contratar a un soldado que hiciera magia cuando cualquiera puede tirar granadas para imitar la magia Piro, o comprarse un táser y dar chispazos como si fuera Electro, o soltar un manguerazo a modo del hechizo Aqua?

Solo estás celoso de Gawain porque tiene familia y dinero, no porque de verdad sea mejor que tú –me dije–. Todo esto no son más que nervios: entre lo del sótano y que se acercan los exámenes estás muy nervioso y por eso la estás tomando con todo el mundo.

Pero sabía que era mentira. No estaba nervioso, sino desmotivado. Mi complejo de inferioridad estaba empezando a ganar la batalla contra mi autoestima. Pensaba que jamás iba a estar al nivel de los demás, jamás lograría igualarlos. Hiciera lo que hiciera, siempre iba a estar por debajo, no había forma de evitarlo. Llegados a ese punto... ¿no sería mejor rendirse y darlo todo por perdido?
 
–Así que a la imbécil de la reina Brahne –narraba mientras tanto la profesora– no se le ocurrió otra cosa que declararle la guerra a Lindblum. Y digo "imbécil" porque no hay otra palabra para definirla. Pero esto no me lo pongáis en el examen, ¿eh? ¿Estáis tomando nota? No, ¿verdad?

Saqué a desgana una hoja en blanco de mi carpeta para empezar a tomar apuntes y vi que solo me quedaban dos. Tenía que coger unas cuantas cuando volviera a la habitación, así que abrí mi agenda y anoté “coger más hojas”. Al hacerlo, me fijé en la fecha. Era 16 de noviembre. Esa semana cumplía los dieciocho años.

–¿Te cuento una cosa? –le pregunté a Kei, que estaba en la mesa de al lado.

No me hizo caso. Giré la cabeza para volver a llamarle y me quedé atónito al ver lo que estaba haciendo. Entre sus papeles y bolis había un par de tornillos. Él tenía un destornillador en la mano y lo giraba con brío por debajo de la mesa, pero tenía la vista fija al frente, para que no se notara lo que estaba haciendo. Las risitas de antes se repitieron; se habían estado riendo de lo que hacía Kei, no de mí.

–¡...! –no sé si lo que reprimí era un grito o una carcajada.
–Chitón –me dijo sin desviar la mirada–. ¿Qué pasa?
–No, la fecha. No me había dado cuenta, pero esta semana es mi cumple.
–Ya te vale, mira que olvidarte de tu propio cumpleaños...
–Ya, bueno, he estado muy ocupado encerrado en sótanos –nos empezamos a reír.
–A ver, vosotros dos –nos cortó la profesora, y se hizo el silencio en el aula mientras varios pares de ojos se giraban hacia nosotros–. ¿Queréis contar el chiste en alto, para que se ría toda la clase?
–Perdón –me disculpé rápidamente y agaché la cabeza sobre mi hoja en blanco.
–Más os valía estar tomando nota, que no os he visto hacer nada en lo que va de curso –nos riñó antes de proseguir con la lección.

Me sentí un poco avergonzado, pero la sensación duró poco. Mientras ella se esforzaba en explicar la clase con todo su esfuerzo, yo le correspondía tratando de evadirme de ella con todas mis ganas. Y mi mente voló una vez más, lejos del aula y de las demás personas allí presentes.

Lunes 16 de noviembre. Tenía los días contados antes de cumplir la mayoría de edad. Por un lado, era algo bueno, porque suponía cierta independencia y privilegios. Por ejemplo, podía salir del Jardín los días libres sin necesidad de pedir autorizaciones. Es cierto que salía poco, y Redea nunca se había negado a firmarlas, pero prefería no molestarla por tonterías, y era un alivio saber que disponía de esa libertad. Además, uno de los requisitos para convertirse en Seed era ser mayor de edad. Si alguien superaba las pruebas siendo menor, no podía ejercer como tal hasta cumplir los dieciocho.
Por otro lado, la mayoría de edad implicaba cierta seriedad. Llegaba la hora de la verdad, se acababan todos los tratos infantiles: iba a ser un adulto sujeto a normas y responsabilidades, el responsable directo de todas mis acciones.
En realidad, el cambio era más simbólico que otra cosa, porque sabía que mi vida no iba a cambiar de la noche a la mañana. Pero, aun así, esos últimos días como menor de edad me sentí... ¿cómo definirlo? ¿Expectante, como cuando se acerca el Año Nuevo y sientes que todo va a ser diferente? Supongo que el tiempo ha borrado las palabras con las que quería describirlo.

Después de otros cuarenta minutos que se me hicieron eternos, el timbre decidió sonar y poner fin al suplicio de aquella clase. Me estiré, recogí mis cosas y me acerqué a Kei.

–¡¿Estabas desmontando la puta mesa?! –le grité.
–¿No me creías capaz o qué?

Cícar se acercó a nosotros. Era otro compañero de clase, un guerrero alto, aunque no tanto como Kei, de tez morena y con el pelo negro y muy corto. Al verle, me aparté y volví a mi sitio, no porque le tuviera manía ni porque me cayera mal, sino porque... ¿y si el secuestrador era él?

–Macho, eres de lo que no hay –se rio Cícar, que le puso una mano en el hombro a Kei–. ¿Cómo se te ha ocurrido?
–Tengo experiencia, en mi Jardín viejo lo hacía todo el rato –presumió Kei.

Intenté no prestar atención a su conversación. En su lugar, abrí la agenda y empecé a dibujar estrellas y símbolos llenos de picos y de curvas hasta que noté una presencia a mi lado. Me acobardé hasta que vi que era Kei.

–¿Qué me ibas a contar? –preguntó.
–¿Eh? Ah, no, nada... Que esta semana es mi cumple.
–¿Qué tenías pensado hacer?
–Nada, la verdad.
–Pues el viernes nos vamos a Balamb a celebrarlo, ¿va?
–¿Qué? Vale, pero... mi cumple es el jueves –le contesté.
–Pero los jueves no dejan salir, hay clase al día siguiente.
–Cierto. Aunque tampoco hay mucho que hacer en Balamb...
–Eso es lo de menos, la cosa es salir y que nos dé el aire.
–Vale, puede estar bien.
–Nos podemos quedar en el Jardín si lo prefieres. Seguro que al tartaja le hace ilusión –me vaciló.
–Ahora que lo dices, me han hablado de un restaurante buenísimo en Balamb...

Kei se rio con fuerza.

–En realidad, sin contar lo de la Caverna de las Llamas, llevo desde principio de curso sin salir del Jardín –expliqué.
–Me acuerdo. Yo por lo de Saturos, pero, si no, igual que tú.
–Vaya par de antisociales estamos hechos.
–La sociedad es una mierda –me contestó.
–Pues sí. A la hora de comer se lo digo a Leta y miramos cuándo nos viene mejor.
–¿Y a quién más vas a invitar?
–A nadie –contesté algo confuso, como si me hubiera preguntado de qué color es el cielo. ¿No era evidente la respuesta?
–Macho, qué tristeza –dijo Kei–. ¿Tu otra amiga del orfanato no viene?
–¿Mako? Es de segundo grado, necesitaría un permiso especial.
–Coño, va con el mejor equipo de combate del Jardín, más segura no va a estar.
–Puedo preguntar a un profesor...

Eso dije, pero en realidad no pensaba preguntarle a nadie. Estaba empezando a alejarme de Mako poco a poco. No quería que se viera involucrada en secuestros ni en espíritus legendarios, pero, por encima de todo, había decidido salir de su vida. Cuatro años de diferencia implicaban que apenas coincidíamos, así que para cuando me hubiera ido no notaría mi ausencia. Estaba intentando acelerar el proceso sin decirle nada a ella, evitándola o cortando nuestras conversaciones antes de tiempo. Tenía otras amigas, otra vida. Decidí que ya no me necesitaba.
 
Además, seguro que deja de hablarme en algún momento del futuro. Como el resto de gente del orfanato... y de mi clase.

A la hora de comer, le comentamos el plan de mi cumpleaños a Leta, que comenzó a sugerir varios sitios en Balamb. Como Kei solo había estado allí dos veces y yo apenas salía, ninguno de los dos teníamos mucha idea de lo que decía. Yo quería buscar un sitio tranquilo y no muy caro para una cena sencilla, pero Leta nos habló de una feria artesanal que se celebraba el fin de semana. No era un especial admirador del tema, pero no perdíamos nada por probar. Además, lo importante, como había dicho Kei, era salir y despejarnos, olvidarme durante unas horas de Moltres, del sótano, del padre de Kei... y de que era un inútil sin futuro.

Aquella tarde la pasé estudiando en la biblioteca. Me las estaba arreglando bastante mejor de lo que me esperaba en la mayoría de asignaturas, pero tenía que ponerme las pilas en historia y filosofía. Me consolaba pensando que la teoría era lo difícil y que, en cuanto terminara el trimestre, empezaríamos con la práctica, que era mucho más amena, aunque también más exigente.
Al entrar en la biblioteca, me acordé de la conversación que tuve allí con Ryuzaki. “Necesito que confíes en mí”, me había dicho... Como si me hubiera servido de algo hasta el momento.
Me senté en la mesa que estaba más lejos de la que ocupé cuando entré con él, como para alejar el recuerdo, aunque tampoco había mucho espacio libre para elegir. Cuanto más se acercaban las evaluaciones, más gente iba a estudiar, a hacer deberes o, sencillamente, a leer. O así debía ser en la teoría. En la práctica se dedicaban a hablar en susurros que subían gradualmente de volumen y frecuencia hasta convertirse en cuchicheos y que continuaban exagerándose hasta que el profesor de guardia de turno tenía que ordenar silencio y sofocaba el ruido. Aunque solo durante un par de minutos, tras los cuales el ritual volvía a dar comienzo.
Aquel día no era una excepción. Yo estaba sentado en una mesa con una chica pequeña que ni siquiera me sonaba de vista. Intentaba, sin éxito, meterme en la cabeza batallas, fechas y personajes célebres que habían protagonizado los últimos siglos y, por si no me resultara ya bastante difícil, los odiosos susurros y risitas me quemaban todavía más. Solté un suspiro de exasperación.

–Buenas –me susurró una voz–. ¿Te importa si me siento?

Estaba tan ensimismado que pegué un respingo cuando lo escuché.

–No, claro.
–Gracias.

El dueño de la voz se descolgó la mochila del hombro y sentó a mi lado. Cuando lo hizo, un color muy intenso que provenía de su dirección atrajo mi mirada, así que miré de reojo para verlo mejor, pero eran solo unas muñequeras de color naranja.
Espera. ¿A quién conocía yo utilizaba muñequeras naranjas?
Miré hacia arriba y descubrí que el chico que me había hablado era el dragontino. Iba vestido igual que siempre: de negro y con sus distintivas muñequeras. Tenía la piel un poco pálida y lo parecía aún más en contraste con su ropa negra. El pelo, igual de negro, le caía por la espalda formando ondas curiosas. Nunca le había visto tan de cerca, ahora me podía fijar en que tenía la nariz y la barbilla afiladas y bien definidas.

–¡Ah! Hola –le saludé para no parecer inapropiado por mirarle tan de cerca.
–Hola. Eres el que desapareció hace poco, ¿verdad?
¿Ahora me he ganado un mote?
–Supongo –le respondí.
–Te he visto muchas veces, pero no nos hemos presentado. Me llamo Lisander.
 
Me tendió la mano. ¿Había venido a burlarse de mí por lo del sótano o solo pretendía ser amable? Para no darle motivos de sospecha, se la estreché, pero con poca fuerza, por si llevaba las muñequeras por recomendación médica y no por estética.

–Dívdax –respondí.
–Tenía curiosidad por hablar contigo. ¿Ya estás mejor? –me preguntó.
–¿Mejor de qué?
–La última vez te vi en la enfermería. Tenías un brazo mal, si no me equivoco.
–¡Ah! Sí. Sí, ya lo tengo mejor, gracias –me arremangué y lo estiré para que lo viera–. ¿Y tú? Supongo que tampoco estabas allí por gusto.
–Me dio un bajón de azúcar –me explicó.
–Vaya.
–No fue nada. Tuve suerte de que Belazor estuviera pendiente, se dio cuenta de que estaba malo antes que yo.
–¿Cómo? Ah, claro. Eres su nuevo compañero de habitación, ¿verdad?
–Sí. Tú el viejo, ¿no?
–Sí. Espero que te sea leve estar con él.
–Es un poco maniático, pero es llevadero.
–Bueno, tú espérate a que coja confianza...

Sonreí por mi broma, pero no sé si le hizo gracia.

–Pues sí, Belazor es muy atento para esas cosas –continué para quitarle hierro al asunto–. Por lo de tu bajón de azúcar, digo. Hubo un día que me aconsejó que no comiera carne, dijo que me iba a sentar mal. No le hice caso y me pasé toda la noche con retortijones.
–Lo sé, me lo ha contado.
–¿Sí?
–Habla mucho de ti.
–Espero que no te haya contado nada vergonzoso...
–No, no te preocupes.

Lisander sacó un libro y un cuaderno de la mochila, los abrió y comenzó a escribir. Me odié por traicionar a mis principios y al silencio de la biblioteca, pero me parecía antipático terminar la conversación tan de golpe. Además, había algo que quería saber.

–Oye... ¿te puedo preguntar algo?
–Claro, dime.
–¿Es verdad que eres un dragontino?
–Sí. Pensaba que ya lo sabía todo el Jardín.
–No, yo no. ¿Cómo es? Quiero decir, ¿qué tipo de disciplina? Sin magia, ¿no?
–Exacto. Hombre, puedo aprender hechizos fáciles, como Aero y Cura, pero en principio es sin magia.
–Ya veo. Gracias.
–No hay de qué.
Así que es un dragontino de verdad... Parece que los rumores eran ciertos. ¿Qué profesor le instruirá? Porque eso de los saltos...
–Tú eres mago negro, ¿no?
–¿Qué? Ah, sí. Y de los mejores –añadí con picardía.
–Eso está bien. Mi madre también era maga negra.
¿Qué respondo a eso? Ha dicho "era"... ¿Será que ha dejado la profesión, o algo peor? ¿Qué le digo? ¡Lo que sea, pero rápido, no te quedes callado!
–¿Hacía magia elemental o no elemental?
–Creo que más que nada no elemental.
–¿Magia azul? ¿De tiempo-espacio?
–No lo recuerdo. Era una maga muy fuerte, pero le gustaba mucho experimentar y... un día uno de los hechizos le salió mal. Yo tenía nueve años.
–Oh... Tuvo que ser... muy duro. Siento haber preguntado.
–Fue terrible. Pero me queda mi padre. Él fue quien me convenció para que me convirtiera en dragontino. O draconarius, como lo llama él.
–Al menos te queda tu padre. Yo soy huérfano, no llegué a conocer a ninguno de los dos.
–Sí, Belazor me ha contado que os conocéis del orfanato. Lo siento.
–No te preocupes. Redea nos cuidaba muy bien, es como si fuera mi auténtica madre.
–¿Quién es Redea?
–Nuestra madre adoptiva, la mujer del director Cid.

La conversación volvió a morir y esta vez no intenté reanudarla. De algún modo, las conversaciones de una biblioteca no tienen un final determinado. Intenté volver a lo mío, pero si ya me costaba estudiar con el jaleo reinante no digamos ya con Lisander al lado. Parecía concentrado en sus deberes, pero para mí era una incógnita que tenía mucho interés en descifrar. O a lo mejor es simplemente que me parecía mono. Por un momento se me pasó por la cabeza invitarle a venir con nosotros a Balamb, pero me parecía muy inapropiado. Acabábamos de conocernos, seguro que no le apetecía pasar la tarde con tres desconocidos... y, sobre todo, no quería arriesgarme a que Belazor se enterase e intentara acoplarse. Leta no me dejaría decirle que no.
Le miré de reojo, porque no me atrevía a mirarle directamente a la cara, de modo que solo me fijé en sus manos: tenía la izquierda apoyada en la mesa, junto al cuaderno, y se sujetaba la cabeza con la derecha mientras leía. Tenía los dedos muy finos, no me lo habían parecido tanto al estrecharle la mano.

De modo que se confirmaba que era dragontino. Éramos como dos polos opuestos: él era un guerrero que aprovechaba las alturas y la energía de la caída para acercarse a gran velocidad y atacar, mientras que yo hacía daño a distancia y me daban miedo las alturas. Yo era huérfano, pero tenía a Redea, que era como una madre para mí y que me enseñó el don de la magia, mientras que a él la magia le quitó a su madre y solo le quedaba su padre, que le había instado a convertirse en dragontino. O draconarius, lo mismo daba.
No, en realidad no daba lo mismo: si la memoria no me fallaba, los draconarii, plural correcto de draconarius, iniciaron la tradición de su arte y eran tremendamente fuertes, cabalgaban sobre auténticos dragones. Los dragontinos, sus sucesores, eran más débiles, debido fundamentalmente a la escasez de dragones. Hacía unos doscientos años que estas criaturas se habían convertido en una especie protegida y, como consecuencia, también descendió el número de draconarii, que tuvieron que buscar un nuevo modo de combate y así fue como se convirtieron en dragontinos. Al mismo tiempo, como es evidente, aumentó el precio de las espadas, corazas y pócimas y todo tipo de artículos elaborados con dientes, escamas, huesos y otras partes de dragones.
 
Ya te podías saber el examen de historia igual de bien que la vida de los dragones, capullo –me regañé–. La guerra de Alexandria dio comienzo en 1800, año en que la compañía de teatro Tantalus secuestró a la princesa Garnet...

No sé cómo lo hice, pero conseguí aprobar aquel examen. Por los pelos, sí, pero un aprobado es un aprobado. Un examen menos en mi camino hacia el futuro.

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