Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

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8 de febrero de 2011

XIX: Descansando del estrés



Leta se había puesto vaqueros, botines negros y un jersey de color fucsia. También llevaba en la mano una chaqueta de color negro, para cuando hiciera más frío. Se había recogido el pelo y se había dibujado una fina línea negra en el contorno de los ojos.
Kei llevaba pantalones negros y una sudadera del mismo color con dos calaveras dibujadas en los hombros. El largo mechón de su flequillo le tapaba el rabillo del ojo. Sobre la sudadera, una placa militar relucía al recibir la luz de las farolas.
Yo llevaba unos pantalones marrones medianamente formales y una sudadera de color blanco y gris. Había decidido estrenar las botas, que parecían zapatos normales cuando la parte superior estaba oculta dentro de las perneras. Además, por ridículo que parezca, me encantaba el sonido que producían al andar. Me hacían sentir como un villano de película.

Estábamos en Balamb y se respiraba un extraño aroma en el ambiente. O a lo mejor era yo, que casi temblaba de expectación. Eran las 20:30 cuando llegamos y debíamos estar de vuelta en el Jardín antes de las 0:00, lo que nos daba un plazo de unas tres horas para divertirnos.
El mes de noviembre es una mala fecha para las celebraciones: hace frío y la gente prefiere quedarse en casa. Es verdad que en diciembre hace todavía más frío, pero la gente sale más con la excusa de la Navidad, el consumismo y las lucecitas. Sin embargo, aquella noche de noviembre había bastante movimiento en Balamb. Se celebraba el mercadillo artesanal, como nos había dicho Leta, y nos dirigimos a la plaza para mirar los puestos.

Suerte que Balamb sea una ciudad grande y tenga celebraciones así –pensé–. Si no, no habría ni un local abierto y yo estaría celebrando mi cumpleaños muerto de asco en mi habitación... para variar. ¡No, no pienses en eso ahora, Div! Has venido a divertirte.
 
A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, aumentaba el volumen de las voces y se hacía más difícil avanzar entre la gente. Llegamos a la plaza, o al menos asumí que era la plaza, porque no había forma de identificarla entre la enorme cantidad de puestos y de personas que la llenaban. Estaba cortada al tráfico, la gente caminaba por la calle, se reían a voces, se paraban a mirar y a comprar... Era un completo caos, pero no me resultaba tan desagradable como el que se formaba al salir de clase en el Jardín. Quizá por ser una ocasión especial.
 
–¡Mirad, el puesto de orfebrería! –exclamó Leta.

Me giré hacia ella y vi que señalaba un puesto con un letrero de madera. Podía ver que tenían expuestos distintos artículos a la venta, pero no llegaba a distinguir ninguno desde tan lejos.
 
–¿Qué es, una joyería? –preguntó Kei.
–Parecido, pero no. Trabajan sobre todo con metales preciosos, como el oro.
–O sea, una joyería –repitió Kei.
–¡Que no! –insistió Leta, aunque le daba la risa–. En las joyerías venden... pues joyas y piedras preciosas. Aquí trabajan casi solo con metales.
–Lo importante –dije para que me hicieran caso– es que venden anillos, ¿no? ¡Muy bien, allévoy!
–Pero si ya tienes un montón de anillos, capullo –protestó Kei–, y nunca te los pones.
–Nunca se tienen suficientes anillos.
–Ni que fueras Sonic.

Me abrí paso entre la multitud, con los ojos fijos en los expositores, atraído por su brillo como una polilla hacia la luz. Tenían anillos, sí, pero también brazaletes, pendientes, pulseras, diademas, colgantes e incluso relojes.

Tardaría años en verlo todo –pensé.
–Bienvenidos, kupó.

Detrás del mostrador había un moguri, el encargado de la tienda. Para quien no haya visto nunca un moguri: son unos diminutos seres de color blanco con una capa de pelo tan fina que pueden pasar perfectamente por peluches. Tienen dos pequeñas alas de murciélago a la espalda, los ojos siempre cerrados, una enorme nariz y un pompón rojo sobre la cabeza que, por lo que se cuenta, es mejor no tocarles.

–Buenas –saludamos.
–No hay huevos a tocarle el pompón –me retó Kei, como si hubiera leído mi explicación de antes y quisiera picarme.
–¡Pues claro que no! –contesté.
–¿Buscáis algo en concreto, kupó?
–Gracias, solo estamos mirando –dije.

Casi todos los artículos eran puramente ornamentales o, dicho de otra forma, para hacer bonito y nada más. Pero también había unos cuantos elaborados con materias primas especiales que otorgaban habilidades especiales al ponérselos, igual que el anillo que me dio Ryuzaki y con el que resistí el fuego de Moltres.
 
No se lo llegué a devolver –recordé–. Debería buscarlo y dárselo.
 
Primero miramos estos últimos accesorios, que, como es natural, eran los más caros. Los había para todos los gustos, colores y tamaños y para casi cualquier parte del cuerpo. Algunos proporcionaban inmunidad frente a los elementos y ciertos hechizos, otros aumentaban el poder mágico o la velocidad... y otros tenían efectos tan complicados que ni siquiera me molesté en intentar entenderlos.

–Joder, mira este –decía Kei–. Te lo pones y te rebotan los ataques. ¡Eh, y este te vuelve invisible, todavía mejor!
–Son demasiado caros –suspiré–. Y tampoco los necesitamos.
–Pero nos podían venir muy bien. ¿Sabes lo que podría hacer yo con un anillo de invisibilidad?
–¿Darles collejas a Belazor y Ryuzaki?
–Entre otras cosas.
–Bueno, pues hazte mago y aprende a usar la magia Tenue.
–¡¿QUÉ?! ¿Que te puedes volver invisible con una magia y yo sin saberlo? Ya estás aprendiendo a usarla.
–Tus ganas. A tanto no llego. Para empezar, es magia arcana, o sea, que es difícil de cojones y solo para magos experimentados. Y segundo, no se puede lanzar y ya está. El efecto depende del poder mágico; si no tienes suficiente, igual solo te vuelves transparente y se te sigue viendo, como si fueras de cristal. Y si la lanzo yo, que aún no puedo ni con los hechizos de nivel 3, imagínate.
–Pues vaya –suspiró.
–Quien algo quiere, algo le cuesta. Así que te toca empezar a ahorrar si quieres volverte invisible.

Por su parte, Leta buscaba accesorios cuyos efectos resultaban más prácticos a largo plazo.

–Este collar regenera la magia según andas. Nos vendría bien para lanzar hechizos más rato.
–Un collar así sería perfecto para ti, que puedes curarnos. Los demás no podemos hacer nada sin ti.
–Lo dices como si sirviera de algo en combate...
–Eres la más importante en combate –insistí–. ¿Cómo crees que habríamos aguantado la Caverna de las Llamas de no ser por ti?
–Pero yo no puedo hacer daño...
–Eso tiene solución. Te compramos un bate de béisbol y que Kei te enseñe a repartir como hace él con Blackrose.
–La clave está en acertar en las articulaciones –explicó como si fuera un profesional. 
 
Leta se echó a reír y su rostro brilló como toda la joyería que nos rodeaba. Me sentía tan feliz con ella y con Kei, tan relajado, que hasta el pasatiempo más soso del mundo se convertía en una actividad inolvidable.
La mercancía que el moguri tenía a la venta era apasionante, pero se nos iba del presupuesto y tampoco necesitábamos nada, así que poco a poco fuimos pasando a la joyería sin poderes, que era bastante más barata, pero igual de elegante para mi gusto. También era más colorida, quizá porque los materiales eran más baratos o porque a la clientela más elitista no le gustaba salirse del dorado y el plateado.
Mis ojos examinaban a gran velocidad lo que había expuesto. Había anillos de tela, de cuero, de metal, ¿de hilo? Jamás pensé que se podría confeccionar accesorios con tanta variedad de materiales. Mientras tanto, oía a Leta explicarle a Kei la historia del mercadillo.

–Aquí todo lo que venden es artesanal. Sobre todo lo de los moguris, son trabajadores muy dedicados.
–Quién lo diría, con esas patitas.
–¡Shhh! No te burles de ellos.
–¡Como si no lo hubieras pensado tú también!
–¡Ji, ji! Bueno, sí que son bastante monos.
–¿Cómo crees que hacen para coger los martillos en la forja?
–¿Tendrán ayudantes? No lo sé...
 
Mi reflejo en el cristal que protegía los anillos sonreía. Mis labios flotaban sobre un anillo especialmente llamativo que me incliné para estudiar más de cerca. Era un aro metálico sencillo, pero a lo largo de la superficie tenía dibujadas varias formas circulares de distintas dimensiones. Algunos de esos círculos deformados estaban dentro de otros, unos eran blancos, otros negros. El diseño era cautivador, incluso hipnótico. Supe que era para mí.
 
–Disculpe, ¿cuánto cuesta este?
–¿El anillo orbicular? ¿Quieres probártelo primero? 
–¿Puedo?

Como respuesta, el moguri levantó el cristal que protegía los anillos. Se abría hacia fuera, de modo que servía a modo de pantalla para que el posible cliente no pudiera llevarse nada. Cogió el anillo, volvió a cerrar el cristal y me lo dio en la mano.
Acaricié los círculos. No eran dibujos, sino que tenían relieve y resultaba extrañamente satisfactorio rozarlos con las yemas. Me lo metí en el dedo anular de la mano izquierda. Entró sin ofrecer resistencia, tenía el espacio justo para poder girarlo, pero no estaba lo bastante suelto como para que se me saliera solo, y también me lo podía sacar sin problema.
 
–Me lo llevo –dije sin pensarlo dos veces.
–Serán trescientos guiles, kupó.

Saqué la cartera del bolsillo y conté las monedas. Solo llevaba unos mil quinientos guiles conmigo. Una quinta parte de mis ahorros actuales hasta que cobrase la pensión de orfandad... Pero qué demonios, un día es un día, y me merecía un regalo de cumpleaños. Saqué los trescientos y se los di al moguri. 

–Muchas gracias, kupó. Volved pronto.
–Sigo diciendo que tienes demasiados anillos –protestó Kei mientras nos alejábamos
–¿Te da envidia? Si quieres, te compro uno.
–Que no, coño. Yo para qué voy a querer anillos.

Empecé a recorrer con el anular derecho los surcos de las formas del anillo.
Seguimos caminando entre puestos de ropa y de juguetes y no tardó en llegarme el olor de la comida recién hecha.


–Qué bien huele –dejó caer Leta.
–¿Qué os apetece cenar? –pregunté.
–Vamos a ver qué tienen. 
 
Había tanta variedad de comida en los puestos como de accesorios en la tienda del moguri. En unos preparaban carne a la parrilla, se oía el chisporroteo en la sartén y el intenso olor me hacía la boca agua. En otros, asaban la carne delante de una fogata. Luego pasamos por un puesto de encurtidos y torcí la nariz. No me gustaban nada, y menos aún el olor acre del vinagre. También había puestos de frutos secos garrapiñados, otros con manzanas de caramelo y algodón de azúcar, los más modestos tostaban castañas y mazorcas.

–Yo creo que me voy a pillar un bocata de panceta –dije.
–Yo igual también, huelen que te mueres –dijo Leta.
–Pues yo uno de chistorra –dijo Kei.

Hicimos cola en uno de los puestos. Los trabajadores estaban tan atareados que casi me daba pena darles más trabajo, pero, al fin y al cabo, para eso estaban allí, ¿no?
Nos tomaron nota de la comida, pagamos y empezaron a prepararla. Yo me quedé esperando para recogerla mientras Leta y Kei buscaban un sitio en el que sentarse. No tardé en ver a uno de los cocineros colocando varias lonchas de panceta sobre una placa de hierro. Empezaron a chisporrotear al instante.

–Me da que eso es para mí –me dije.
 
Miré a mi alrededor, a los asistentes del mercadillo. No conocía a nadie, como era de esperar; imaginé que había venido gente de muchas ciudades distintas. Me fijé en un chaval bastante mono varios puestos a lo lejos, tenía el pelo castaño muy corto, pecas en la nariz y los ojos verdes. No le quité la vista de encima hasta que empezaron a gritar mi nombre.
 
–¡Dívdax! –repetía el camarero–. ¡Dos de panceta y uno de chistorra!
–¡Soy yo, aquí! –le llamé mientras gesticulaba con los brazos. Era difícil hacerse oír entre la marabunta.

El camarero se acercó y me dio los tres bocadillos, cada uno metido en una bolsa de papel. Le di las gracias y me fui a buscar a Leta y a Kei. Me dirigí a la zona de los bancos, pero no los veía por ninguna parte. Al que sí vi fue al chico de antes, el de las pecas. Me quedé mirándole más tiempo del políticamente
correcto hasta que por fin encontré a Leta y a Kei en una escalera.

–¿No había un sitio más lejos? –protesté de broma cuando llegué.
–¿Qué pasa, querías estar más cerca de ese guaperas? –se rio Leta.
–¡Pero bueno! ¿Me estabas mirando?
–A ese sí que le comías la panceta, ¿eh? –se carcajeó Kei.
–¡Os recuerdo que tengo vuestra cena!
 
Fingí que estaba indignado, pero en realidad me estaba muriendo de la risa. Y un poco también de la vergüenza. Les di los bocadillos y me senté al lado de Leta, porque no había sitio junto a Kei. Saqué de la bolsa la punta de mi bocadillo y le di un mordisco. El pan crujió y el sabor salado de la panceta me llenó la lengua, pero estaba más caliente de lo que pensaba. Abrí la boca y traté de abanicarla con la mano para que la panceta se enfriara antes de tragármela.
 
–Pues está bien el mercadillo –dijo Kei.
–La verdad es que sí –coincidí después de tragar–. No venía desde que era muy pequeño.
–Yo vengo todos los años –dijo Leta–. Qué lástima que este año no esté el puesto de los juegos de mesa.
–¡Ya te lo conoces de memoria y todo! –dije–. Si es que sales una barbaridad.
–¡Eres tú el que sale poco! –me riño.
–¿Y es culpa mía?
–¡Pues a lo mejor sí! Deberías intentar ser más amable con la gente.
–Agh... –gruñí.

Me enfadé un poco. Quise decirle que no era mi intención ser borde, que quería llevarme bien con todo el mundo. Me habría encantado salir con Schío y el resto, hacer chistes con Gawain en clase, tal vez ligar con Lisander... Pero no era tan fácil, tenía miedo de lo que pudiera pasarme por confiar en la persona equivocada. Además, Leta era tan agradable que congeniaba a la perfección con todo el mundo, mientras que a mí me reconcomía la conciencia cada vez que me acordaba del desayuno con Mako el día anterior y de la reacción de Belazor cuando nos cruzamos. Si hubiera hecho mejor las cosas...
No, no era el momento de venirme abajo. Estaba celebrando mi cumpleaños, ¡nada de autocompadecerme! Leta no quería molestarme, sino ayudarme.

¿No pensabas ayer que tu vida iba a empezar a cambiar? ¡Pues es el momento de hacerlo realidad!
–Tienes razón –le dije–. Voy a intentar cambiar y llevarme mejor con todo el mundo.
–¿Lo prometes?
–Lo prometo –y lo dije completamente en serio.

Seguí comiéndome el bocadillo y me di cuenta de que Kei estaba muy callado.

–¿En qué piensas? –le pregunté.
–En que debería ser ilegal lo bueno que está esto –dijo antes de pegarle un enorme bocado a su cena.
–Como te atragantes, yo no te salvo –dijo Leta.
–¿Cuando nos atacan monstruos de fuego sí pero en un accidente doméstico no? –se rio Kei.
–¡Cualquiera te hace la maniobra de Heimlich, con lo alto que eres!

Me terminé el bocadillo y me limpié la grasa de la boca con un pañuelo.

–Bueno, pues creo que voy a por una mazorca. ¿Os compro algo?
–¿Tienes más hambre, cabrón? –me picó Kei.
–Es el postre –dije. Leta se echó a reír.
–Voy yo a por ella –se ofreció Kei–. ¿Te pillo algo, Leta?
–No, grafiaf –dijo con la boca llena. Aún le quedaba casi medio bocadillo sin comer.

Le di las monedas a Kei y se fue al puesto de las mazorcas para hacer cola. Miré a la gente que iba y venía mientras oía a Leta masticar a mi lado. El guaperas de antes ya no estaba a la vista. Una lástima.

–¿Qué opinas de Kei? –le pregunté a Leta.
–Es simpático –dijo–. Me hace gracia lo basto que es a veces, pero se nota que tiene buen corazón.
–Sí, es muy buen chico.
–¿Qué pasa? ¿¿Te gusta??
–¿Qué? ¡No! No te lo preguntaba por eso.

Apoyé las manos en el escalón, pero estaba bastante frío, así que las dejé en el regazo.

–Hacía mucho tiempo que no me quedaba solo contigo. Por eso preguntaba.
–Es verdad. Desde que llegó Kei pasas más tiempo con él que conmigo.
–Uy, uy, uy. ¿Estás celosilla?
–No. Es normal que estéis tanto tiempo juntos, compartís habitación y todo. Además, ya sabes que a mí lo de entrenar no me hace mucha gracia.
–No quiero que te sientas excluida. Sigues siendo mi mejor amiga y nada va a cambiar eso.
–Lo sé.
–Un momento. ¡No te gustará Kei a ti! ¿Por eso estás celosa?
–¡Qué dices! Somos amigos, nada más. Y te he dicho que no estoy celosa.
–Vaya, vaya, la gatita enseña las uñas –me reí.

Me dio un codazo y yo levanté las manos para amenazar con revolverle el pelo, aunque no llegué a tocárselo, porque no quería llenárselo de grasa y migas. Así estábamos cuando volvió Kei, con una mazorca en cada mano.

–¿No me puedo ir ni dos minutos sin que os saquéis los ojos? –dijo.
–¿Qué eres ahora, nuestro padre? –me burlé.
–Soy el mayor por edad y por tamaño. Eso me convierte en vuestro responsable.
–Pues estamos apañados... –dijo Leta.
 
No lo pude evitar y estallé en carcajadas.
 
–¡Ahí te ha pillado! –conseguí decir entre risas–. Qué gratuito. ¡Me meo! 
–¡Pero bueno! –protestó Kei, aunque él también se estaba aguantando la risa.
 
Alargué la mano hacia Leta y la chocó conmigo.
 
–¿A que te quedas sin mazorca, por listillo?
–¡No, no, no, porfa! Me portaré bien... Keiichi
–dije su nombre completo con sorna.

Esta vez fue Leta la que empezó a reírse como una descosida.
 
–Pero ¡qué os ha dado de repente conmigo! –gruñó Kei entre risas.
 
Las mazorcas estaban atravesadas a lo largo por un palo. Kei me tendió la mía por uno de los extremos, la cogí y empecé a mordisquearla. El maíz estaba muy bien tostado y se notaba el sabor de la mantequilla. Nos quedamos un rato en silencio, Kei y yo comiendo nuestras mazorcas y Leta terminándose el bocadillo.
 
Cuando acabamos, me levanté y me sacudí las migas del regazo. Se me había quedado el culo frío de estar sentado. Leta y Kei también se levantaron y seguimos dando vueltas entre los puestos hasta que terminamos de verlos todos. Leta se quedó un buen rato mirando pañuelos hasta que se decidió por uno de tono verde vidrio. Se lo ató alrededor del cuello.

–¿Y ahora qué? –pregunté–. ¿Sugerencias?
–Podemos ir a la disco –propuso Leta.
–¿A ese horror con música a tope y luces infernales? –me quejé.
–Era por dar ideas...
–¿Y por qué no? –dijo Kei–. Yo me apunto.
–Bueno, hace frío y no me quiero volver al Jardín tan pronto –dije. Miré el reloj, aún eran poco menos de las diez–. Está bien. ¿Sabes dónde está?
–Sí, venid conmigo.
 
Nos alejamos del mercadillo y Leta nos guio por las calles de Balamb. Me hacía gracia el contraste de pasar de un mercadillo tradicional a un sitio tan moderno como una discoteca. Poco a poco, se empezaba a oír música alta en el aire y llegamos hasta un local con bastante jaleo cerca de la estación de trenes. Respiré hondo antes de entrar, como si fuera un lugar contaminado.
El sitio estaba oscuro, alumbrado solo por luces que parpadeaban y focos móviles, y mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la iluminación. No era exactamente una discoteca, sino más bien una sala de conciertos, pero estaba bastante llena y la música hacía daño en los oídos de lo alta que estaba, así que al poco de entrar ya estaba deseando salir. Me giré para hablar con Leta y Kei.

–Bueno, ¿qué se hace en estos sitios? –pregunté de coña–. ¡Eh! ¿Y Kei?
–¡¿Qué?! –gritó Leta para hacerse oír entre el ruido.
–¡Que dónde está Kei! –le grité yo a ella.

Miramos alrededor, pero no se le veía por ninguna parte. Y era difícil no ver a Kei entre la multitud.

–¡Pero si estaba aquí ahora mismo! –dijo Leta.

Justo en ese momento se paró la música y hablaron por megafonía.

–¡Atención! ¡Atención todo el mundo!
–¿Ese no es Kei? –pregunté.
–¡Pero qué hace en la sala del pinchadiscos! –dijo Leta, atónita.
–Atención –anunció Kei por el altavoz–. ¡Esto es una redada! –la gente se puso tensa de pronto y un par de personas echaron a correr–. ¡Que no, que es broma! ¡Hoy es el cumpleaños de mi amigo Dívdax, así que felicitadle todos! Y si a alguno de vosotros le va el rollo de... Ya sabéis...

En ese momento quise que me tragara la tierra. Menos mal que nadie sabía quién era y no me iluminaron con los focos, porque de lo contrario habría matado a Kei. Cuando volvió con nosotros, estaba tan avergonzado que no supe qué decirle y simplemente me quedé cerca de Leta, intentando imitar sus pasos de baile.
En el rato que estuvimos ahí dentro le entraron un par de chavales jóvenes y uno no tan joven, y yo me sentí un poco cohibido, como si pudieran ponerse agresivos conmigo por verme cerca de ella. Se darían cuenta de que solo éramos amigos... ¿verdad?
Cada pocos minutos, la música paraba y una mujer vestida de rojo brillante anunciaba al siguiente grupo. Todos parecían aficionados, no mucho mayores que nosotros, y tocaban canciones que se parecían bastante. No me pareció que ninguna destacara hasta que subió al escenario un grupo que se hacía llamar Unleashed.


El guitarrista, que también era el vocalista, llevaba una camisa negra de manga corta, tenía los brazos plagados de tatuajes, barba de dos días y el pelo alborotado, con unos mechones rubios y otros de color negro. Era algo mayor que el resto de cantantes. Pero no fueron su estética ni su música lo que me llamó la atención, sino la letra de su canción.

“Es hora de huir
Me largaré de aquí
Y sin mirar atrás”.

La melodía me cautivó desde el segundo uno y me puso la piel de gallina, como si estuviera escrita para mí.

“Pues sé que llegaré
Donde nadie nunca fue
Y sin mirar atrás”.

Me resultaba tan familiar, tan cercana, que llegué a pensar que la había escuchado antes.

“¿Cómo sabré cuándo he llegado?
¿Y cuándo me tendré que ir?

Todos empezamos de cero,
Pero no hay que temer,
La posibilidad
Es infinita.
 
La noto, la siento,
Por fin la voy a alcanzar,
Esta posibilidad.

La noto, la siento aquí,
Estaba dentro de mí
Y me dio la libertad
De la posibilidad”.

La letra hablaba del miedo a perder la oportunidad, de lo abrumadora que puede llegar a resultar la libertad, pero, sobre todo, de la posibilidad. “La posibilidad es infinita”, repetía el vocalista. Ante nosotros se abrían caminos ilimitados. Nuestro futuro era un lienzo en blanco y nosotros sosteníamos el pincel: podíamos hacer cualquier cosa, ¡podíamos hacerlo todo! Nuestras posibilidades eran infinitas.
 
En ese momento fui consciente de todo lo que me había estado perdiendo en los últimos años. Por haber pensado mal de las discotecas no había conocido esa euforia ni canciones tan buenas como esa. Por no haberme llevado bien con mis compañeros de clase no me había divertido con ellos como me estaba divirtiendo ahora con Kei. Tenía que cambiar. ¿Quién sabe qué más me habría estado perdiendo hasta entonces? Decidí que a partir de ese mismo día iba a cambiar mi forma de ser.
 
Sé que suena a cliché, pero sentí que la canción estaba dirigida solo a mí. El ritmo de la guitarra me atrapó por completo y, para cuando me quise dar cuenta, estaba coreando en primera fila con toda mi alma y saltando al ritmo de las notas. Aquella canción me llenó de inspiración, me sentía capaz de hacerlo todo. Me empapé de cada palabra y me sentí completamente en sintonía con el mensaje. Cuando acabó, vitoreé al grupo con todas mis fuerzas y lo único que me dio pena fue que la canción y que aquella noche no durasen para siempre.

31 de enero de 2011

XVIII: Mayor de edad

Sonó el despertador.
Extendí el brazo para desactivarlo y sentí que lo estaba apagando por última vez. Bostecé y me estiré antes de levantarme, con la sensación de que mis acciones marcaban a la vez el fin de una vida vieja y el comienzo de una nueva, como si todo lo que hiciera aquel día tuviera que servirme de modelo para el resto de mi vida.

–Estúpida mente humana –refunfuñé.

Entré en el baño. Mientras me lavaba las manos, vi algo completamente distinto en mi reflejo. Mi pelo seguía siendo violeta y me rozaba los hombros. Mis ojos seguían teniendo un color a juego. Mi nariz, mis orejas, frente y barbilla seguían iguales. Tampoco habían cambiado mi altura, peso ni color de piel; todo estaba como siempre... pero diferente a la vez. Seguía siendo yo, pero estaba convencido de que veía algo distinto en el espejo.

–Estúpida mente humana –repetí.

Salí del baño, me quité el pijama y empecé a vestirme. Para ese día había elegido ponerme pantalones y camisa negros, la vestimenta más popular entre adolescentes depresivos. Me limpié un poco los zapatos con un pañuelo, tampoco con mucho esmero, pero para dejarlos un poco más limpios. Solo quería sentirme bien en mi día.

Mientras tanto, Kei seguía metido en la cama. No daba señales de haber escuchado el despertador.

–¡Arriba, soldado! –le llamé.
–Cinco minutos más –ordenó, no pidió.
–¡He dicho arriba! ¡Vamos, cincuenta flexiones! ¡Hop, hop, hop! –y me empecé a reír.
–¿Qué te has tomado ya tan temprano? Mira que te dije que las anfetas no son para jugar.

Me abroché el último botón de la camisa y cogí una sudadera fina para ponérmela por encima al salir, que a mediados de noviembre ya hacía demasiado frío para salir solo con una camisa.

–Voy a desayunar, ¿te vienes o te quedas?
–Que sí, que ya voy.

Se levantó de la cama y se metió al baño. Mientras esperaba a que saliera, abrí la ventana para airear la habitación y me aseguré de tenerlo todo en la mochila para las clases del día. También abrí uno de mis cajones de la mesa y saqué una pequeña caja de color naranja.
Dentro de esa caja guardaba una humilde colección de anillos que había ido reuniendo con los años: uno fue un regalo de cumpleaños, otro me lo encontré tirado en el suelo, otro me lo compré yo porque me pareció muy barato... No tenía más que cinco, pero eran mis posesiones más queridas. El que me puse aquel día era un simple aro plateado que no tenía decoración alguna, pero por algún motivo era mi favorito.
Noté que moqueaba, así que cogí un pañuelo para sonarme la nariz. Al retirarlo, lo encontré manchado de sangre.

–Hacía mucho –gruñí.

Me tapé la nariz con el pañuelo y me miré la camisa. Afortunadamente, no me la había manchado.

–Por cierto, feliz cumpleaños –me felicitó Kei desde el baño.
–¡Gracias! ¿Te falta mucho?
–Tío, no me metas prisa.
–Es que mi nariz de ha vuelto emo.
–¿Eh?

Aún no me había pasado en lo que llevábamos de curso, pero lo cierto es que me sangraba la nariz con bastante frecuencia. La hemorragia tardaba un buen rato en cortarse y era una sensación realmente incómoda.

En cuanto Kei salió del baño, entré tras él a la velocidad del rayo. Puse la cabeza encima del lavabo y tuve la genial idea de retirar el pañuelo de la nariz. La sangre comenzó a gotear y a salpicarlo todo, tiñendo de rojo la blanca porcelana del lavabo.

–¿Qué te pasa?
–Nada, un mal menor. Se me pasa rápido.
–Anda, que vaya forma de empezar los dieciocho, desangrándote en el baño –me dijo.

Me empecé a reír mientras intentaba coger el papel higiénico con la mano que me quedaba más cerca del rollo. La postura era la siguiente: yo estaba de pie, con las rodillas ligeramente flexionadas, el cuello estirado sobre el lavabo para alejar la cabeza de la camisa todo lo posible, y me tapaba la nariz con la mano derecha, mientras que, con el brazo izquierdo, extendido todo lo que me permitían las leyes de la física, intentaba alcanzar el rollo de papel, del que me separaban tres miserables centímetros. Habría sido más fácil volver a taparme la nariz con el pañuelo y coger el rollo directamente, pero no quería arriesgarme a que se escapase alguna gota y me destrozara la camisa.

Si lo sé no me la pongo. O mejor, no me sueno la nariz.

Después de lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano, conseguí alcanzar el papel. Corté un trozo, hice una pequeña bola y me la metí en la nariz tan dentro como pude para taponar la vía de escape de la sangre. Ahora solo tenía que dejarla ahí quieta un buen rato y el sangrado se acabaría cortando solo.

–¡Ya está! –anuncié–. Pasó el peligro.

Me miré de arriba abajo y me alegré al ver que, milagrosamente, no me había manchado la ropa. Abrí el grifo, limpié el lavabo, que parecía el escenario de una matanza, y me lavé las manos cuando terminé.

–A ver si ahora te voy a tener que esperar yo a ti –gruñó Kei, que se estaba atando los zapatos.
–¡A que cobras! –le respondí.

En cuanto salimos al pasillo nos encontramos con Leta, que nos estaba esperando. Se lanzó sobre mí para darme un abrazo.

–¡Felicidades! –me deseó, radiante de felicidad.
–Gracias –contesté abrumado.
–¡Qué guapo te has puesto!
–Yo qué va...
–¿Qué tal? ¿Te sientes raro, distinto...?
Completamente.
–No –mentí–. De momento, todo normal.

Nos fuimos a desayunar. La cafetería estaba como todos los días, nadie me prestó más atención de la habitual. Bueno, nadie excepto Mako, que se acercó para felicitarme y se sentó en la silla que quedaba libre de nuestra mesa de cuatro.

–¡Felicidades, chico del cumple! –dijo mientras dejaba su bandeja.
–Mako... Gracias por acordarte.
–¿Pensabas que se me iba a olvidar? –dijo con fingida indignación–. ¿Qué tal estás?
–Pues bien, como todos los días...
–Como todos no, que casi se desangra en el baño –se rio Kei.
–¡Pero te quieres callar! –le regañé de broma.
–¿Cómo que te desangrabas, qué ha pasado? –preguntó Mako.
–Naaada, que me ha sangrado un poco la nariz, no te preocupes.
–No veas cómo ha dejado el baño –volvió a intervenir Kei.
–¡Pero bueno! ¡Lo habrás limpiado! –dijo Leta.
–Sí, mamá –le contesté con retintín.

Ella me dio un codazo y yo cogí mi taza para taparme la cara mientras bebía y disimular un poco mi vergüenza. Me sentía un poco incómodo con Mako, pero no por su culpa, sino por la mía. Después de todos los esfuerzos que había hecho por evitarla en las últimas semanas, no me merecía que me felicitara el cumpleaños ni que fuera amable conmigo. ¿No debería estar molesta, resentida? ¿No se daba cuenta de que estaba intentando que me echara de su vida por su propio bien? ¿O era yo el que estaba actuando de forma egoísta?

Un cuarto de hora después, terminamos el desayuno y nos despedimos. Mako se fue a su clase y nosotros a la nuestra. Empezaron a llegar los alumnos no internos del Jardín y las clases dieron comienzo un día más. Me felicitó muy poca gente más, entre otros Dreak, un espadachín de cuarto al que conocía desde hacía tiempo, pero al que veía cada vez menos. Por un lado, prefería que se acordara poca gente de mi cumpleaños, porque no me gustaba ser el centro de atención. Pero, por otro, no podía negar que me habría gustado ser solo un poquito más popular...

En cualquier caso, las clases fueron tan anodinas como cualquier otro día. Me había mentalizado de que todo iba a ser diferente, pero llegó la hora de la comida y todo seguía igual. Nadie parecía haber notado nada; el mundo seguía adelante y me arrastraba consigo. Los profesores impartían su temario sin inmiscuirse en nuestras vidas, la gente formaba los mismos grupos de siempre, sonaba el timbre y todo el mundo volvía a sus casas...

Aunque sí que hubo algo distinto. Cuando terminaron las clases, Kei se quedó hablando con Cícar, de modo que bajé a la habitación yo solo. La sensación fue un poco rara, tan acostumbrado como estaba a que Kei me acompañara, pero no me sentí incómodo ni expuesto a ningún peligro. Dejé la mochila junto a mi cama y fui el primero del grupo en llegar al comedor. Justo antes de entrar, vi venir a Belazor por la dirección contraria, mi mirada se cruzó sin querer con la suya. Quise poner cara de disgusto y mirar hacia otro lado, o apretar el paso y entrar al comedor antes de que llegara hasta donde yo estaba y empezara a darme la lata. Era imposible que no se acordara de mi cumpleaños, seguro que insistiría en comer contigo y que lo celebráramos juntos.
Pero Belazor ni sonrió ni se acercó, sino que apartó la vista con arrogancia y siguió caminando en dirección a los dormitorios, sin abrir la boca siquiera.
Durante un segundo, me quedé clavado en el sitio antes de retomar el paso y entrar al comedor. Era raro que Belazor no quisiera hablar conmigo, y más aún en mi propio cumpleaños. ¿Estaría enfadado por algo? ¿Le habría sentado mal que hablara con Lisander en la biblioteca el otro día? ¿O sería que por fin había decidido dejar de seguirme como si fuera mi sombra? Por mi parte, estaba encantado, no digo que no. Es solo que me resultó... raro.

Sentí un pinchazo de remordimiento por dentro. Primero Belazor, después Mako... ¿Y si en realidad estaba siendo una mala persona por alejar de mi lado a los pocos amigos, cada vez menos, que todavía se preocupaban por mí?
Me senté en una mesa vacía, cogí el tenedor y empecé a arañar la servilleta de papel para apartar de mí esos pensamientos hasta que llegaron Leta y Kei. Esta vez no se nos unió Mako, así que dedicamos la conversación a decidir lo que íbamos a hacer en Balamb al día siguiente.

Tras la comida, ya de vuelta en nuestras habitaciones, me dediqué a hacer deberes para adelantar con ellos todo lo posible y no estar tan pillado de tiempo el fin de semana, ya que el viernes no iba ni a tocarlos. Ya se había pasado la emoción del cumpleaños y la rutina de siempre empezaba a asentarse... Al menos hasta las seis de la tarde, momento en el que dos suaves golpes en la puerta me devolvieron a la realidad.

–Esperemos que no sea el plasta de siempre –dijo Kei.
–¿Quién?
–Belazor.
–No... No creo que sea él.

Me acordé de la reacción que había tenido al cruzarse antes conmigo. Tenía que estar muy enfadado para haberse comportado así. Aunque eso significaba que dejaría de venir a molestarme, ¿no?

Mejor así– pensé.

Me levanté de la cama y abrí la puerta. Me encontré a Ryuzaki, al que no supe si saludar con una sonrisa de alivio porque no era Belazor, de ilusión porque había venido a verme, con una mueca de resentimiento por no haberme dicho nada del secuestro, o de preocupación por si venía a decírmelo en aquel momento. Lo que me llamó la atención fue que con el brazo izquierdo sostenía un paquete sujeto a la cintura. Se me encendieron los ojos cuando vi que estaba envuelto en papel de colores.

–Feliz cumpleaños –me deseó.
–Gracias, Ryuzaki –le sonreí.
–Este regalo es de parte de Redea.
–¡Gracias!

Me tendió el paquete y no me avergüenza reconocer que intenté poner las manos justo encima de las suyas para poder rozarle los dedos. Los tenía muy fríos al tacto, pero el contacto no me resultó desagradable. Cuando tuve el paquete bien sujeto, él retiró las manos con naturalidad y me ruboricé un poco. Me quedé mirando al suelo, sin atreverme a alzar la mirada, hasta que noté una mano en el hombro.

–Voy un momento a la zona de entrenamiento –me dijo Kei–, creo que me he dejado una cosa.
–Vale –le dije.

Se alejó por el pasillo y Ryuzaki me habló.

–¿No lo vas a abrir?
–¿Qué? ¡Ah, sí!

Metí el regalo en la habitación y lo coloqué sobre mi cama. Era un paquete de tamaño mediano, de los que dejan su posible contenido completamente a la imaginación. Rasgué el papel, expectante por lo que me estuviera esperando dentro, y me encontré con una caja de cartón. Levanté la tapa y vi...

–¡Unas botas!

Las saqué de la caja. Eran dos botas de color marrón oscuro, de mi número y con suela firme y resistente. Parecían muy simples, pero me encantaron.

–Son geniales, de verdad.
–¿No te las vas a probar? –preguntó Ryuzaki, que seguía plantado en el marco de la puerta.

Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Mientras me desataba los cordones, me di cuenta de que tenía una pequeña mancha en el lateral del zapato.

Ojalá los hubiera limpiado mejor esta mañana. Espero que no se haya fijado...

Puse la bota derecha en el suelo y me agaché para meter el pie y abrochar los cordones. Al hacerlo, vi por el rabillo del ojo que Ryuzaki estaba descalzo, como siempre, y sentí una extraña camaradería hacia él por haberme quitado el zapato. Por un momento pensé en quitarme el otro también, pero no venía a cuento.
Cuando metí el pie en la bota, noté que había algo dentro. Lo saqué, metí la mano y encontré una pequeña tarjeta de felicitación.

“Hola, tesoro:
Siento no poder estar contigo en este momento tan importante de tu vida.
Recuerda que te quiero y te tengo siempre presente.
Mamá Rede”.

Sonreí con ternura al ver la nota. Me la guardé en el bolsillo y volví a ponerme la bota. Una vez abrochada, me levanté para evaluar cómo me quedaba y la respuesta era... genial. Se me ajustaba como un guante: no me apretaba, pero tampoco me bailaba. Me llegaba justo hasta el comienzo de la pantorrilla y la suela me hacía parecer un centímetro más alto, que puede parecer una tontería, pero a los bajitos nos hacen ilusión esas cosas. Además, tenía forro interno, así que eran unas botas perfectas para el invierno. En diciembre solía nevar por la zona, así que podía sacarles mucho partido.

–Muchísimas gracias, Ryuzaki.
–Te recuerdo que el regalo es de Redea, no mío.
–Bueno, pues gracias por traérmelas.
–Solo cumplo con mi trabajo.
¿No puedes aceptar el cumplido y ya está...?
–¿Te gustaría acompañarme un momento? –me preguntó.
–¡Sí, claro!

Ni siquiera le pregunté dónde quería llevarme. Sin pensármelo dos veces, cogí la llave y me sorprendí al notar que cojeaba. Todavía llevaba puesto uno de mis zapatos normales y una bota.

–Espera, que me cambio de calzado –le dije, un poco avergonzado.

Para no hacerle esperar, me quité la bota y me puse el otro zapato en lugar de ponerme la otra bota, por mucho que me apeteciera estrenarlas. Me puse la sudadera de por la mañana, me guardé la llave y salí de la habitación.

–¿Has pasado un buen día? –me preguntó mientras echábamos a andar–. No se hace uno mayor de edad todos los días.
–Ha sido un día muy bueno, la verdad.
–Está a punto de dar comienzo una etapa muy importante de tu vida.
–Lo sé.

Me llevó hasta el patio, que ya estaba casi en penumbra, apenas iluminado por los pocos rayos del sol que aún se resistían a desaparecer. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad.

–¿No tienes frío yendo descalzo? –le pregunté al darme cuenta de que estábamos pisando roca fría.
–Te acabas acostumbrando –se limitó a contestar, y no hice más preguntas.

Nos sentamos en un banco alejado, que no se podía ver desde el interior del Jardín. Me pregunté si Ryuzaki sabía que prefería tener privacidad, si era él mismo quien la buscaba o si nos sentamos allí solo por casualidad. Tampoco es que me importara mucho: estábamos sentados el uno al lado del otro, y con eso me bastaba. Mantuve la vista fija en el suelo, en mis zapatos. Me habría encantado girar la vista hacia él, pero me daba vergüenza mirarle. Qué coño, toda aquella situación me daba vergüenza.

–Recuerdo el día en que llegaste al Jardín –dijo al cabo unos segundos–. Estabas tan nervioso... Todo te llamaba la atención.
–No recuerdo mucho de mis primeros días aquí. Pero sí que estaba nervioso, sobre todo después de irme del orfanato. Pensaba que venía a un sitio horrible... Pero aquí he aprendido todo lo que sé y me he hecho más fuerte. Se lo debo todo al director Cid y a Redea.
–No todos son tan afortunados de tener padres como los tuyos.
–Lo sé. Supongo que al final sí que tuve suerte.

Sentía algo muy extraño cada vez que estaba cerca de Ryuzaki, ya me había dado cuenta hacía tiempo. Sentía un intenso calor en la cara y el pecho. Quería mirar sus ojos, acercar mi rostro al suyo y...

–A lo mejor ha sido una mala idea venir aquí –dijo–. ¿No tienes frío?
–No, para nada –y no mentí al decirlo–. Todo está bien.
–De acuerdo.

Nos quedamos de nuevo en silencio. Quería decirle tantas cosas... pero no me salían. Quería abrazarme a él, sentir los latidos de su corazón, su aliento...

Pero ¿qué narices estoy pensando?
–¿Te encuentras bien? –me preguntó Ryuzaki.
–No... ¡O sea, sí! Solo estoy un poco cansado.
–Entiendo. Estarás agotado después de toda la semana.
–No, no tampoco eso...
–Volvamos a tu habitación, ¿te parece bien?
–¡Que no es eso! ¡Yo quiero...! Quiero seguir aquí... contigo.

Ryuzaki pareció comprender y adoptó una postura más relajada. Apoyé las manos detrás de mí, eché la espalda hacia atrás y levanté la mirada al cielo, que había adquirido una tonalidad añil y empezaba a mostrar diversos puntos blancos. Era un momento único y sabía que jamás volvería a repetirse, pero era bonito pensar que, por un efímero instante, nuestros ojos miraban la misma estrella.

21 de diciembre de 2010

XVII: Conversaciones de biblioteca

Los días siguientes al incidente del sótano me vi obligado a volver a clase contra mi voluntad. Había dejado de sentirme seguro en el Jardín, pero no podía comentar lo sucedido con nadie. ¿Qué profesor me iba a tomar en serio, qué excusa les pondría a mis compañeros de clase? Lo único que iba a conseguir es darle al responsable de mi secuestro la satisfacción de verme asustado.
Para mi desgracia, nada cambió. Por más que me había imaginado una escena en la que la policía irrumpía en el Jardín y se llevaba detenido a alguien del personal, no tenía muchas esperanzas de que ocurriera. De hecho, ni siquiera vi policías en todo ese tiempo: no vinieron a tomarme declaración, ni a vigilar el Jardín ni nada de nada. Era como si nunca hubiera estado encerrado. ¿Se lo habrían creído Leta y Kei? A lo mejor pensaban que me lo había inventado todo para llamar la atención.
Los primeros días me acercaba a preguntar a Ryuzaki cada vez que me cruzaba con él, pero siempre me contestaba lo mismo:

–La investigación sigue en curso.

No sabía si es que no estaba autorizado a darme información, si me la ocultaba para no preocuparme o si directamente estaba ignorando el asunto, pero al final me harté de ir detrás de él y me resigné a vivir con miedo en el que consideraba mi hogar.
Por suerte, contaba con el apoyo de Kei. Se sentía responsable de lo que me había pasado, aunque yo le insistía en que no era culpa suya y que ni siquiera sabíamos quién estaba detrás del incidente. Habíamos retomado los entrenamientos en los pocos ratos libres que teníamos y me esforzaba al máximo en ellos, pero me desmotivaba al pensar que las otras veces que me había visto en peligro no me habían servido de nada. En cualquier caso, Kei me acompañaba a casi todas partes, pero yo procuraba aprovechar los escasos minutos que me quedaba a solas en la habitación (cuando él se metía al baño, por ejemplo) para agacharme frente al armario y asegurarme de que el collar de Moltres seguía grapado ahí debajo. Acariciaba la tela con los dedos y me sentía un poco mejor.

También tenía la sensación de que mis compañeros de clase habían empezado a evitarme. No sabía si estaban enfadados conmigo por el cambio en el reglamento de las salidas o si era yo el que, en mi empeño por buscar cómplices del secuestro, trataba de evitarlos todo lo posible.
Poco a poco, intenté razonar que nadie quería mi cabeza. No tenía sentido que me hubieran atacado ahora, que me faltaban pocos meses para graduarme y abandonar el Jardín, momento a partir del cual sería mucho menos arriesgado venir a por mí. Si el grupo militar que secuestró al padre de Kei fue capaz de infiltrarse en el Jardín para encerrarme, habría sido más fácil que fueran directamente a por él y no a por mí, así que no le veía la lógica. La posibilidad que más sentido tenía era que el culpable fuera Seymour, pero ¿qué podía querer de mí? ¿El collar de Moltres? Si me lo hubiera quitado cuando me pilló con él en el patio, no habría sido capaz de impedírselo. La opción que parecía más razonable era que todo hubiera sido culpa de un fallo eléctrico, como sugirió Ryuzaki. Me había quedado encerrado por casualidad y no había más misterio. Pero cada vez que me acordaba de las puertas abriéndose y cerrándose de golpe delante de mí me convencía más de que no había podido ser un accidente.
Por más que trataba de tranquilizarme, empecé a observar con recelo a todo el mundo, pues no sabía en quién podía confiar y en quién no. Aprovechaba las clases o el comedor para tomar nota de los movimientos de la gente, de su comportamiento, de su forma de hablar, de cualquier cosa que me permitiera confirmar o descartar sospechosos.

Aquel día le tocaba a Gawain, uno de mis compañeros de clase. Era lunes y la semana había empezado por todo lo alto: con otra soporífera clase de historia de la profesora Grudo. Pero aquel día la lección me importaba menos que nunca: estaba más interesado en observar a ese chico.

Gawain estaba sentado dos filas por delante de mí, pero le veía perfectamente desde mi posición. Era caballero de profesión, lo que significaba que en combate utilizaba una táctica defensiva que complementaba con habilidades ofensivas... y que tenía motivos de sobra para dárselas de noble y de presumido. No me gustaba hablar con él, porque iba de entendido fuera cual fuera el tema de conversación, y siempre tenía que llevar la razón.
Tenía el pelo de color castaño claro, lo llevaba corto y le quedaba mucho mejor de lo que me gustaría admitir. Sus ojos eran azules, perfilados por dos cejas finas y elegantes. Me fijé también en la curva de su oreja, que parecía un poco enrojecida. A lo largo de los pómulos le empezaban a nacer unos cuantos pelos sueltos de lo que sería una futura barba. Me acaricié inconscientemente las patillas y la barbilla, como para comprobar que yo aún no tenía barba, aunque no estaba seguro de si habría preferido tener más o menos que él. Si hubiera tenido más, probablemente pensaría en lo mal que me quedaba y que debería afeitarme para no hacer el ridículo, mientras que teniendo menos me sentía inferior, como si estuviera mucho más lejos que él de convertirme en adulto.
Movió la mano para rascarse el lóbulo y algo en su muñeca reflejó la luz de las bombillas. Llevaba un reloj de plata. O a lo mejor no era de plata, pero brillaba como si lo fuera. Bajé la vista hacia mi muñeca. Yo llevaba un simple reloj digital con correa de plástico. Agaché la vista y me fijé en sus zapatos. Tenía los tobillos cruzados hacia atrás y los movía con inquietud. Las suelas de sus zapatos eran bastante grandes, debía de calzar un cuarenta y algo, y estaban completamente blancas, como si los zapatos fueran nuevos. Estiré mi pierna derecha a un lado de la silla y miré mi zapato de reojo. Ya tenía por lo menos un año y se notaba: estaba sucio, descolorido y presentaba bastantes grietas por el uso. Oí risitas a mi espalda y pensé que mis compañeros se estaban burlando de mí, o que se reían porque estaba mirando a Gawain, y agaché la cabeza mientras todo el cuerpo me empezaba a picar por culpa del pudor.

Quise pensar que no importaban ni mi aspecto ni mi ropa, que estaba en el Jardín para aprender y convertirme en un miembro útil de la sociedad... pero era fácil decirlo. Me sentía ridículo en comparación con Gawain, muy inferior a él. Para empezar, él era mucho más guapo, con sus ojos claros y su sonrisa afable. No era el tipo de belleza que me resultaba atractiva, como me pasaba con Ryuzaki y con el dragontino, sino el tipo de belleza que no tienes más remedio que admitir, aunque no sea tu tipo. El pelo le quedaba genial, mientras que yo me dejaba las greñas largas porque me daba pereza cortármelo y, cuando por fin lo hacía, me veía aún peor que antes. Él vestía de forma mucho más elegante que yo, que solo tenía la poca ropa que me podía comprar con la pensión de orfandad. No podía permitirme lujos como ropa de marca ni zapatos brillantes, sino que tiraba por lo práctico: camisetas anchas, pantalones cómodos y calzado deportivo; ropa que me permitía moverme con libertad y me iba a durar más tiempo que, por ejemplo, unos vaqueros.
Una gran desazón se apoderó de mí. Me sentí diminuto, insignificante en un mundo en el que no importaba. Siempre había soñado con ser Seed, alcanzar renombre y convertirme en una persona a la que la sociedad admirase... pero en aquel momento me parecía un objetivo inalcanzable. ¿Cómo iba a destacar entre Seeds más capaces y atractivos que yo, como Gawain, o más organizados y responsables, como Leta, o más fuertes y que inspirasen más confianza, como Kei? ¿Quién iba a contratar a un soldado que hiciera magia cuando cualquiera puede tirar granadas para imitar la magia Piro, o comprarse un táser y dar chispazos como si fuera Electro, o soltar un manguerazo a modo del hechizo Aqua?

Solo estás celoso de Gawain porque tiene familia y dinero, no porque de verdad sea mejor que tú –me dije–. Todo esto no son más que nervios: entre lo del sótano y que se acercan los exámenes estás muy nervioso y por eso la estás tomando con todo el mundo.

Pero sabía que era mentira. No estaba nervioso, sino desmotivado. Mi complejo de inferioridad estaba empezando a ganar la batalla contra mi autoestima. Pensaba que jamás iba a estar al nivel de los demás, jamás lograría igualarlos. Hiciera lo que hiciera, siempre iba a estar por debajo, no había forma de evitarlo. Llegados a ese punto... ¿no sería mejor rendirse y darlo todo por perdido?
 
–Así que a la imbécil de la reina Brahne –narraba mientras tanto la profesora– no se le ocurrió otra cosa que declararle la guerra a Lindblum. Y digo "imbécil" porque no hay otra palabra para definirla. Pero esto no me lo pongáis en el examen, ¿eh? ¿Estáis tomando nota? No, ¿verdad?

Saqué a desgana una hoja en blanco de mi carpeta para empezar a tomar apuntes y vi que solo me quedaban dos. Tenía que coger unas cuantas cuando volviera a la habitación, así que abrí mi agenda y anoté “coger más hojas”. Al hacerlo, me fijé en la fecha. Era 16 de noviembre. Esa semana cumplía los dieciocho años.

–¿Te cuento una cosa? –le pregunté a Kei, que estaba en la mesa de al lado.

No me hizo caso. Giré la cabeza para volver a llamarle y me quedé atónito al ver lo que estaba haciendo. Entre sus papeles y bolis había un par de tornillos. Él tenía un destornillador en la mano y lo giraba con brío por debajo de la mesa, pero tenía la vista fija al frente, para que no se notara lo que estaba haciendo. Las risitas de antes se repitieron; se habían estado riendo de lo que hacía Kei, no de mí.

–¡...! –no sé si lo que reprimí era un grito o una carcajada.
–Chitón –me dijo sin desviar la mirada–. ¿Qué pasa?
–No, la fecha. No me había dado cuenta, pero esta semana es mi cumple.
–Ya te vale, mira que olvidarte de tu propio cumpleaños...
–Ya, bueno, he estado muy ocupado encerrado en sótanos –nos empezamos a reír.
–A ver, vosotros dos –nos cortó la profesora, y se hizo el silencio en el aula mientras varios pares de ojos se giraban hacia nosotros–. ¿Queréis contar el chiste en alto, para que se ría toda la clase?
–Perdón –me disculpé rápidamente y agaché la cabeza sobre mi hoja en blanco.
–Más os valía estar tomando nota, que no os he visto hacer nada en lo que va de curso –nos riñó antes de proseguir con la lección.

Me sentí un poco avergonzado, pero la sensación duró poco. Mientras ella se esforzaba en explicar la clase con todo su esfuerzo, yo le correspondía tratando de evadirme de ella con todas mis ganas. Y mi mente voló una vez más, lejos del aula y de las demás personas allí presentes.

Lunes 16 de noviembre. Tenía los días contados antes de cumplir la mayoría de edad. Por un lado, era algo bueno, porque suponía cierta independencia y privilegios. Por ejemplo, podía salir del Jardín los días libres sin necesidad de pedir autorizaciones. Es cierto que salía poco, y Redea nunca se había negado a firmarlas, pero prefería no molestarla por tonterías, y era un alivio saber que disponía de esa libertad. Además, uno de los requisitos para convertirse en Seed era ser mayor de edad. Si alguien superaba las pruebas siendo menor, no podía ejercer como tal hasta cumplir los dieciocho.
Por otro lado, la mayoría de edad implicaba cierta seriedad. Llegaba la hora de la verdad, se acababan todos los tratos infantiles: iba a ser un adulto sujeto a normas y responsabilidades, el responsable directo de todas mis acciones.
En realidad, el cambio era más simbólico que otra cosa, porque sabía que mi vida no iba a cambiar de la noche a la mañana. Pero, aun así, esos últimos días como menor de edad me sentí... ¿cómo definirlo? ¿Expectante, como cuando se acerca el Año Nuevo y sientes que todo va a ser diferente? Supongo que el tiempo ha borrado las palabras con las que quería describirlo.

Después de otros cuarenta minutos que se me hicieron eternos, el timbre decidió sonar y poner fin al suplicio de aquella clase. Me estiré, recogí mis cosas y me acerqué a Kei.

–¡¿Estabas desmontando la puta mesa?! –le grité.
–¿No me creías capaz o qué?

Cícar se acercó a nosotros. Era otro compañero de clase, un guerrero alto, aunque no tanto como Kei, de tez morena y con el pelo negro y muy corto. Al verle, me aparté y volví a mi sitio, no porque le tuviera manía ni porque me cayera mal, sino porque... ¿y si el secuestrador era él?

–Macho, eres de lo que no hay –se rio Cícar, que le puso una mano en el hombro a Kei–. ¿Cómo se te ha ocurrido?
–Tengo experiencia, en mi Jardín viejo lo hacía todo el rato –presumió Kei.

Intenté no prestar atención a su conversación. En su lugar, abrí la agenda y empecé a dibujar estrellas y símbolos llenos de picos y de curvas hasta que noté una presencia a mi lado. Me acobardé hasta que vi que era Kei.

–¿Qué me ibas a contar? –preguntó.
–¿Eh? Ah, no, nada... Que esta semana es mi cumple.
–¿Qué tenías pensado hacer?
–Nada, la verdad.
–Pues el viernes nos vamos a Balamb a celebrarlo, ¿va?
–¿Qué? Vale, pero... mi cumple es el jueves –le contesté.
–Pero los jueves no dejan salir, hay clase al día siguiente.
–Cierto. Aunque tampoco hay mucho que hacer en Balamb...
–Eso es lo de menos, la cosa es salir y que nos dé el aire.
–Vale, puede estar bien.
–Nos podemos quedar en el Jardín si lo prefieres. Seguro que al tartaja le hace ilusión –me vaciló.
–Ahora que lo dices, me han hablado de un restaurante buenísimo en Balamb...

Kei se rio con fuerza.

–En realidad, sin contar lo de la Caverna de las Llamas, llevo desde principio de curso sin salir del Jardín –expliqué.
–Me acuerdo. Yo por lo de Saturos, pero, si no, igual que tú.
–Vaya par de antisociales estamos hechos.
–La sociedad es una mierda –me contestó.
–Pues sí. A la hora de comer se lo digo a Leta y miramos cuándo nos viene mejor.
–¿Y a quién más vas a invitar?
–A nadie –contesté algo confuso, como si me hubiera preguntado de qué color es el cielo. ¿No era evidente la respuesta?
–Macho, qué tristeza –dijo Kei–. ¿Tu otra amiga del orfanato no viene?
–¿Mako? Es de segundo grado, necesitaría un permiso especial.
–Coño, va con el mejor equipo de combate del Jardín, más segura no va a estar.
–Puedo preguntar a un profesor...

Eso dije, pero en realidad no pensaba preguntarle a nadie. Estaba empezando a alejarme de Mako poco a poco. No quería que se viera involucrada en secuestros ni en espíritus legendarios, pero, por encima de todo, había decidido salir de su vida. Cuatro años de diferencia implicaban que apenas coincidíamos, así que para cuando me hubiera ido no notaría mi ausencia. Estaba intentando acelerar el proceso sin decirle nada a ella, evitándola o cortando nuestras conversaciones antes de tiempo. Tenía otras amigas, otra vida. Decidí que ya no me necesitaba.
 
Además, seguro que deja de hablarme en algún momento del futuro. Como el resto de gente del orfanato... y de mi clase.

A la hora de comer, le comentamos el plan de mi cumpleaños a Leta, que comenzó a sugerir varios sitios en Balamb. Como Kei solo había estado allí dos veces y yo apenas salía, ninguno de los dos teníamos mucha idea de lo que decía. Yo quería buscar un sitio tranquilo y no muy caro para una cena sencilla, pero Leta nos habló de una feria artesanal que se celebraba el fin de semana. No era un especial admirador del tema, pero no perdíamos nada por probar. Además, lo importante, como había dicho Kei, era salir y despejarnos, olvidarme durante unas horas de Moltres, del sótano, del padre de Kei... y de que era un inútil sin futuro.

Aquella tarde la pasé estudiando en la biblioteca. Me las estaba arreglando bastante mejor de lo que me esperaba en la mayoría de asignaturas, pero tenía que ponerme las pilas en historia y filosofía. Me consolaba pensando que la teoría era lo difícil y que, en cuanto terminara el trimestre, empezaríamos con la práctica, que era mucho más amena, aunque también más exigente.
Al entrar en la biblioteca, me acordé de la conversación que tuve allí con Ryuzaki. “Necesito que confíes en mí”, me había dicho... Como si me hubiera servido de algo hasta el momento.
Me senté en la mesa que estaba más lejos de la que ocupé cuando entré con él, como para alejar el recuerdo, aunque tampoco había mucho espacio libre para elegir. Cuanto más se acercaban las evaluaciones, más gente iba a estudiar, a hacer deberes o, sencillamente, a leer. O así debía ser en la teoría. En la práctica se dedicaban a hablar en susurros que subían gradualmente de volumen y frecuencia hasta convertirse en cuchicheos y que continuaban exagerándose hasta que el profesor de guardia de turno tenía que ordenar silencio y sofocaba el ruido. Aunque solo durante un par de minutos, tras los cuales el ritual volvía a dar comienzo.
Aquel día no era una excepción. Yo estaba sentado en una mesa con una chica pequeña que ni siquiera me sonaba de vista. Intentaba, sin éxito, meterme en la cabeza batallas, fechas y personajes célebres que habían protagonizado los últimos siglos y, por si no me resultara ya bastante difícil, los odiosos susurros y risitas me quemaban todavía más. Solté un suspiro de exasperación.

–Buenas –me susurró una voz–. ¿Te importa si me siento?

Estaba tan ensimismado que pegué un respingo cuando lo escuché.

–No, claro.
–Gracias.

El dueño de la voz se descolgó la mochila del hombro y sentó a mi lado. Cuando lo hizo, un color muy intenso que provenía de su dirección atrajo mi mirada, así que miré de reojo para verlo mejor, pero eran solo unas muñequeras de color naranja.
Espera. ¿A quién conocía yo utilizaba muñequeras naranjas?
Miré hacia arriba y descubrí que el chico que me había hablado era el dragontino. Iba vestido igual que siempre: de negro y con sus distintivas muñequeras. Tenía la piel un poco pálida y lo parecía aún más en contraste con su ropa negra. El pelo, igual de negro, le caía por la espalda formando ondas curiosas. Nunca le había visto tan de cerca, ahora me podía fijar en que tenía la nariz y la barbilla afiladas y bien definidas.

–¡Ah! Hola –le saludé para no parecer inapropiado por mirarle tan de cerca.
–Hola. Eres el que desapareció hace poco, ¿verdad?
¿Ahora me he ganado un mote?
–Supongo –le respondí.
–Te he visto muchas veces, pero no nos hemos presentado. Me llamo Lisander.
 
Me tendió la mano. ¿Había venido a burlarse de mí por lo del sótano o solo pretendía ser amable? Para no darle motivos de sospecha, se la estreché, pero con poca fuerza, por si llevaba las muñequeras por recomendación médica y no por estética.

–Dívdax –respondí.
–Tenía curiosidad por hablar contigo. ¿Ya estás mejor? –me preguntó.
–¿Mejor de qué?
–La última vez te vi en la enfermería. Tenías un brazo mal, si no me equivoco.
–¡Ah! Sí. Sí, ya lo tengo mejor, gracias –me arremangué y lo estiré para que lo viera–. ¿Y tú? Supongo que tampoco estabas allí por gusto.
–Me dio un bajón de azúcar –me explicó.
–Vaya.
–No fue nada. Tuve suerte de que Belazor estuviera pendiente, se dio cuenta de que estaba malo antes que yo.
–¿Cómo? Ah, claro. Eres su nuevo compañero de habitación, ¿verdad?
–Sí. Tú el viejo, ¿no?
–Sí. Espero que te sea leve estar con él.
–Es un poco maniático, pero es llevadero.
–Bueno, tú espérate a que coja confianza...

Sonreí por mi broma, pero no sé si le hizo gracia.

–Pues sí, Belazor es muy atento para esas cosas –continué para quitarle hierro al asunto–. Por lo de tu bajón de azúcar, digo. Hubo un día que me aconsejó que no comiera carne, dijo que me iba a sentar mal. No le hice caso y me pasé toda la noche con retortijones.
–Lo sé, me lo ha contado.
–¿Sí?
–Habla mucho de ti.
–Espero que no te haya contado nada vergonzoso...
–No, no te preocupes.

Lisander sacó un libro y un cuaderno de la mochila, los abrió y comenzó a escribir. Me odié por traicionar a mis principios y al silencio de la biblioteca, pero me parecía antipático terminar la conversación tan de golpe. Además, había algo que quería saber.

–Oye... ¿te puedo preguntar algo?
–Claro, dime.
–¿Es verdad que eres un dragontino?
–Sí. Pensaba que ya lo sabía todo el Jardín.
–No, yo no. ¿Cómo es? Quiero decir, ¿qué tipo de disciplina? Sin magia, ¿no?
–Exacto. Hombre, puedo aprender hechizos fáciles, como Aero y Cura, pero en principio es sin magia.
–Ya veo. Gracias.
–No hay de qué.
Así que es un dragontino de verdad... Parece que los rumores eran ciertos. ¿Qué profesor le instruirá? Porque eso de los saltos...
–Tú eres mago negro, ¿no?
–¿Qué? Ah, sí. Y de los mejores –añadí con picardía.
–Eso está bien. Mi madre también era maga negra.
¿Qué respondo a eso? Ha dicho "era"... ¿Será que ha dejado la profesión, o algo peor? ¿Qué le digo? ¡Lo que sea, pero rápido, no te quedes callado!
–¿Hacía magia elemental o no elemental?
–Creo que más que nada no elemental.
–¿Magia azul? ¿De tiempo-espacio?
–No lo recuerdo. Era una maga muy fuerte, pero le gustaba mucho experimentar y... un día uno de los hechizos le salió mal. Yo tenía nueve años.
–Oh... Tuvo que ser... muy duro. Siento haber preguntado.
–Fue terrible. Pero me queda mi padre. Él fue quien me convenció para que me convirtiera en dragontino. O draconarius, como lo llama él.
–Al menos te queda tu padre. Yo soy huérfano, no llegué a conocer a ninguno de los dos.
–Sí, Belazor me ha contado que os conocéis del orfanato. Lo siento.
–No te preocupes. Redea nos cuidaba muy bien, es como si fuera mi auténtica madre.
–¿Quién es Redea?
–Nuestra madre adoptiva, la mujer del director Cid.

La conversación volvió a morir y esta vez no intenté reanudarla. De algún modo, las conversaciones de una biblioteca no tienen un final determinado. Intenté volver a lo mío, pero si ya me costaba estudiar con el jaleo reinante no digamos ya con Lisander al lado. Parecía concentrado en sus deberes, pero para mí era una incógnita que tenía mucho interés en descifrar. O a lo mejor es simplemente que me parecía mono. Por un momento se me pasó por la cabeza invitarle a venir con nosotros a Balamb, pero me parecía muy inapropiado. Acabábamos de conocernos, seguro que no le apetecía pasar la tarde con tres desconocidos... y, sobre todo, no quería arriesgarme a que Belazor se enterase e intentara acoplarse. Leta no me dejaría decirle que no.
Le miré de reojo, porque no me atrevía a mirarle directamente a la cara, de modo que solo me fijé en sus manos: tenía la izquierda apoyada en la mesa, junto al cuaderno, y se sujetaba la cabeza con la derecha mientras leía. Tenía los dedos muy finos, no me lo habían parecido tanto al estrecharle la mano.

De modo que se confirmaba que era dragontino. Éramos como dos polos opuestos: él era un guerrero que aprovechaba las alturas y la energía de la caída para acercarse a gran velocidad y atacar, mientras que yo hacía daño a distancia y me daban miedo las alturas. Yo era huérfano, pero tenía a Redea, que era como una madre para mí y que me enseñó el don de la magia, mientras que a él la magia le quitó a su madre y solo le quedaba su padre, que le había instado a convertirse en dragontino. O draconarius, lo mismo daba.
No, en realidad no daba lo mismo: si la memoria no me fallaba, los draconarii, plural correcto de draconarius, iniciaron la tradición de su arte y eran tremendamente fuertes, cabalgaban sobre auténticos dragones. Los dragontinos, sus sucesores, eran más débiles, debido fundamentalmente a la escasez de dragones. Hacía unos doscientos años que estas criaturas se habían convertido en una especie protegida y, como consecuencia, también descendió el número de draconarii, que tuvieron que buscar un nuevo modo de combate y así fue como se convirtieron en dragontinos. Al mismo tiempo, como es evidente, aumentó el precio de las espadas, corazas y pócimas y todo tipo de artículos elaborados con dientes, escamas, huesos y otras partes de dragones.
 
Ya te podías saber el examen de historia igual de bien que la vida de los dragones, capullo –me regañé–. La guerra de Alexandria dio comienzo en 1800, año en que la compañía de teatro Tantalus secuestró a la princesa Garnet...

No sé cómo lo hice, pero conseguí aprobar aquel examen. Por los pelos, sí, pero un aprobado es un aprobado. Un examen menos en mi camino hacia el futuro.

14 de diciembre de 2010

XVI: Confianza

Aquella noche apenas dormí. No tardé en caer presa del agotamiento, pero, en cuanto descansé lo suficiente para que mi cerebro reaccionara, volvió la sensación de miedo y no era capaz de cerrar los ojos. Perdí la cuenta de las veces que me giré en la cama para asegurarme de que la puerta seguía cerrada y de que no había entrado nadie.
En mitad de la noche me levanté para deshacer la cama y poner la almohada en el lado contrario, para poder vigilar la puerta en todo momento. Usé el collar de Moltres para iluminarme y no tener que encender la luz y despertar a Kei. Aun así, en mi nueva posición seguía intranquilo. Me fijaba en cada sombra de la habitación, en cada objeto: el armario, la espada de Kei, mis zapatos... ¿Se había movido el pomo? ¿Esa mancha del suelo estaba ahí antes?
Estaba exhausto, no paraba de dar cabezadas y me dolían los ojos de tenerlos tanto rato abiertos, pero el miedo me impedía cerrarlos más de unos segundos. Sacaba y volvía a guardar constantemente el collar de Moltres como si fuera un amuleto protector. Al final me quedé sentado en una esquina de la cama y dormitaba a ratos, cada vez que el sueño podía más que el miedo, pero el descanso siempre era breve y estaba lleno de pesadillas.

Cuando los rayos del sol empezaron a colarse por la ventana, yo ya llevaba un rato tumbado bocarriba, con los brazos en cruz y la vista fija en el techo. Estaba claro que no iba a descansar, así que decidí levantarme. Me metí en el baño y al otro lado del espejo me saludó un zombi. Estaba pálido, despeinado, tenía los ojos enrojecidos y me habían salido unas ojeras que poco tenían que envidiar a las de Ryuzaki. Me lavé la cara, me peiné como pude y volví a la cama, sin dejar de bostezar en ningún momento del proceso.
Me fijé en el brillo del collar asomando por detrás del colchón. Era la oportunidad perfecta para esconderlo sin tener que salir de la habitación y sin hacer partícipe a Kei, aunque, por desgracia, ya sabía que tenía el collar... Pero eso era lo de menos.
Empecé a pensar. Para empezar, el brillo podía delatar su posición, así que tenía taparlo por todos los ángulos. La idea era no volver a utilizarlo salvo casos de extrema necesidad, por eso no quería tirarlo detrás del armario y que quedara fuera de mi alcance, pero tampoco quería esconderlo en lugares muy evidentes, como debajo de mi cama.

Ahora me vendría muy bien que los cajones de la mesa tuvieran doble fondo, como en los libros de misterio...

Eso me dio una idea. Abrí los cajones tan en silencio como me fue posible y rebusqué hasta que encontré una grapadora. La abrí y me aseguré de que tuviera grapas. También saqué unas tijeras. Después abrí mi cajón de las camisetas y las fui sacando hasta que encontré una bastante vieja que se me había quedado pequeña y no me dejaba mover bien los brazos. Además, era de color negro, así que me venía de perlas. Guardé todas las demás y me metí en el baño con esa, cerré la puerta para tapar cualquier posible ruido y corté una de las mangas. Ahora tenía un pequeño rollo de tela. La siguiente parte era la más complicada: separarme del collar.
 
–Aquí estarás a salvo– le susurré a Moltres.
 
Lo acaricié con cuidado, limpié bien la joya y la metí en la manga cortada. Doblé los bordes hacia dentro y los grapé varias veces para asegurarme de que el collar no se pudiera caer. Una vez hecho esto, apagué la luz y comprobé que la tela tapaba el brillo por completo. Aún se podía entrever un poco, como cuando enciendes una linterna y la tapas con la camiseta, pero el lugar donde pensaba guardarlo disimularía ese pequeño brillo.

Salí del baño y volví a asegurarme de que Kei seguía durmiendo. Me agaché delante del armario con el trozo de tela en las manos. El armario de nuestra habitación no estaba empotrado y tenía un hueco vacío por debajo, entre las patas. Mi objetivo era grapar la tela en la parte de abajo, pero no lo conseguía porque se me caía todo el rato, así que me acabé tumbando bocarriba, como un mecánico con un coche. La habitación seguía en penumbra, así que tuve que acariciar el fondo del armario y el borde de la tela con los dedos para asegurarme de que la dejaba fija donde yo quería. Cuando lo conseguí, puse una grapa a cada lado y paré en seco por si despertaba a Kei. No se inmutó, de modo que puse varias grapas más, hasta que comprobé que la tela no se caía.

Ahora espero que no me vuelvan a secuestrar –pensé.

Dejé caer las manos a los lados y de repente me sentí muy cansado, aunque supuse que se debía más al bajón de adrenalina que a lo poco que había dormido. Me levanté, guardé la grapadora y las tijeras y enrollé la camiseta vieja para tirarla luego.
 
Una vez recogido todo, me senté en la cama. Me tumbé un momento, cerré los ojos y me dormí sin darme cuenta, pero esta vez sí conseguí descansar. Cuando me desperté, el reloj ya marcaba casi las ocho.

La enfermería tiene que estar a punto de abrir. Es mejor que no vaya solo, pero... ¿Le digo algo a Kei? No quiero despertarle, pero seguro que si se entera de que he ido yo solo me echa la bronca.

Llegué a pensar en ir a la habitación de Leta para pedírselo a ella, pero, si no quería despertar a Kei, mucho menos a ella y a su compañera. Me vestí y me quedé sentado en el borde de la cama por lo menos diez minutos más, por si daba la casualidad de que se despertara justo en ese rato, pero finalmente tomé la decisión de ir sin compañía. Caminaría rápido y así nadie tendría tiempo de atacarme. Pero...
Para no arriesgarme, cogí a Estrella Fulgurante. Me guardé la llave de la habitación en el bolsillo y abrí la puerta.

–Creía que las instrucciones habían sido claras –dijo una voz al otro lado.
–¡Ryuzaki! –grité. Apreté los labios para no hacer ruido y cerré la puerta–. Vaya susto, joder.
–Te dije que no salieras solo –insistió.
–Lo sé, pero no quería despertar a Kei. Y solo voy a la enfermería, no me va a pasar nada.
–El camino al ascensor fue más corto.
–¿A qué has venido, a regañarme?
–Deja eso donde estaba –señaló mi bastón.
 
Volví a entrar en la habitación y lo dejé sobre la cama, pero pensé que si Kei lo veía fuera de su sitio podría preocuparse, así que lo metí en su funda. Cerré en silencio y salí.

¿Cuánto tiempo llevará detrás de la puerta? ¿¿Habrá oído la grapadora?? Espero que no... Por si acaso, mejor no le pregunto nada, que se le da muy bien extraer información.

Ryuzaki se colocó a mi espalda y yo comencé a andar. Aun contando con su protección, caminé despacio, mirando bien en todas direcciones para asegurarme de que no nos cruzábamos con nadie. No sabría decir si estaba cómodo o no con Ryuzaki detrás. Durante un segundo se me pasó por la cabeza el pensamiento de que habría preferido ir yo detrás para poder mirar su pelo, su figura...

La doctora Kadowaki estaba abriendo la enfermería cuando llegamos. Me indicó que me sentara delante de su mesa y esperé unos minutos en lo que encendía las luces y abría las ventanas. Luego se sentó delante de mí, me limpió la fosa del codo con un algodón con alcohol, ató con fuerza una tira de goma unos centímetros más arriba y finalmente me clavó la jeringuilla para sacarme sangre. Relajé el brazo y miré hacia otro lado. No me dan miedo las analíticas, pero son muy desagradables.
Al cabo de unos segundos sacó la jeringuilla, me colocó una gasa doblada sobre la zona del pinchazo, la apretó con fuerza y la sujetó con una larga tira de esparadrapo. Me dijo que tendría los resultados en una hora y me dejó irme con la condición de que volviera también en ayunas por si había que repetir la analítica.

Volví a mi habitación escoltado de nuevo por Ryuzaki. Esta vez no tuve ocasión de pensar en su imagen, porque iba concentrado en apretarme el esparadrapo. Cuando llegamos a nuestro destino, le di las gracias por acompañarme y estaba seguro de que seguiría esperando hasta que tuviera que regresar a por los resultados.

Kei seguía como un tronco. Quién pudiera... Pensé en dedicar un rato en silencio a adelantar con los deberes, así que saqué la silla sin arrastrarla y abrí un cuaderno. Intenté que fuera una mañana tranquila, pero entre el secuestro y la mala noche que había pasado apenas podía concentrarme. Temblaba al escuchar cualquier ruido.
 
Cuando se despertó Kei, esta vez sí le pedí que me acompañara a la enfermería.

–¿Te has ido tú solo, loco? –me preguntó señalando la gasa de mi brazo.
–No. Me ha acompañado Ryuzaki.
–Va.

Se metió al baño y mientras tanto guardé mis cosas. Empecé a tirar de los bordes del esparadrapo con la uña para levantarlo poco a poco. Maldita doctora, ¿por qué me había puesto tanto? Se pegaba a los pelos y así dolía más quitárselo.
Oí la cadena del váter, luego el grifo y salió Kei.

–¿Cómo que Ryuzaki? –preguntó como si hubiera procesado ahora mi respuesta.
–Pues eso.
–No, pues eso no. ¿Dónde le has visto?
–He salido y estaba en la puerta esperándome.
–¿Le has llamado?
–No.
–¡O sea, que te ibas a ir tú solo!
–¡A ver...! ¡Sí, pero no quería despertarte!
–Pues me despiertas, que pa' eso estoy. Menuda gracia si hoy vuelves a desaparecer el día entero.
–Lo siento...
–¿Y entonces estaba en la puerta?
–Sí.
–¿Qué lleva, toda la noche en vela ahí fuera?
–Buena pregunta... No lo sé.
–No me mola que nos esté vigilando, me da mal rollo.
–Ya, a mí tampoco me hace mucha gracia.

Mientras se vestía, yo cogí el frasco de blisseminas, porque imaginé que después de la visita a la enfermería iríamos directamente a desayunar. Abrimos la puerta. Ryuzaki ya no estaba al otro lado.

–Pues aquí no está –dijo Kei. Se giró con cara de enfado–. No me estarás engañando y te has ido tú solo.
–¡Que no! De verdad que estaba aquí. Será que nos ha oído hablar y se habrá ido por eso.

Me miró con cara de no creerme, pero no podía demostrarle que tenía razón. Si nos cruzábamos con Ryuzaki, le preguntaría para que viera que le estaba diciendo la verdad.
A esa hora ya empezaba a haber gente por los pasillos. Yo caminaba con la cabeza agachada para intentar pasar desapercibido y que no me preguntaran nada, pero odiaba darle al secuestrador la satisfacción de verme cohibido.
La doctora Kadowaki me dijo que mi analítica estaba bien, que podía irme y me animó a “no volver a necesitar ayuda médica en unos meses”. Desde ahí nos fuimos al comedor y tomamos asiento. Saqué una pastilla y me la tomé con un trago de leche. Después empecé a removerla con la cuchara, sin muchas ganas de tomar nada más, cuando se nos acercó alguien.

–Ya está aquí la primera pesada del día –dije con desgana.
–Tío, relaja, que es Leta.
–¿Eh?

Efectivamente, la chica que se nos acercaba era Leta, pero no parecía contenta de vernos. Puso los puños en las caderas y nos miró con cara de enfado, aunque conociéndola sabía que como mucho solo estaría molesta.

–¡Os parecerá bonito! –dijo–. ¡Yo llamando a vuestra puerta y vosotros aquí, desayunando sin esperarme!
–¿Habíamos quedado? –le pregunté, completamente descolocado.
–No, pero estaba preocupada después de lo de ayer.
–Pues perdón.
–Estábamos en la enfermería –le explicó Kei.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Leta, su enfado ahora convertido en preocupación.
–Nada, tranquila –aclaré–. Ayer me mandaron hacerme un análisis por precaución, pero está todo perfecto.
–Jo, me había preocupado...
–Perdón... –repetí.
–Por lo menos tienes mejor cara –me dijo.
–¿Tú crees? –repliqué con incredulidad–. Apenas he dormido.
–Estás mejor que ayer, hazme caso.
–Si tú lo dices...
–Bueno... –empezó Kei–. Pues ahora estamos los tres juntos. ¿Nos cuentas lo que te pasó?
–¿Qué? ¿Ahora?
–¿Qué mejor momento?
–Solo si tú quieres –terció Leta–. O sea, me gustaría saber lo que pasó, pero no quiero que te sientas obligado.
–Mejor luego. A la hora de comer, que tenemos más tiempo. ¿Os parece bien?
–¿Vas a hacerte de rogar? –me picó Kei.
–No es eso. Es que no quiero ir con prisas y no me da tiempo a contarlo en el desayuno. Después.
–Bueno... ¿Y qué vais a hacer hoy? –preguntó Leta.
–Estudiar –gruñó Kei.
–Yo también debería –suspiré.
–¿Cómo lleváis el examen de filosofía?
–¿Pero que hay otro? –pregunté–. ¿Tan pronto?

La conversación con Leta me vino bien para desconectar de mis problemas... y reconectar con mis clases y estudios. En días como aquel, pensaba sinceramente que no estaba hecho para estudiar en el Jardín, en vista de mi falta de organización y de planificación. Intenté hacer lo posible por solventarlo a lo largo de la mañana, repitiendo y memorizando el temario, pero parándome cada dos por tres para mirar a las patas del armario cuando Kei no estaba atento, para asegurarme de que el collar no se hubiera caído al suelo. Sabía que era imposible con la de grapas que le había puesto, pero... por si acaso.
 
Cuando dieron las dos, me liberé de la carga de los estudios y me dirigí al comedor con Kei. Nos sentamos en una mesa de cuatro a la espera de que llegase Leta. No habían pasado ni diez segundos cuando se nos empezó a acercar con pasos torpes la compañía indeseada de Belazor.

–Mierda –giré la cabeza en dirección contraria y apoyé las yemas de mis dedos en la frente–. Mucho tardaba.
–Ese plasta vino ayer preguntando por ti –comentó Kei.
–Sí, por lo visto preguntó a medio Jardín.
–Y encima me despertó, el desgraciado. Quería saber si estabas en la habitación.
–Menudo payaso.
–Hola, Dívdax – dijo Belazor, que ya había llegado a nuestra mesa–. ¿Q-Qué tal es...?
–Bien –le corté sin girarme para mirarle siquiera.
–Me alegro. Es... taba muy p-preocupado. ¿Me puedo sen...?
–No –respondí tajante.
–¡Tío, y-ya te he pedido perdón, no sé qué más qui-quieres! –dijo con impaciencia.
–Por ahora, que te largues a otra mesa.
–Pero...
–¿No has oído, churra? –se metió Kei–. Largo de aquí.
–N-No quiero ser gros-grosero, pero no estoy hablando contigo.
–Yo contigo sí. ¡Pírate!
–¿Dívdax? –me pidió Belazor con la voz.

No dije nada más y seguí mirando en dirección contraria a él. Belazor se dio por vencido y se alejó cabizbajo, con aire triste, supongo que para intentar darme pena. Por desgracia para él, esas cosas no tenían efecto en mí. Leta llegó poco después de aquello.

–¿Has hablado con Belazor? –preguntó sorprendida al verle alejándose.
–Más o menos... –contesté.
–No me gusta que seas borde con él –me riñó–. Hemos sido amigos toda la vida.
–Ya, bueno... –me rasqué la nuca y miré hacia otro lado para no discutir.
–Bueno, a ver eso que nos tienes que contar.
–Espera a que pasen las cocineras –le pedí.

Las cocineras salían en ese momento, empujando carritos llenos de platos y fuentes. Una llegó hasta nuestra mesa, nos puso platos y vasos y nos sirvió una generosa cantidad de arroz. Me rugió el estómago, que ya empezaba a despertarse del trance de las últimas horas. Saqué otra pastilla y me la tragué con un vaso de agua antes de empezar a comer.

–Bueno... –miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera nadie cerca y empecé–. Como ya sabéis, ayer estuve "ausente" casi todo el día. Antes de nada, si alguien os pregunta, estuve fuera, ¿vale? Tuve que irme por una urgencia nada más levantarme y no me dio tiempo de avisar a nadie, por eso se lio en el Jardín.
–¿Y ya está? –saltó Kei–. ¿Tanto rollo pa' eso?
–No, hombre. No he salido del Jardín desde que empezó el curso. Es solo una coartada, la excusa para todo el mundo. Incluidos los profesores.
–¿Por qué necesitas una excusa? –preguntó Leta, cuya preocupación crecía por momentos.
–Pues veréis. Anoche me levanté temprano, porque tenía que... Bueno, es que... Decidí librarme de Moltres.
–¡¿Qué?! –gritó Kei.
–¿Cómo que librarte de él? –preguntó Leta.
–Decidimos que te lo tenías que quedar tú –dijo Kei, enfadado–. ¿Ahora ya no lo quieres?
–Nunca lo he querido. Pero no hables tan alto –miré de nuevo alrededor–, recordad que lo de Moltres es un secreto. Solo lo sabemos nosotros tres, Ryuzaki y ahora también el director Cid. Bueno... y Seymour.
–¿Cómo que Seymour lo sabía? –se escandalizó Leta.
–¡Y el cabrón no nos ayudó! –exclamó Kei–. Cuando le pille le voy a abrir la cabeza.
–No, a ver, eso es otra historia. El viernes por la noche me encontré con Seymour aquí, en el Jardín. Vino a disculparse por habernos puesto en peligro y me pilló con el collar en la mano.
–Ya te vale a ti también –me regañó Kei.
–¿Vino Seymour al Jardín? –preguntó Leta–. Yo no le vi.
–Ni yo.
–Tú estabas en Balamb, Kei, pero... ¿no habló contigo , Leta?
–No...
¿Solo se estaba inventando una excusa...? –me pregunté.
–Bueno –retomé la narración–, a mí me dijo que, cuando estábamos haciendo la prueba, escuchó a Moltres y que vino corriendo a ayudarnos, pero que había muchos monstruos y por eso tardó tanto en llegar.
–Sí, ya. Excusas –soltó Kei.
–Es verdad que había muchos monstruos –puntualicé–. Pero eso da igual. El caso es que ayer salí temprano de la habitación para librarme de Moltres, porque no quería seguir teniéndolo.
–Pero ¿por qué? –insistió Kei.
–¡Porque me daba...!
Miedo no, no digas miedo.
–... Porque no estaba cómodo con él, ¿vale? No sabía cómo funcionaba, pensaba que si se despertaba en mitad de la noche podía matarnos, o que a lo mejor me expulsaban del Jardín por tenerlo.
–¿Te pueden expulsar? –preguntó Leta.
–No lo sé y tampoco sé dónde buscarlo. Las últimas semanas han sido complicadas y he estado bastante paranoico con el tema... Por si acaso, no lo comentéis, ¿de acuerdo?
–Que no, tranquilo.
–Total, que decidí llevarle el collar al director. Me parecía la persona más indicada, así que me subí al ascensor para ir a hablar con él... Pero el ascensor bajó al sótano en lugar de subir a su despacho.
–¿Qué sótano? –preguntó Kei–. ¿Hay sótano y no lo sabía?
–Yo tampoco lo sabía –añadió Leta.
–Pues se ve que sí –confirmé–. El ascensor puede bajar, aunque no haya botón para esa planta. No sé cómo ni por qué acabé ahí y, según llegué, el ascensor se fue y me dejó ahí solo y a oscuras.
–¿No probaste a llamarlo? –preguntó Kei.
–¡Obviamente! Pero no había botón. O eso o no lo encontré en el rato que lo estuve buscando. El caso es que acabé pensando que era una prueba más que tenía que superar para llegar al examen de Seed. Como la de la Caverna de las Llamas y todas las que nos quedan.
–¿Que nos quedan más? –se sorprendió Leta.
–Claro, a ver si te crees que con lo de la cueva vale –respondió Kei.
–¿Y cuántas nos quedan?
–Creo que son unas... –hice memoria–. No sé. Ya preguntaré.
–En mi Jardín viejo me suena que eran seis o siete –respondió Kei.
–¿Tantas? –Leta se deprimía por momentos.
–Bueno, ya hablaremos de las pruebas otro día. Yo no tenía ni idea de lo que había en ese sótano, me acababa de enterar de que existía, así pensé que tenía que escapar y empecé a explorarlo.
–¿Entonces estuviste desaparecido porque estabas haciendo una prueba?
–Espera.

Una cocinera llegó en ese momento para retirar los primeros platos y servirnos filetes de pescado blanco hechos a la plancha. Esperé a que se fuera antes de seguir hablando.

–A ver, de entrada, el sitio era raro de cojones. Estaba todo a oscuras, pero el suelo brillaba al pisarlo. Si pisaba mucho rato la misma baldosa, la luz se empezaba a apagar. Solo veía lo justo para andar sin tropezarme, os lo juro, no había nada de luz. Había un panel de control y conseguí encenderla, pero explotaron las bombillas.

Kei se rio cuando dije eso. Le miré con mala cara, pero la verdad es que mi forma de contarlo había sido graciosa. Esbocé una sonrisa para quitarle hierro al asunto.

–Supongo que eran fluorescentes viejos, no sé. El caso es que exploré el sótano entero y la única salida que encontré era una puerta enorme como las de los submarinos, con una rueda en el centro y todo, pero estaba atrancada o algo, porque no se movía.
–Si el sótano estaba abandonado, es normal –dijo Leta–. Igual se había oxidado.
–Un rato después, encontré... Bueno, mira, no os voy a aburrir con los detalles. Si queréis os lo cuento todo en otro momento, pero eso no es lo importante. Me tiré ahí todo el día, os juro que probé todo lo que se me pasó por la cabeza, hasta me puse a gritar para que me sacaran de ahí, di la prueba por perdida y todo.
–¿Y te suspendieron? –preguntó Leta, apenada.
–No. No me suspendieron porque... porque no era una prueba.
–¿Cómo que no era una prueba? –preguntó Kei.
–El director Cid me lo confirmó después. La cosa es que no veía la forma de salir y empezaba a pensar que estaba atrapado y... decidí hacerlo.

Me callé e imaginé que entenderían lo que quería decir. Kei pareció darse cuenta, pero a Leta no le había dicho nada del tema y me preguntó.

–¿Qué hiciste?
–Eh... –miré de nuevo a los lados, acerqué la cabeza a la suya y susurré–. Invoqué a Moltres.
–¡¿Qué?! –chilló.
–A ver, los de esa mesa –nos advirtió el profesor de filosofía desde la suya–. ¿Qué son esos gritos?
–¡Perdón! –le contesté–. No chilles, por favor.
–¿Cómo que invocaste a Moltres? –insistió Leta.
–Lo llevaba encima porque pensaba dárselo al director. Saqué el collar, le pedí ayuda... y apareció.
–¿Y no te hizo daño? ¡Por eso tenías así el brazo!
 
Parecía más preocupada por Moltres que por todo lo demás, aunque tampoco podía juzgarla. Yo mismo me había pasado varias semanas...

–Lo del brazo fue culpa mía por hacer magia sin mi bastón. Moltres no me hizo daño. Si lo hubierais visto, el bicho enorme, mirándome sin parpadear, casi me da algo. Pero no me atacó ni nada. Solo esperaba a que le diera órdenes.
–Qué miedo –dijo Leta.
–Para nada. No sé explicarlo, pero... Moltres me comprendía. Era... como que ya no éramos enemigos, y él lo entendía. Estaba a mi servicio, sentía que podía confiar en él.
–Yo no me fiaría –dijo Kei.
–¿Entiendes ahora cómo me sentía al dormir encima de ese collar todas las noches?
–Dicho así suena feo, la verdad.
–¿Entonces saliste de ahí con Moltres? –preguntó Leta–. ¿Te sacó volando? No, ¿no?
–No, no había salidas, y menos tan grandes para que cupiera él. ¿Os acordáis de la puerta que os he dicho?
–¿La del submarino?
–Sí. Pues le pedí que la abriera y... la derritió.
–¿Que la derritió? ¿Una puerta de hierro?

Kei me miraba atónito. Acababa de darse cuenta, igual que yo el día anterior, de lo cerca que habíamos estado de morir durante el combate contra Moltres.

–La hostia –suspiró.
–Luego le pedí que volviera al collar y se metió dentro otra vez. La puerta derretida daba a unas escaleras, las subí y llegué al pasillo de jefatura de estudios. Me encontró Flora, que me trajo al comedor mientras avisaba al director, luego vino Ryuzaki a buscarme, me llevó al despacho... y el resto ya lo sabéis.

Hice una pausa mientras asimilaban todo lo que les estaba contando. Aproveché para empezar a comerme el pescado antes de que se quedara frío del todo.

–O sea... –empezó Leta–, que estuviste encerrado en el sótano todo el día.
–Sí.
–Pero no era una prueba.
–No.
–¿Entonces cómo llegaste ahí abajo? ¿El ascensor se averió?
–Eso pensé al principio, pero... la cosa es un poco más chunga. Ayer hubo un corte de luz por la mañana y justo los circuitos del ascensor empezaron a funcionar raro.
–¿Eso qué significa? ¿Que lo han pirateado desde fuera?
–O desde dentro –añadí.

Los dos me miraban con cara de aturdimiento total. Acababan de perderse, como si la última frase la hubiera pronunciado en otro idioma.

–A ver, yo tampoco me enteré muy bien de cómo va el tema, pero lo que me contó Ryuzaki es que cuando cerraron el acceso al sótano solo cambiaron el panel de los botones, no el circuito entero, así que técnicamente todavía puede bajar, y durante el corte de luz hubo algo o alguien que restableció la conexión con el sótano.
–Suena a película –dijo Kei.
–Lo sé. El director dijo que a lo mejor solo querían quitarme de medio para que no interfiriera en algo. Por ejemplo, para robarme. Pero no puede ser, porque, Kei, tú estuviste toda la mañana en la habitación.
–Hasta que me levanté a desayunar.
–Pero para entonces ya había más gente despierta, así que no era seguro colarse.
–Y que la habitación estaba sin tocar cuando volví. Vamos, ahora la registras si quieres, pero yo no he tocado nada.
–No hace falta. A lo mejor lo que querían era el collar y no sabían que me lo había llevado. Otra opción es que la encerrona fuera para asegurarse de que tengo a Moltres.
–Pero ya no te va a pasar nada, ¿no?
–Eso espero.
–Pero ¿quién querría secuestrarte? –repetía Leta–. Si tú no has hecho nada...
–No tengo ni idea. Por eso quiero pediros precaución.
–¿Y ahora qué va a pasar? ¿Te cambian de Jardín?
–¡No, qué dices! Solo tengo que tener cuidado. Ryuzaki me ha dicho que intente no ir solo a ningún sitio, que me asegure de que estoy siempre con alguien de confianza... Esas cosas. Tampoco será muy duro, espero.
–Pero ¿y el director no sabe quién puede haber sido?
–Yo sospecho de Seymour, pero no lo sabrán seguro hasta que hablen con él.
–Ese hijo de puta tenía que ser –dijo Kei.
–No lo entiendo, parecía de fiar –dijo Leta.
–Los cojones –contestó Kei–. ¿Tú le has visto la cara?
–Daba un poquito de miedo –reconoció Leta–, pero todos los magos son un poco raros... No lo digo por ti, Div –añadió rápidamente.
–No te preocupes. 
–¿Y ahora qué pasa con Moltres?
–Eh... –me puse nervioso–. ¿Con el collar, dices?
 
Fingí que tosía para ganar tiempo para pensar. No quería que Leta supiera que tenía el collar, pero ¿por qué? ¿Quería protegerla, o solo ocultárselo?
 
–Perdón, se me ha ido por el otro lado –dije cuando dejé de toser–. Puto pescado... Pues el collar... se lo di al director –moví los pies y le di dos toquecitos suaves a Kei en la pierna, ¿captaría el mensaje?– así que, si me secuestraron por eso, que no lo sé, pues... Pues ya no habría problema.
 
Quise mirar de reojo a Kei, pero no quería que Leta sospechara nada raro. Él no dijo nada y bebió un buen trago de agua. Le estaba cargando con demasiadas cosas...
 
–En fin, lo último es que anoche Ryuzaki me dio las instrucciones del director. No puedo contarle nada de esto a nadie que no supiera ya de la existencia de Moltres, así que no hace falta que os diga que NO lo podéis hablar del tema con nadie.
–Tranqui.
–Lo prometo.
–Además, tengo prohibido salir del Jardín en dos semanas mínimo –añadí.
–Putada –dijo Kei.
–No te creas, salgo tan poco que me da bastante igual. Ya te digo que no he salido desde que empezó el curso...
–No lo decía por eso. Es que iba a deciros de salir el finde que viene a Balamb.
–Oh...

Aquello me pilló por sorpresa. Nadie me había ofrecido nunca quedar y me hizo mucha ilusión que Kei me lo propusiera. Por primera vez me fastidió estar “castigado”.
 
–No pasa nada, ya iremos cuando todo esto se pase –comentó Kei.
–Por mí no os cortéis. Podéis ir vosotros dos y ya iré yo en otra ocasión.
–Pero no sería lo mismo sin ti... –dijo Leta.
–¡Qué va! Seguro que lo pasáis mejor sin mí.

Leta bajó la vista a su plato y Kei se rascó la nuca y miró a otro lado. Parecía que la sugerencia les incomodaba, así que cambié de tema.

–Bueno, pues... ahora ya lo sabéis. Alguien me encerró en el sótano, pero no sabemos quién ni por qué, ni tampoco si va a volver. Así que tened cuidado vosotros también. A lo mejor intentan atacaros para llegar a mí. O igual me han atacado a mí para llegar a vosotros, aún no hay nada claro.
–Como que yo me iba a dejar en un sótano –soltó Kei.
–No es una broma. Si no iban a por Moltres... a lo mejor querían sacarme de la habitación para atacarte a ti y luego acusarme a mí. Tened cuidado, por favor.
–Jope, casi prefería creer que habías desaparecido y no que te habían secuestrado... –dijo Leta–. Ten mucho cuidado, ¿vale?
–Lo tendré.
 
Dijimos poco más hasta terminar el segundo plato. Estaban demasiado impactados ante la noticia de que alguien tramaba algo malo contra mí o contra ellos. Tal vez habría sido mejor no decírselo y evitarles esa carga, pero me había parecido mejor ser sincero y que vieran que confiaba plenamente en ellos. Al menos, en lo que no respectaba a Moltres...
Cuando nos retiraron el plato, Leta se levantó, dijo que no le apetecía comer postre y volvió a su habitación. Kei gruñó por lo bajinis.
 
–¿Os ha pasado algo? –pregunté.
–¿A quién?
–A Leta y a ti.
–No. O sea, no sé... Como se ha puesto así, parece que se ha pensado otra cosa.

Me acordé de la reacción que había tenido Leta cuando sugerí que quedaran sin mí. Los dos se habían puesto a la defensiva.

–¿Te gusta Leta? –le pregunté.
–¡¿Qué?! No. Además, no... No es mi tipo. Es muy...

Empezó a hablar muy deprisa, como si estuviera inventándose excusas, y le corté.

–No hace falta que digas nada. Si es por mí, soy gay, no me gusta Leta.
–Ah... No lo sabía.
–Y aunque fuera hetero, me he criado con ella, es prácticamente mi hermana. Sería un poco raro.
–Sí, visto así, sí.
–¿Entonces qué, te gusta o no te gusta?
–¡Que no! De verdad. Está apañada y es muy mona, pero no. Solo quería deciros de quedar porque el viernes pensé en la gente de mi Jardín viejo y quiero llevarme mejor con vosotros que con ellos.
–Me encantaría... Siento que las circunstancias no lo permitan.
–Nada, hombre, no es culpa tuya. Pero si tú no puedes... y ella parece que no está por la labor, pues nada. Otro día será.
–Es una chica fantástica –dije–. Lo que más me gusta de ella es que es todo lo contrario a lo que aparenta. La ves tan pequeña y piensas que es la típica niña miedosa que se esconde detrás de ti... Pero no: es protectora, atenta, sensata... Es la que cuida de todo el grupo, no al revés.
–¿Estás seguro de que no te gusta? –se pitorreó.
–Sí –le fulminé con la mirada–. Solo digo que es muy importante para mí. Quizá la persona más importante de mi vida. Tenemos que intentar cuidar de ella tanto como ella de nosotros.
–Hombre, somos un equipo, es lo suyo. Pero... ¿no le vas a contar lo de Moltres?
–¿El qué? ¿Que me lo he guardado?
–Digo.
–Es mejor que no lo sepa. Si se entera de que lo tengo, pensará que sigo en peligro y me obligará a deshacerme de él. ¿Puedo contar con que me vas a guardar el secreto?
–Mis labios están sellados –declaró.

Di un trago a mi vaso de agua. Me empezaba a doler un poco la garganta de tanto hablar, así que me puse a pensar. Hice un repaso mental de todo lo que me había ocurrido en los últimos días.
 
–El viernes por la noche tuve una conversación con Seymour en la que me habló de los espíritus legendarios... y me acojonó vivo, hablando mal y pronto. Como consecuencia, tomé la decisión de desprenderme de Moltres y llevárselo al director Cid para que lo custodiara él.
»Al día siguiente, cuando fui a verle, el ascensor me llevó a un sótano que ni siquiera sabía que existía. Estuve atrapado ahí dentro gran parte del día sin que nadie supiera nada, hasta que decidí invocar a Moltres, que derritió una puerta de metal para dejarme salir. En ese momento, mi opinión de Moltres cambió y decidí quedármelo en lugar de dárselo al director.
»Salí del sótano y Ryuzaki me llevó al despacho del director. Antes de ir, me crucé con Kei y conseguí que llevara el collar a la habitación para ponerlo a salvo. El director me interrogó y se enfadó mucho conmigo cuando le dije que había tirado el collar al metal fundido de la puerta. Ryuzaki me explicó que el acceso al sótano está cerrado desde hace años, pero que algo o alguien provocó que el ascensor bajara al sótano durante el corte de luz que hubo por la mañana. Supongo que no es imposible que fuera solo un accidente...
»Como precaución, no puedo salir del Jardín en un par de semanas ni ir solo a ninguna parte. El director intentará ponerse en contacto con Seymour, que es mi principal sospechoso, pero también está interrogando al personal del Jardín. Yo de momento sospecho hasta de mis compañeros de clase.
»He escondido el collar de Moltres en mi habitación sin que Kei lo sepa, pero Leta piensa que me he deshecho de él. Esperemos que no hable del tema con el director... Y, para rematar, he descubierto que Ryuzaki me resulta atractivo. Menudo momento...

Respiré hondo después de terminar el resumen. Había tanta información que asimilar en tan poco tiempo... Todavía no me creía que mi vida hubiera pasado de la rutina al peligro de muerte de la noche a la mañana.
 
–Cambiando de tema –me dijo Kei–. Ahora que me has contado lo tuyo, yo también puedo contarte lo mío –dijo.
–¿Qué pasa?
–Han secuestrado a mi viejo.

Lo soltó tan de golpe, sin rodeos, que escupí el agua. La situación acababa de invertirse: ahora Kei era la víctima de una situación que escapaba a su control y yo el anonadado oyente.

–¿Qué? ¿Cómo...?
–No es la primera vez que le pasa. Es militar y le destinan por todo el mundo, pero siempre se libra de todas. A eso fui el viernes, me dieron la noticia.
–Lo siento muchísimo... No sé qué decir, se me dan mal estas cosas. Pero, si de verdad es tan bueno como dices, entonces no hay de qué preocuparse, ¿no?
–Los secuestradores dicen que quieren como rescate una espada de oscuridad de nuestra familia. Saturos, el compañero de mi padre, pensaba que podía ser Blackrose. Me llevé para que la mirara, pero dijo que esa espada no era, y mi familia no tiene más, que yo sepa.
–¿Y para qué quieren una espada de oscuridad?
–¿Me preguntas a mí? Ellos sabrán. La cosa es que he pensado algo con lo que has contado de Moltres.
–¿El qué?
–Pues que igual tienes razón y que cuando te secuestraron querían quitarte de en medio para venir a por mí.

Aunque parezca raro, la verdad es que me alivió que dijera aquello. Si estaba en lo cierto, eso significaría que no corría peligro por culpa de Moltres, de Seymour ni de nadie de dentro del Jardín, sino solo por ser el compañero de habitación de Kei. No es que la cosa mejorara mucho si estaba en el punto de mira de un grupo militar, pero por lo menos sabía a quién responsabilizar.

–¿Crees que han sido ellos? –le pregunté.
–Ni zorra. Pero a partir de ahora te acompaño a todas partes te guste o no. No quiero cargar con la culpa si te pasa algo.
–Tampoco te pongas así, no es culpa de nadie. Solo tengo que tener cuidado, nada más.

Nos levantamos de la mesa y me sacudí las migas del regazo.

–Pero bueno, no todo son malas noticias –añadió.
–¿Cuáles son las buenas?
–Saturos me dijo que igual puede enchufarme.
–¿Sí? Me alegro, tío.
–Pero solo si paso el examen de Seed. Si no...
–Bah, claro que aprobarás.
–No sé yo... Si fuera todo práctica, vale, pero lo que me mosquea son los exámenes.
–Se hincan codos y listo. Y si no, invoco otra vez a Moltres y que mate a los profes.

Se rio y le imité. Con tantas malas noticias y un enorme peligro acechándonos a su padre y a mí, aquellas carcajadas eran una bendición. Una renovada alegría me llenó el pecho, un potente optimismo que me hacía sentir invulnerable, aunque solo fuera durante unos segundos.

Unos metros por detrás de nosotros, una figura se había quedado paralizada. Kei y yo salimos del comedor sin darnos cuenta de que Belazor se había acercado a nosotros de nuevo. Se había detenido en seco, incapaz de asimilar la última frase que acababan de captar sus oídos.

–¿Ha dicho... invocar otra vez a Moltres?