Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

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8 de febrero de 2011

XIX: Descansando del estrés



Leta se había puesto vaqueros, botines negros y un jersey de color fucsia. También llevaba en la mano una chaqueta de color negro, para cuando hiciera más frío. Se había recogido el pelo y se había dibujado una fina línea negra en el contorno de los ojos.
Kei llevaba pantalones negros y una sudadera del mismo color con dos calaveras dibujadas en los hombros. El largo mechón de su flequillo le tapaba el rabillo del ojo. Sobre la sudadera, una placa militar relucía al recibir la luz de las farolas.
Yo llevaba unos pantalones marrones medianamente formales y una sudadera de color blanco y gris. Había decidido estrenar las botas, que parecían zapatos normales cuando la parte superior estaba oculta dentro de las perneras. Además, por ridículo que parezca, me encantaba el sonido que producían al andar. Me hacían sentir como un villano de película.

Estábamos en Balamb y se respiraba un extraño aroma en el ambiente. O a lo mejor era yo, que casi temblaba de expectación. Eran las 20:30 cuando llegamos y debíamos estar de vuelta en el Jardín antes de las 0:00, lo que nos daba un plazo de unas tres horas para divertirnos.
El mes de noviembre es una mala fecha para las celebraciones: hace frío y la gente prefiere quedarse en casa. Es verdad que en diciembre hace todavía más frío, pero la gente sale más con la excusa de la Navidad, el consumismo y las lucecitas. Sin embargo, aquella noche de noviembre había bastante movimiento en Balamb. Se celebraba el mercadillo artesanal, como nos había dicho Leta, y nos dirigimos a la plaza para mirar los puestos.

Suerte que Balamb sea una ciudad grande y tenga celebraciones así –pensé–. Si no, no habría ni un local abierto y yo estaría celebrando mi cumpleaños muerto de asco en mi habitación... para variar. ¡No, no pienses en eso ahora, Div! Has venido a divertirte.
 
A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, aumentaba el volumen de las voces y se hacía más difícil avanzar entre la gente. Llegamos a la plaza, o al menos asumí que era la plaza, porque no había forma de identificarla entre la enorme cantidad de puestos y de personas que la llenaban. Estaba cortada al tráfico, la gente caminaba por la calle, se reían a voces, se paraban a mirar y a comprar... Era un completo caos, pero no me resultaba tan desagradable como el que se formaba al salir de clase en el Jardín. Quizá por ser una ocasión especial.
 
–¡Mirad, el puesto de orfebrería! –exclamó Leta.

Me giré hacia ella y vi que señalaba un puesto con un letrero de madera. Podía ver que tenían expuestos distintos artículos a la venta, pero no llegaba a distinguir ninguno desde tan lejos.
 
–¿Qué es, una joyería? –preguntó Kei.
–Parecido, pero no. Trabajan sobre todo con metales preciosos, como el oro.
–O sea, una joyería –repitió Kei.
–¡Que no! –insistió Leta, aunque le daba la risa–. En las joyerías venden... pues joyas y piedras preciosas. Aquí trabajan casi solo con metales.
–Lo importante –dije para que me hicieran caso– es que venden anillos, ¿no? ¡Muy bien, allévoy!
–Pero si ya tienes un montón de anillos, capullo –protestó Kei–, y nunca te los pones.
–Nunca se tienen suficientes anillos.
–Ni que fueras Sonic.

Me abrí paso entre la multitud, con los ojos fijos en los expositores, atraído por su brillo como una polilla hacia la luz. Tenían anillos, sí, pero también brazaletes, pendientes, pulseras, diademas, colgantes e incluso relojes.

Tardaría años en verlo todo –pensé.
–Bienvenidos, kupó.

Detrás del mostrador había un moguri, el encargado de la tienda. Para quien no haya visto nunca un moguri: son unos diminutos seres de color blanco con una capa de pelo tan fina que pueden pasar perfectamente por peluches. Tienen dos pequeñas alas de murciélago a la espalda, los ojos siempre cerrados, una enorme nariz y un pompón rojo sobre la cabeza que, por lo que se cuenta, es mejor no tocarles.

–Buenas –saludamos.
–No hay huevos a tocarle el pompón –me retó Kei, como si hubiera leído mi explicación de antes y quisiera picarme.
–¡Pues claro que no! –contesté.
–¿Buscáis algo en concreto, kupó?
–Gracias, solo estamos mirando –dije.

Casi todos los artículos eran puramente ornamentales o, dicho de otra forma, para hacer bonito y nada más. Pero también había unos cuantos elaborados con materias primas especiales que otorgaban habilidades especiales al ponérselos, igual que el anillo que me dio Ryuzaki y con el que resistí el fuego de Moltres.
 
No se lo llegué a devolver –recordé–. Debería buscarlo y dárselo.
 
Primero miramos estos últimos accesorios, que, como es natural, eran los más caros. Los había para todos los gustos, colores y tamaños y para casi cualquier parte del cuerpo. Algunos proporcionaban inmunidad frente a los elementos y ciertos hechizos, otros aumentaban el poder mágico o la velocidad... y otros tenían efectos tan complicados que ni siquiera me molesté en intentar entenderlos.

–Joder, mira este –decía Kei–. Te lo pones y te rebotan los ataques. ¡Eh, y este te vuelve invisible, todavía mejor!
–Son demasiado caros –suspiré–. Y tampoco los necesitamos.
–Pero nos podían venir muy bien. ¿Sabes lo que podría hacer yo con un anillo de invisibilidad?
–¿Darles collejas a Belazor y Ryuzaki?
–Entre otras cosas.
–Bueno, pues hazte mago y aprende a usar la magia Tenue.
–¡¿QUÉ?! ¿Que te puedes volver invisible con una magia y yo sin saberlo? Ya estás aprendiendo a usarla.
–Tus ganas. A tanto no llego. Para empezar, es magia arcana, o sea, que es difícil de cojones y solo para magos experimentados. Y segundo, no se puede lanzar y ya está. El efecto depende del poder mágico; si no tienes suficiente, igual solo te vuelves transparente y se te sigue viendo, como si fueras de cristal. Y si la lanzo yo, que aún no puedo ni con los hechizos de nivel 3, imagínate.
–Pues vaya –suspiró.
–Quien algo quiere, algo le cuesta. Así que te toca empezar a ahorrar si quieres volverte invisible.

Por su parte, Leta buscaba accesorios cuyos efectos resultaban más prácticos a largo plazo.

–Este collar regenera la magia según andas. Nos vendría bien para lanzar hechizos más rato.
–Un collar así sería perfecto para ti, que puedes curarnos. Los demás no podemos hacer nada sin ti.
–Lo dices como si sirviera de algo en combate...
–Eres la más importante en combate –insistí–. ¿Cómo crees que habríamos aguantado la Caverna de las Llamas de no ser por ti?
–Pero yo no puedo hacer daño...
–Eso tiene solución. Te compramos un bate de béisbol y que Kei te enseñe a repartir como hace él con Blackrose.
–La clave está en acertar en las articulaciones –explicó como si fuera un profesional. 
 
Leta se echó a reír y su rostro brilló como toda la joyería que nos rodeaba. Me sentía tan feliz con ella y con Kei, tan relajado, que hasta el pasatiempo más soso del mundo se convertía en una actividad inolvidable.
La mercancía que el moguri tenía a la venta era apasionante, pero se nos iba del presupuesto y tampoco necesitábamos nada, así que poco a poco fuimos pasando a la joyería sin poderes, que era bastante más barata, pero igual de elegante para mi gusto. También era más colorida, quizá porque los materiales eran más baratos o porque a la clientela más elitista no le gustaba salirse del dorado y el plateado.
Mis ojos examinaban a gran velocidad lo que había expuesto. Había anillos de tela, de cuero, de metal, ¿de hilo? Jamás pensé que se podría confeccionar accesorios con tanta variedad de materiales. Mientras tanto, oía a Leta explicarle a Kei la historia del mercadillo.

–Aquí todo lo que venden es artesanal. Sobre todo lo de los moguris, son trabajadores muy dedicados.
–Quién lo diría, con esas patitas.
–¡Shhh! No te burles de ellos.
–¡Como si no lo hubieras pensado tú también!
–¡Ji, ji! Bueno, sí que son bastante monos.
–¿Cómo crees que hacen para coger los martillos en la forja?
–¿Tendrán ayudantes? No lo sé...
 
Mi reflejo en el cristal que protegía los anillos sonreía. Mis labios flotaban sobre un anillo especialmente llamativo que me incliné para estudiar más de cerca. Era un aro metálico sencillo, pero a lo largo de la superficie tenía dibujadas varias formas circulares de distintas dimensiones. Algunos de esos círculos deformados estaban dentro de otros, unos eran blancos, otros negros. El diseño era cautivador, incluso hipnótico. Supe que era para mí.
 
–Disculpe, ¿cuánto cuesta este?
–¿El anillo orbicular? ¿Quieres probártelo primero? 
–¿Puedo?

Como respuesta, el moguri levantó el cristal que protegía los anillos. Se abría hacia fuera, de modo que servía a modo de pantalla para que el posible cliente no pudiera llevarse nada. Cogió el anillo, volvió a cerrar el cristal y me lo dio en la mano.
Acaricié los círculos. No eran dibujos, sino que tenían relieve y resultaba extrañamente satisfactorio rozarlos con las yemas. Me lo metí en el dedo anular de la mano izquierda. Entró sin ofrecer resistencia, tenía el espacio justo para poder girarlo, pero no estaba lo bastante suelto como para que se me saliera solo, y también me lo podía sacar sin problema.
 
–Me lo llevo –dije sin pensarlo dos veces.
–Serán trescientos guiles, kupó.

Saqué la cartera del bolsillo y conté las monedas. Solo llevaba unos mil quinientos guiles conmigo. Una quinta parte de mis ahorros actuales hasta que cobrase la pensión de orfandad... Pero qué demonios, un día es un día, y me merecía un regalo de cumpleaños. Saqué los trescientos y se los di al moguri. 

–Muchas gracias, kupó. Volved pronto.
–Sigo diciendo que tienes demasiados anillos –protestó Kei mientras nos alejábamos
–¿Te da envidia? Si quieres, te compro uno.
–Que no, coño. Yo para qué voy a querer anillos.

Empecé a recorrer con el anular derecho los surcos de las formas del anillo.
Seguimos caminando entre puestos de ropa y de juguetes y no tardó en llegarme el olor de la comida recién hecha.


–Qué bien huele –dejó caer Leta.
–¿Qué os apetece cenar? –pregunté.
–Vamos a ver qué tienen. 
 
Había tanta variedad de comida en los puestos como de accesorios en la tienda del moguri. En unos preparaban carne a la parrilla, se oía el chisporroteo en la sartén y el intenso olor me hacía la boca agua. En otros, asaban la carne delante de una fogata. Luego pasamos por un puesto de encurtidos y torcí la nariz. No me gustaban nada, y menos aún el olor acre del vinagre. También había puestos de frutos secos garrapiñados, otros con manzanas de caramelo y algodón de azúcar, los más modestos tostaban castañas y mazorcas.

–Yo creo que me voy a pillar un bocata de panceta –dije.
–Yo igual también, huelen que te mueres –dijo Leta.
–Pues yo uno de chistorra –dijo Kei.

Hicimos cola en uno de los puestos. Los trabajadores estaban tan atareados que casi me daba pena darles más trabajo, pero, al fin y al cabo, para eso estaban allí, ¿no?
Nos tomaron nota de la comida, pagamos y empezaron a prepararla. Yo me quedé esperando para recogerla mientras Leta y Kei buscaban un sitio en el que sentarse. No tardé en ver a uno de los cocineros colocando varias lonchas de panceta sobre una placa de hierro. Empezaron a chisporrotear al instante.

–Me da que eso es para mí –me dije.
 
Miré a mi alrededor, a los asistentes del mercadillo. No conocía a nadie, como era de esperar; imaginé que había venido gente de muchas ciudades distintas. Me fijé en un chaval bastante mono varios puestos a lo lejos, tenía el pelo castaño muy corto, pecas en la nariz y los ojos verdes. No le quité la vista de encima hasta que empezaron a gritar mi nombre.
 
–¡Dívdax! –repetía el camarero–. ¡Dos de panceta y uno de chistorra!
–¡Soy yo, aquí! –le llamé mientras gesticulaba con los brazos. Era difícil hacerse oír entre la marabunta.

El camarero se acercó y me dio los tres bocadillos, cada uno metido en una bolsa de papel. Le di las gracias y me fui a buscar a Leta y a Kei. Me dirigí a la zona de los bancos, pero no los veía por ninguna parte. Al que sí vi fue al chico de antes, el de las pecas. Me quedé mirándole más tiempo del políticamente
correcto hasta que por fin encontré a Leta y a Kei en una escalera.

–¿No había un sitio más lejos? –protesté de broma cuando llegué.
–¿Qué pasa, querías estar más cerca de ese guaperas? –se rio Leta.
–¡Pero bueno! ¿Me estabas mirando?
–A ese sí que le comías la panceta, ¿eh? –se carcajeó Kei.
–¡Os recuerdo que tengo vuestra cena!
 
Fingí que estaba indignado, pero en realidad me estaba muriendo de la risa. Y un poco también de la vergüenza. Les di los bocadillos y me senté al lado de Leta, porque no había sitio junto a Kei. Saqué de la bolsa la punta de mi bocadillo y le di un mordisco. El pan crujió y el sabor salado de la panceta me llenó la lengua, pero estaba más caliente de lo que pensaba. Abrí la boca y traté de abanicarla con la mano para que la panceta se enfriara antes de tragármela.
 
–Pues está bien el mercadillo –dijo Kei.
–La verdad es que sí –coincidí después de tragar–. No venía desde que era muy pequeño.
–Yo vengo todos los años –dijo Leta–. Qué lástima que este año no esté el puesto de los juegos de mesa.
–¡Ya te lo conoces de memoria y todo! –dije–. Si es que sales una barbaridad.
–¡Eres tú el que sale poco! –me riño.
–¿Y es culpa mía?
–¡Pues a lo mejor sí! Deberías intentar ser más amable con la gente.
–Agh... –gruñí.

Me enfadé un poco. Quise decirle que no era mi intención ser borde, que quería llevarme bien con todo el mundo. Me habría encantado salir con Schío y el resto, hacer chistes con Gawain en clase, tal vez ligar con Lisander... Pero no era tan fácil, tenía miedo de lo que pudiera pasarme por confiar en la persona equivocada. Además, Leta era tan agradable que congeniaba a la perfección con todo el mundo, mientras que a mí me reconcomía la conciencia cada vez que me acordaba del desayuno con Mako el día anterior y de la reacción de Belazor cuando nos cruzamos. Si hubiera hecho mejor las cosas...
No, no era el momento de venirme abajo. Estaba celebrando mi cumpleaños, ¡nada de autocompadecerme! Leta no quería molestarme, sino ayudarme.

¿No pensabas ayer que tu vida iba a empezar a cambiar? ¡Pues es el momento de hacerlo realidad!
–Tienes razón –le dije–. Voy a intentar cambiar y llevarme mejor con todo el mundo.
–¿Lo prometes?
–Lo prometo –y lo dije completamente en serio.

Seguí comiéndome el bocadillo y me di cuenta de que Kei estaba muy callado.

–¿En qué piensas? –le pregunté.
–En que debería ser ilegal lo bueno que está esto –dijo antes de pegarle un enorme bocado a su cena.
–Como te atragantes, yo no te salvo –dijo Leta.
–¿Cuando nos atacan monstruos de fuego sí pero en un accidente doméstico no? –se rio Kei.
–¡Cualquiera te hace la maniobra de Heimlich, con lo alto que eres!

Me terminé el bocadillo y me limpié la grasa de la boca con un pañuelo.

–Bueno, pues creo que voy a por una mazorca. ¿Os compro algo?
–¿Tienes más hambre, cabrón? –me picó Kei.
–Es el postre –dije. Leta se echó a reír.
–Voy yo a por ella –se ofreció Kei–. ¿Te pillo algo, Leta?
–No, grafiaf –dijo con la boca llena. Aún le quedaba casi medio bocadillo sin comer.

Le di las monedas a Kei y se fue al puesto de las mazorcas para hacer cola. Miré a la gente que iba y venía mientras oía a Leta masticar a mi lado. El guaperas de antes ya no estaba a la vista. Una lástima.

–¿Qué opinas de Kei? –le pregunté a Leta.
–Es simpático –dijo–. Me hace gracia lo basto que es a veces, pero se nota que tiene buen corazón.
–Sí, es muy buen chico.
–¿Qué pasa? ¿¿Te gusta??
–¿Qué? ¡No! No te lo preguntaba por eso.

Apoyé las manos en el escalón, pero estaba bastante frío, así que las dejé en el regazo.

–Hacía mucho tiempo que no me quedaba solo contigo. Por eso preguntaba.
–Es verdad. Desde que llegó Kei pasas más tiempo con él que conmigo.
–Uy, uy, uy. ¿Estás celosilla?
–No. Es normal que estéis tanto tiempo juntos, compartís habitación y todo. Además, ya sabes que a mí lo de entrenar no me hace mucha gracia.
–No quiero que te sientas excluida. Sigues siendo mi mejor amiga y nada va a cambiar eso.
–Lo sé.
–Un momento. ¡No te gustará Kei a ti! ¿Por eso estás celosa?
–¡Qué dices! Somos amigos, nada más. Y te he dicho que no estoy celosa.
–Vaya, vaya, la gatita enseña las uñas –me reí.

Me dio un codazo y yo levanté las manos para amenazar con revolverle el pelo, aunque no llegué a tocárselo, porque no quería llenárselo de grasa y migas. Así estábamos cuando volvió Kei, con una mazorca en cada mano.

–¿No me puedo ir ni dos minutos sin que os saquéis los ojos? –dijo.
–¿Qué eres ahora, nuestro padre? –me burlé.
–Soy el mayor por edad y por tamaño. Eso me convierte en vuestro responsable.
–Pues estamos apañados... –dijo Leta.
 
No lo pude evitar y estallé en carcajadas.
 
–¡Ahí te ha pillado! –conseguí decir entre risas–. Qué gratuito. ¡Me meo! 
–¡Pero bueno! –protestó Kei, aunque él también se estaba aguantando la risa.
 
Alargué la mano hacia Leta y la chocó conmigo.
 
–¿A que te quedas sin mazorca, por listillo?
–¡No, no, no, porfa! Me portaré bien... Keiichi
–dije su nombre completo con sorna.

Esta vez fue Leta la que empezó a reírse como una descosida.
 
–Pero ¡qué os ha dado de repente conmigo! –gruñó Kei entre risas.
 
Las mazorcas estaban atravesadas a lo largo por un palo. Kei me tendió la mía por uno de los extremos, la cogí y empecé a mordisquearla. El maíz estaba muy bien tostado y se notaba el sabor de la mantequilla. Nos quedamos un rato en silencio, Kei y yo comiendo nuestras mazorcas y Leta terminándose el bocadillo.
 
Cuando acabamos, me levanté y me sacudí las migas del regazo. Se me había quedado el culo frío de estar sentado. Leta y Kei también se levantaron y seguimos dando vueltas entre los puestos hasta que terminamos de verlos todos. Leta se quedó un buen rato mirando pañuelos hasta que se decidió por uno de tono verde vidrio. Se lo ató alrededor del cuello.

–¿Y ahora qué? –pregunté–. ¿Sugerencias?
–Podemos ir a la disco –propuso Leta.
–¿A ese horror con música a tope y luces infernales? –me quejé.
–Era por dar ideas...
–¿Y por qué no? –dijo Kei–. Yo me apunto.
–Bueno, hace frío y no me quiero volver al Jardín tan pronto –dije. Miré el reloj, aún eran poco menos de las diez–. Está bien. ¿Sabes dónde está?
–Sí, venid conmigo.
 
Nos alejamos del mercadillo y Leta nos guio por las calles de Balamb. Me hacía gracia el contraste de pasar de un mercadillo tradicional a un sitio tan moderno como una discoteca. Poco a poco, se empezaba a oír música alta en el aire y llegamos hasta un local con bastante jaleo cerca de la estación de trenes. Respiré hondo antes de entrar, como si fuera un lugar contaminado.
El sitio estaba oscuro, alumbrado solo por luces que parpadeaban y focos móviles, y mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la iluminación. No era exactamente una discoteca, sino más bien una sala de conciertos, pero estaba bastante llena y la música hacía daño en los oídos de lo alta que estaba, así que al poco de entrar ya estaba deseando salir. Me giré para hablar con Leta y Kei.

–Bueno, ¿qué se hace en estos sitios? –pregunté de coña–. ¡Eh! ¿Y Kei?
–¡¿Qué?! –gritó Leta para hacerse oír entre el ruido.
–¡Que dónde está Kei! –le grité yo a ella.

Miramos alrededor, pero no se le veía por ninguna parte. Y era difícil no ver a Kei entre la multitud.

–¡Pero si estaba aquí ahora mismo! –dijo Leta.

Justo en ese momento se paró la música y hablaron por megafonía.

–¡Atención! ¡Atención todo el mundo!
–¿Ese no es Kei? –pregunté.
–¡Pero qué hace en la sala del pinchadiscos! –dijo Leta, atónita.
–Atención –anunció Kei por el altavoz–. ¡Esto es una redada! –la gente se puso tensa de pronto y un par de personas echaron a correr–. ¡Que no, que es broma! ¡Hoy es el cumpleaños de mi amigo Dívdax, así que felicitadle todos! Y si a alguno de vosotros le va el rollo de... Ya sabéis...

En ese momento quise que me tragara la tierra. Menos mal que nadie sabía quién era y no me iluminaron con los focos, porque de lo contrario habría matado a Kei. Cuando volvió con nosotros, estaba tan avergonzado que no supe qué decirle y simplemente me quedé cerca de Leta, intentando imitar sus pasos de baile.
En el rato que estuvimos ahí dentro le entraron un par de chavales jóvenes y uno no tan joven, y yo me sentí un poco cohibido, como si pudieran ponerse agresivos conmigo por verme cerca de ella. Se darían cuenta de que solo éramos amigos... ¿verdad?
Cada pocos minutos, la música paraba y una mujer vestida de rojo brillante anunciaba al siguiente grupo. Todos parecían aficionados, no mucho mayores que nosotros, y tocaban canciones que se parecían bastante. No me pareció que ninguna destacara hasta que subió al escenario un grupo que se hacía llamar Unleashed.


El guitarrista, que también era el vocalista, llevaba una camisa negra de manga corta, tenía los brazos plagados de tatuajes, barba de dos días y el pelo alborotado, con unos mechones rubios y otros de color negro. Era algo mayor que el resto de cantantes. Pero no fueron su estética ni su música lo que me llamó la atención, sino la letra de su canción.

“Es hora de huir
Me largaré de aquí
Y sin mirar atrás”.

La melodía me cautivó desde el segundo uno y me puso la piel de gallina, como si estuviera escrita para mí.

“Pues sé que llegaré
Donde nadie nunca fue
Y sin mirar atrás”.

Me resultaba tan familiar, tan cercana, que llegué a pensar que la había escuchado antes.

“¿Cómo sabré cuándo he llegado?
¿Y cuándo me tendré que ir?

Todos empezamos de cero,
Pero no hay que temer,
La posibilidad
Es infinita.
 
La noto, la siento,
Por fin la voy a alcanzar,
Esta posibilidad.

La noto, la siento aquí,
Estaba dentro de mí
Y me dio la libertad
De la posibilidad”.

La letra hablaba del miedo a perder la oportunidad, de lo abrumadora que puede llegar a resultar la libertad, pero, sobre todo, de la posibilidad. “La posibilidad es infinita”, repetía el vocalista. Ante nosotros se abrían caminos ilimitados. Nuestro futuro era un lienzo en blanco y nosotros sosteníamos el pincel: podíamos hacer cualquier cosa, ¡podíamos hacerlo todo! Nuestras posibilidades eran infinitas.
 
En ese momento fui consciente de todo lo que me había estado perdiendo en los últimos años. Por haber pensado mal de las discotecas no había conocido esa euforia ni canciones tan buenas como esa. Por no haberme llevado bien con mis compañeros de clase no me había divertido con ellos como me estaba divirtiendo ahora con Kei. Tenía que cambiar. ¿Quién sabe qué más me habría estado perdiendo hasta entonces? Decidí que a partir de ese mismo día iba a cambiar mi forma de ser.
 
Sé que suena a cliché, pero sentí que la canción estaba dirigida solo a mí. El ritmo de la guitarra me atrapó por completo y, para cuando me quise dar cuenta, estaba coreando en primera fila con toda mi alma y saltando al ritmo de las notas. Aquella canción me llenó de inspiración, me sentía capaz de hacerlo todo. Me empapé de cada palabra y me sentí completamente en sintonía con el mensaje. Cuando acabó, vitoreé al grupo con todas mis fuerzas y lo único que me dio pena fue que la canción y que aquella noche no durasen para siempre.

12 de octubre de 2010

XI: Buscando el camino

Abrí los ojos de golpe. Me incorporé para asegurarme de que seguía en mi habitación. Todo estaba en penumbra, pero los primeros rayos de sol se filtraban por las rendijas de la persiana. Kei estaba tirado en su cama y respiraba sonoramente, no le oí llegar por la noche. También se podía escuchar a lo lejos los cantos de los madrugadores pájaros. Me levanté y entré en el baño.
Recordé lo que había pasado la noche anterior, mi conversación con Seymour y la decisión que había tomado con respecto a Moltres. Le había estado dando vueltas hasta que conseguí dormirme. Había valorado la posibilidad de esconder temporalmente el collar en alguna parte, como el patio, y más adelante, cuando tuviera la oportunidad de salir del Jardín, tirarlo al mar, o incluso volver a la Caverna de las Llamas para arrojarlo al río de lava. Hasta cabía la posibilidad de que otra persona descubriera el collar antes de que yo tuviera la oportunidad de recuperarlo, lo cual me vendría aún mejor, porque nadie sospecharía lo que era ni que había estado en mis manos.
No obstante, era una decisión irresponsable y me daría más problemas de los que solucionaba. El collar podía acabar en manos de cualquiera, y sabía de primera mano lo peligroso que era. Me mantuve fiel a mi decisión: le llevaría el collar al director Cid y no había más que hablar.

Salí del baño, me vestí sin hacer ruido para no despertar a Kei y me guardé en el bolsillo el calcetín en el que había metido a Moltres. Puse la mano en el pomo, pero dudé. Me di la vuelta para mirar mi bastón. ¿Y si me lo llevaba como medida de seguridad?

No seas paranoico, Div me dije–. Seymour ya no está en el Jardín. Además, no creo que esté bien visto ir armado al despacho del director.

Cogí solamente la llave y el collar, salí de la habitación, cerré en silencio y eché a andar por el pasillo. Pasé por delante del patio interior, donde había hablado con Seymour la noche antes, y miré por instinto. Estaba desierto, como era de esperar a esas horas, pero me asustaba la idea de que pudiera seguir allí esperándome.

Al entrar en el vestíbulo, me sorprendió que las luces estuvieran apagadas. Por los ventanales entraba luz más que suficiente, así que no le di importancia. Tal vez no estaban programadas para encenderse tan temprano un sábado.
Aún era pronto para ir a desayunar y no quería distraerme ni llevar encima a Moltres más tiempo del necesario, de modo que subí las escaleras del vestíbulo y llamé al ascensor. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo ridículo que era tener un ascensor encima de un tramo de seis escalones, pero tenía problemas más grandes de los que preocuparme que la accesibilidad del Jardín.
Miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera nadie, aunque tampoco estaba haciendo nada malo. Me llevé la mano al bolsillo para asegurarme de que el calcetín de Moltres seguía en su sitio.
Llevaba unos segundos allí plantado cuando caí en la cuenta de que ni siquiera se oía el motor del ascensor. Volví a pulsar el botón, pero obtuve el mismo resultado. Lo intenté varias veces más, pero el ascensor no se abría.

–A lo mejor no está operativo, igual que las luces –me dije.

Me di por vencido y decidí subir por las escaleras, pero en cuanto le di la espalda al ascensor se encendieron las luces del vestíbulo, como si estuvieran esperando a que cambiara de idea. Ahora que parecía que la luz estaba conectada, quise volver a pulsar el botón del ascensor, pero la cabina se abrió de par en par antes de que me diera tiempo.
Intenté no empezar a pensar cosas raras desde por la mañana y entré. Estaba en el piso 0 y el de las aulas era el 1, de modo que pulsé el 2 para subir al despacho del director. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó... a bajar.

–Pero ¿qué...? ¡Abajo no, arriba!

No sabía que hubiera más plantas por debajo del Jardín. ¿Sería que funcionaba mal porque acababa de encenderse? ¿O era todo un truco del director Cid y tenía su despacho en una planta inferior? Pero sí que había visto las escaleras que llevaban a la segunda planta, aunque nunca las hubiera subido. Si el despacho estaba abajo, ¿había otra cosa arriba?

No le di mayor importancia. Tras un largo minuto, el ascensor tocó el suelo y la puerta se abrió. El olor a polvo y humedad me llenó los pulmones y empecé a toser.

–¿Hola? –llamé–. ¿Director Cid?


Intenté apartar el aire con las manos para respirar mejor. Había unos pequeños escalones delante de mí, similares a los del vestíbulo, y tras ellos comenzaba un suelo metálico, pero no podía ver nada más, porque la única luz de la sala procedía de la cabina del ascensor. Me asomé desde la puerta, pero no veía nada ni a nadie. Desde luego, no parecía lugar para un despacho.

–¿Hay alguien?

Empecé a tener un poco de miedo de la oscuridad y pulsé el botón 0 para volver a la planta baja. No funcionó. Probé también con el 1 y el 2, pulsé incluso el botón de la alarma, pero nada dio resultado. Estaba claro que el ascensor estaba averiado.
Decidí salir del ascensor. A lo mejor había llegado a la sala de mantenimiento del Jardín y me encontraba con Ryuzaki o alguien del personal que pudiera ayudarme.
Di dos pasos al frente y, de nuevo como si estuvieran esperando a mi reacción, las puertas se cerraron a una velocidad peligrosa. Me giré y vi desaparecer la poca luz que había en la sala. El ascensor estaba subiendo. Me entró miedo.

–¡Eh, oye, no! ¡Abre!

Tanteé el marco del ascensor con las manos para buscar el botón de llamada, pero no lo encontraba. El pánico iba en aumento.

Tranquilo, Div –me dije–. Lo habrá llamado otra persona, seguro que vuelve enseguida.

Continué buscando el botón a tientas, pero pasó un minuto, pasaron dos, luego tres... y seguía a oscuras y sin encontrar el botón.

–¿Hola? –llamé–. ¿Me oye alguien? ¡Director Cid! ¡Ryuzaki! ¿No hay nadie?

Cerré los ojos para intentar escuchar algo, pero no se oía nada. El sótano estaba en el más absoluto silencio y yo me estaba empezando a poner nervioso.

Vale, no sabemos dónde estamos ni por qué, pero no nos podemos quedar aquí parados. Hay que buscar una salida. Lo primero es reconocer dónde estoy.


Aún temeroso, di la espalda al ascensor y comencé a tantear el terreno con los pies para encontrar los escalones. No quería tropezarme y hacerme daño. Avancé muy despacio, arrastrando los zapatos, y no tardé en notar un desnivel. Me arrimé con un pie y bajé el contrario para seguir tanteando. Había una plataforma muy estrecha y otro desnivel, deduje que era el primer escalón. Repetí el mismo proceso para bajarlos poco a poco hasta que el suelo empezó a brillar. Pegué un respingo por la sorpresa.

–¿Y esto?

Había llegado al suelo de la sala y al pisar una de las baldosas metálicas empezó a emitir un extraño brillo azulado. Alumbraba lo justo para ver los cinco escalones que acababa de bajar, pero era una luz tan tenue que no llegaba ni a la cabina del ascensor. Además, estaba empezando a apagarse.
Pisé otra baldosa a su lado y empezó a emitir el mismo brillo que la primera. De nuevo, el brillo se mantuvo durante unos tres segundos antes de empezar a atenuarse hasta casi desaparecer.

Bueno, al menos tengo un poco de luz.

Comencé a abrirme paso por la sala gracias al brillo de las baldosas. Aunque me refiera a ellas como baldosas, eran más bien plataformas metálicas de distintas formas separadas por un par de centímetros unas de otras. Era de debajo de cada baldosa, del propio suelo, de donde salía la luz. No entendía ese sistema de iluminación ni el motivo de su instalación, pero era mejor no cuestionárselo. Pensé que eran cosas del director Cid y lo dejé estar.

No podía evitar sentirme incómodo en ese lugar, y no ver dónde me llevaban mis pasos solo empeoraba mi malestar. Todo estaba oscuro, caminaba con la sensación de que acechaban enemigos en todas las direcciones. No me atrevía a mirar hacia delante todo el tiempo porque temía un ataque lateral o por la espalda, pero si miraba a otro lado me arriesgaba a tropezar con lo que pudiera aparecer por delante. Me consolé pensando que el silencio, por opresor que fuera, era señal de que no había monstruos. O de que, si los había, no estaban despiertos...

Menuda forma de empezar el fin de semana... ¿Cómo he acabado aquí? Es ridículo. Tiene que haber una explicación.

No tardé en intuir la silueta de algo que parecía una mesa. Al acercarme más descubrí que no era exactamente una mesa, sino un panel de mando que no parecía precisamente moderno. Tenía un hueco en el centro como para una silla, pero no se veía ninguna cerca. Empecé a pensar que había acertado con la teoría de la sala de mantenimiento hasta que me di cuenta de que los botones estaban completamente cubiertos de polvo. Soplé para apartarlo y conseguí provocarme un ataque de tos. Cuando se me pasó y se disipó el polvo, intenté buscar alguna indicación entre los botones, pero entre la poca luz y que tenía que cambiar de baldosa constantemente para no quedarme a oscuras era misión imposible.

–Necesito luz como sea. ¡Piro!

El motivo por el que los magos usamos bastones es porque contienen catalizadores (normalmente cristales, aunque existen otras variantes) que permiten materializar el poder mágico. Hacer magia sin artefactos de ningún tipo es lo que se conoce como magia pura, y es más difícil y peligrosa de realizar porque emplea tu propio cuerpo como catalizador.
Cuento esto porque en aquel momento convoqué la magia sin pensar y recibí un doloroso recordatorio de por qué no se debe hacer así. Sentí una fuerte quemazón a lo largo del brazo derecho, como si una lengua de fuego lo envolviera hasta llegar a mi mano. Me encogí y me llevé la otra mano al brazo herido, pero el daño ya estaba hecho. La llama no llegó a materializarse porque perdí la concentración por culpa del dolor.

–No puedo usar tanta energía si no quiero quemarme vivo.

Miré a mi alrededor en busca de algo que pudiera servirme, pero era evidente que no iba a encontrar un bastón de repuesto esperándome precisamente a mí. Respiré hondo antes de volver a intentarlo. Me arremangué y volví a conjurar el hechizo. Ojalá me hubiera traído a Estrella Fulgurante...

–Piro.

Esta vez utilicé muy poca energía. Volví a sentir el calor en el brazo, pero lo agarré con fuerza con la mano izquierda hasta que una pequeña llama se encendió unos centímetros por encima de mi palma derecha.

El brazo no me quemaba tanto como antes, pero notaba un fuerte calor, como si lo hubiera puesto sobre una hoguera, así que tenía que acabar lo antes posible. Dirigí la llama hacia el panel como si fuera una linterna, sin moverla muy deprisa por miedo a que se apagara y tener que repetir el hechizo. Había más de treinta botones en el panel, varios pilotos apagados y medidores con agujas. No había nombres, letras ni símbolos por los que guiarme, así que pulsé un interruptor rojo en la esquina. Varios pilotos empezaron a parpadear a la vez que las agujas de los indicadores comenzaron a moverse.

–Encendido, supongo. ¿Ahora qué?

No quería arriesgarme a pulsar todos botones a lo loco, pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados ahora que parecía que lo había activado. Me giraba a cada momento, temeroso de que algo o alguien se me estuviera acercando por detrás. Pulsé un botón azul y la aguja de otro de los indicadores apuntó al máximo. En ese momento decidí que era mejor parar antes de que hiciera explotar el Jardín.
Dejé atrás el panel y comencé a andar pegado a la pared, en busca de una salida. Apagué el fuego para no seguir quemándome el brazo y me guie sin más luz que la de las baldosas.

El sótano estaba casi vacío. De vez en cuando veía algún tornillo caído o montones de cajas de cartón apiladas de cualquier forma. Pensé en prender fuego a una para usarla de iluminación, pero estaban apulgaradas por la humedad. En una ocasión pisé algo duro y me encontré una llave inglesa. Me agaché para recogerla por si le encontraba utilidad.
Me rugió el estómago. No había desayunado y empezaba a tener hambre.

¿Habrá cámaras aquí? –pensé–. ¿Vendrá alguien a sacarme?

Al fin me encontré ante una enorme puerta metálica que tenía en el centro algo que parecía una rueda. Tenía que ser la salida. Llamé con el puño, con la esperanza de que hubiera alguien al otro lado que pudiera abrirme.

–¿Hola? ¿Director Cid? ¿Me oye alguien? ¡Me he quedado encerrado aquí dentro! ¡Si me oye alguien, que abra esta puerta, por favor!

Pegué el oído a la puerta para intentar escuchar algo al otro lado y sentí lo fría que estaba al tacto, pero no se oían pasos, ni voces, ni golpes... Nada. Llamé con más fuerza, pero sabía que iba a resultar inútil. Si quería abrir esa puerta, tendría que hacerlo yo mismo.

Esto es ridículo –repetí–. ¿Qué estoy haciendo aquí y por qué no puedo salir? ¿Qué lógica tiene que haya un sótano en el Jardín sin acceso ni salida?

Algo resonó en mi cerebro. Había encontrado la respuesta que buscaba.

¡Claro, eso es! Esto tiene que ser otra prueba de mi entrenamiento como Seed. Tengo que demostrar que soy capaz de enfrentarme a mis miedos y de salir airoso de situaciones como esta, en entornos desconocidos y sin armas a mi disposición.

Intentando convencerme de que se trataba de un desafío al que tenía que hacer frente, retomé la exploración del sótano con fuerzas renovadas. Deberían habernos avisado de una prueba de ese calibre, pero imagino que le habría quitado gracia al asunto si hubiéramos tenido tiempo de prepararnos. Pero ahí estaba yo, solo en medio de la oscuridad. Y pensaba salir victorioso.

Estudié la puerta con las manos. Parecía una puerta estanca, como las que hay en los submarinos, porque no tenía ni picaportes de ningún tipo: no había más forma de abrirla que girando la rueda. Tiré de uno de sus radios con todas mis fuerzas, pero aún me dolía el brazo derecho por el esfuerzo de los hechizos, y con una sola mano no iba a conseguir nada.
Decidí esperar un rato para que se me pasara el dolor y continué explorando el sótano mientras tanto. Seguí caminando pegado a la pared hasta que al cabo de unos minutos volví frente al panel de control. Parecía que la puerta era la única salida. Comencé a dar una segunda vuelta, esta vez más alejado de la pared, por si había más objetos en mitad del sótano que pudieran ayudarme a hacer ceder la rueda, darme luz o cualquier otra cosa.
Casi no me lo creí cuando vi la forma de una carretilla elevadora. Creo que se llaman así, son esos vehículos pequeños que tienen delante dos placas horizontales y delgadas para levantar palés.
Estaba caída, casi volcada del todo, sobre unas cajas viejas que aguantaban su peso de milagro. Estaba algo oxidada, llena de polvo y de telarañas. Una de las barras delanteras estaba partida y colgaba penosamente, parecían estar hechas de madera. No entendía que no fueran de metal, que era mucho más resistente, pero no iba a poner quejas sobre los materiales del vehículo; era mucho más de lo que esperaba encontrar.
Empujé la carretilla con todas mis fuerzas para ponerla en pie y después de lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano lo conseguí. Las cuatro ruedas cayeron contra el suelo y varias baldosas se encendieron al caer sobre ellas el peso del vehículo. Me monté y no me sorprendió que no tuviera las llaves puestas. Había una palanca para subir y bajar las barras delanteras que sí funcionaba. No iba a ser fácil mover el vehículo entero, pero tomé nota mental de su posición y sus características.

Dejé la carretilla en su sitio y retomé mi búsqueda. Tras unos minutos más de exploración, llegué a la columna central de la sala, donde se encontraba la cabina del ascensor. En lugar de subir las escaleras, me quedé en la parte de abajo y exploré la columna con las manos para buscar interruptores o cualquier cosa que se le pareciera. Lo que encontré fue un objeto frío al tacto que se agitó cuando lo toqué.
Era una cadena oxidada que colgaba de la pared. La seguí con las manos y me sorprendió lo larga que era. Esperaba que hubiera algo en uno de los extremos, pero no, lo único que noté fue que estaba sujeta por algo que parecía una argolla. Solo alcanzaba a tocarla de puntillas y la notaba igual de oxidada que la propia cadena. No parecía que cumpliera ningún propósito ahí colgada. Tal vez yo pudiera darle uno.
La agarré con fuerza y tiré de ella. Me sorprendió que no cayera. Como la luz del suelo no llegaba tan arriba, volví a examinar la argolla con las manos y descubrí el problema. No es que la cadena colgara de la argolla, sino que uno de los eslabones estaba clavado a la pared mediante la propia argolla. Seguí toqueteándola hasta confirmar mis suposiciones. Todo en ese sótano era tan extraño que mis ganas de salir aumentaban por momentos.

Me saqué la llave inglesa del bolsillo. Intenté encajarla entre la argolla y la cadena, pero la apertura no era lo bastante grande. Empecé a dar golpes con ella como si fuera un martillo, pero solo conseguí que el ruido me provocara dolor de cabeza. Se me ocurrió que tal vez sería más fácil romperlos si usaba Hielo para congelarlos primero. No quería recurrir a la magia, pero no se me ocurría otra solución.

Cerré los ojos para prepararme para lo que venía. Apunté hacia arriba y notaba que la mano me temblaba, aunque no solo por el dolor de las quemaduras previas.

–Hielo.

Pegué un grito cuando noté que se me helaba la sangre. Me sujeté el brazo por el codo con la otra mano para obligarme a mantenerlo en alto, no podía desperdiciar el hechizo. Escuché un sonido de congelación y, cuando sentí que el hechizo había terminado, bajé el brazo y lo froté con cuidado con la mano contraria. Estaba muy frío y notaba diminutos cristales de hielo a lo largo de mi piel. No era una sensación dolorosa pero sí muy desagradable. Quise arrancarme los cristales, pero no sabía si estaban pegados a la piel y no quería hacerme todavía más daño. Aguanté el frío como pude.

Tampoco podía perder tiempo con mi dolor, porque tenía que actuar antes de que la cadena se descongelara. Volví a subir la llave inglesa y con dos golpes secos rompí dos de los eslabones. El hechizo los había convertido en hielo puro en lugar de congelarlos sin más, me había excedido con el gasto de poder mágico. La cadena cayó al suelo y me agaché para recogerla. Medía un par de metros y estaba oxidada casi por completo. La llevé hasta la carretilla y la dejé en el asiento por si podía servirme.

Estaba convencido de que ya había visto todo lo que había en aquel sótano, de modo que empecé a trazar un plan. Solo había dos salidas a la vista: el ascensor y la puerta estanca. No parecía que hubiera botón para llamar al ascensor, pero, aunque lo hubiera, parecía muy poco probable que volviera a bajar. Eso solo me dejaba la puerta. Lo único que necesitaba era abrirla para poder salir, pero la rueda no cedía.

Tenía una carretilla elevadora que no se movía, una cadena de dos metros, una llave inglesa y un brazo hecho mierda. También había un panel de mando al que no le había encontrado utilidad. Intenté trazar un plan que me permitiera utilizar esos elementos para abrir la puerta.

Lo primero era llevar la carretilla hasta la puerta. Empecé a empujarla, pero apenas avanzaba, pesaba demasiado. Los hechizos de viento no iban a servir, así que valoré la posibilidad de empapar el camino con el hechizo Aqua y luego congelarlo con Hielo para que fuera más fácil deslizar la carretilla por encima, pero quería salir del sótano con los dos brazos enteros, de modo que cambié de plan.

Primero lo intenté sin la carretilla. Recogí la cadena y fui con ella hasta la puerta, la pasé entre uno de los radios de la rueda y la sujeté por los dos lados. Empezaba a notar el brazo derecho menos dolorido, los cristales de hielo se habían derretido y ya estaba casi a temperatura normal, me sentía con más fuerzas que antes.
Empecé a tirar, pero la rueda no cedía. Tiré con más fuerza e incluso me eché hacia atrás para dejarme caer y usar todo mi peso contra la rueda. Después de un rato de suplicio, me pareció oír un corto chirrido procedente de la puerta, como si la rueda hubiera cedido un poco. Esperanzado, redoblé mis esfuerzos, pero no ocurrió nada más.
Solté la cadena y probé de nuevo a girar la rueda con las manos, pero obtuve el mismo resultado que la vez anterior.

No quería empezar a usar magia con la carretilla, así que valoré otras opciones menos dolorosas y recordé el panel de control. Tal vez uno de los botones sirviera para abrir la puerta. Volví corriendo hasta él y me sentí un estúpido por no haber pensado antes en una solución tan simple. A lo mejor el truco para escapar consistía en que la puerta solo permanecía abierta durante unos segundos, pero ya me encargaría de ese problema cuando llegase; lo primero era abrirla.

El panel seguía igual que antes, con sus agujas moviéndose despacio y sus pilotos parpadeando. Si se movían es que tenía energía, tal vez pudiera usarla para recuperar la mía...

–¡Drenaje!

Un pequeño haz de energía salió disparado de mi mano, entró el panel y volvió hasta mi pecho. No me hizo daño utilizar el hechizo, porque solo sirve para absorber energía, pero tampoco sentí que recuperase mis fuerzas cuando entró en mi pecho. Probé con el hechizo Aspir, que servía para absorber energía mágica, pero obtuve el mismo resultado. No podía curarme.

Supongo que, al no ser un ser vivo, no puedo absorber su energía. Al menos lo he intentado... ¿Qué más puedo hacer?

Me negaba a volver a quemarme el brazo para tener luz, así que intenté fijar la vista todo lo posible para encontrar algo que hubiera pasado por alto en mi exploración anterior: candados, iconos, colores... Cualquier cosa que pudiera darme una indicación. Por desgracia, no lograba distinguir unos botones de otros.

No quería llegar a ese extremo, pero comencé a pulsar uno por uno todos los botones a la espera de oír el sonido de la puerta abriéndose. Tras haber pulsado más de diez, un relámpago iluminó la sala y tuve que cerrar los ojos. La luz parpadeó un par de veces antes de encenderse del todo y pude ver el sótano completamente iluminado por una multitud de luces fluorescentes situadas en un techo que estaba mucho más lejos de lo que imaginaba.
La sala era más amplia de lo que me había parecido: era una plataforma metálica circular de unos diez metros de diámetro y por lo menos cinco de alto. Ahora que tenía luz, podía verlo todo: la columna del ascensor, la puerta estanca a lo lejos, los montones de cajas, la carretilla, la forma de las baldosas... Por desgracia, no había nada de interés que no hubiera encontrado ya, pero me quedé tranquilo al confirmar que estaba completamente solo.

–Por lo menos ahora se puede ver, algo es al...

"¡CRAS!", se escucharon varios estallidos y la sala volvió a sumirse en la oscuridad.

–¡Mierda! –grité.

Supe lo que había pasado y me metí por instinto debajo del panel de control hasta que oí varios impactos contra el suelo. Las luces del sótano tenían que ser tan viejas que habían explotado al volver a recibir energía. Ahora tenía que ir con cuidado con no caerme ni sentarme en el suelo, para no clavarme ninguno.

No entendía nada de lo que estaba pasando, solo era consciente de la sensación de angustia que me invadía por momentos. Quería gritar para pedir ayuda, pero nadie iba a ofrecérmela, así que cerré con fuerza los ojos para no tener que enfrentarme a la oscuridad que me oprimía y respiré hondo hasta que conseguí tranquilizarme.

Esperé un minuto entero por precaución, para asegurarme de que todos los cristales habían caído al suelo, y entonces salí y reanudé mi tarea con los botones. Pensé que podrían haber caído cristales sobre el panel. Me quité un zapato, mantuve el equilibrio apoyando el pie descalzo sobre el calzado y metí una mano en el zapato vacío para arrastrarlo por encima del panel. No parecía que hubiera cristales, así que me volví a calzar y seguí pulsando botones. Desgraciadamente, no obtuve ningún resultado nuevo: ni se encendieron más luces, ni se abrió la puerta, ni bajó el ascensor. Por si fuera poco, el vacío del estómago ya me empezaba a doler.

No te rindas, tiene que haber una forma –me repetí.

Decidí volver junto a la puerta y no tardé ni tres pasos en pisar un cristal. Era pequeño y no me hice daño, el verdadero problema fueron el susto y la frustración de sentir que ya ni siquiera podía caminar sin peligro. Empecé a mirar el suelo con atención para localizar los cristales y evitar pisarlos. Por suerte, resaltaban ante el brillo de las baldosas.
Vi un trozo grande, de un par de centímetros, y lo recogí con cuidado para no cortarme. Me agaché para estudiarlo más cerca de la luz de las baldosas. En lugar de ser transparente, era un cristal de color blanco y tenía forma alargada, no curva como las bombillas normales. Recordé que las luces del techo eran tubos fluorescentes, lo que explicaba el color y la forma de los cristales. Aquello me dio una idea.
Por tercera o cuarta vez desde que acabé en aquel horrible sótano, di una vuelta completa al perímetro, pero esta vez un poco agachado, atento al suelo. La mayor parte de los cristales había caído cerca del centro de la sala y casi todos los trozos eran pequeños, del tamaño de una uña, pero había otros más grandes, como el primero que había recogido. Tuve suerte en mi búsqueda y encontré el extremo de uno de los tubos, con la punta intacta y todo. Medía unos cuatro centímetros de longitud y dos de grosor.
Convencido de que no iba a encontrar ningún trozo más grande, volví a la carretilla, me monté en ella y subí las barras delanteras unos centímetros por encima del suelo. Le di un pisotón a la que ya estaba rota para arrancarla del todo. La recogí, era un trozo de madera larga y fina de unos treinta centímetros de largo y bastante más ancha que el cristal. Quería encajar el cristal en la punta, pero era evidente que no cabía, de modo que dejé el cristal en el asiento de la carretilla, blandí el trozo de madera como si fuera una espada y le di un golpe fuerte contra el suelo. No sabía cómo de vieja era la madera, pero aún aguantaba lo suficiente como para no romperse a la primera. Le di unos cuantos golpes más y después me agaché para verla a la luz del suelo. Había logrado quebrar la punta, que ahora tenía forma diagonal y parecía lo bastante fina como para que encajara el cristal. Lo recogí de nuevo y conseguí incrustarlo en la barra. Pensé en el hechizo menos dañino que se me ocurrió y apunté hacia delante con mi bastón improvisado.

–Aero.

Sentí pasar una corriente que me revolvió el vello del brazo derecho y escuché un golpe de aire contra la carretilla, como el que hace el viento al chocar contra algo. El experimento había dado resultado: había conseguido un catalizador de magia. Era de peor calidad que mi bastón normal, pero ya no notaba la carga completa del hechizo en mi cuerpo, solo una pequeña parte.

–Ahora sí que puedo intentar mover la carretilla. Aqua.

El brazo se me llenó de gotas de sudor y algunas de ellas salieron disparadas hacia delante para formar parte del hechizo, que utilizaba el agua de mi interior, pero no sentí dolor, solo una sensación de molestia. Un chorro de agua empapó el suelo por delante de la carretilla. Saltaron varias chispas de las baldosas de debajo y dejaron de brillar, pero no pasó nada más. Me sequé el brazo con la manga antes del siguiente hechizo.

–Hielo.

El camino mojado se convirtió en un camino de hielo. Empujé la carretilla por detrás y tuve que hacer mucha fuerza para llevarla hasta el hielo, pero el proceso se volvió mucho más fácil en cuanto las ruedas delanteras estuvieron encima. Cuando el camino de hielo se terminaba por delante, volvía a repetir los dos hechizos antes de seguir empujando desde detrás. El brazo se me empezaba a quedar frío después de tanto mojarlo y congelarlo, tenía las mangas empapadas de secármelo sin parar. En una de esas veces, me desequilibré mientras empujaba y me resbalé con el hielo. Caí hacia delante, me di un golpe seco en la frente y me caí de bruces contra el suelo.
Me llevé las dos manos a la frente y me encogí de dolor. Había hecho demasiada fuerza con los brazos y había perdido agarre en los pies, me había golpeado contra la parte trasera de la carretilla y luego había caído al suelo. No estaba sangrando, pero me sentí tan imbécil por mi falta de cuidado y tan impotente ante el dolor que quise llorar.

Ojalá te hubieras clavado un cristal para rematar, por imbécil –me deseé.

No quería levantarme; quería hundirme en aquella oscuridad, fingir que todo era un mal sueño y despertarme en mi cama como si nada hubiera ocurrido. Pero una pierna se me estaba quedando fría porque había aterrizado sobre el hielo, el dolor me indicaba que no estaba soñando.

Estiré un brazo hacia arriba y me agarré al borde de la carretilla. Hice fuerza para levantarme y clavé los pies en el suelo para no tener que apoyar las manos ni las piernas; no quería clavarme cristales.

Volví a crear el camino de hielo delante de la carretilla, pero esta vez, a la hora de empujar desde detrás, lo hacía con las piernas separadas, para evitar pisar el hielo. Era una postura incómoda y me sentía un poco ridículo, pero tenía que mover la carretilla de alguna forma y no quería llevarme más golpes.

Cuando estuve a menos de medio metro de la puerta, cogí la cadena, que seguía colgando de la rueda central, y le hice un nudo como pude alrededor de uno de sus radios. Intenté meter el otro extremo de la cadena en la barra que aún le quedaba a la carretilla.

–Encaja, estúpida...

Los eslabones eran demasiado estrechos, así que probé de otra forma. Enrollé la cadena a lo largo de la barra.

–Aqua –lancé, y cadena y barra quedaron empapadas. Después, añadí–. Hielo.

Tras utilizar los dos hechizos, tanteé la barra con las manos para asegurarme de que esta vez solo había congelado el agua, no la cadena antera. Lancé otras dos o tres veces más cada hechizo para asegurarme de que la cadena quedara bien sujeta y me entró una fuerte tiritona. Estaba perdiendo mucho líquido y mi temperatura corporal no paraba de bajar. Me froté los brazos y salté en el sitio para entrar en calor. Cuando se me pasó, me monté de nuevo en la carretilla. Accioné la palanca y la barra comenzó a hacer fuerza para subir, tirando a su vez de la cadena.

–Vamos, funciona...

La carretilla hacía fuerza, pero la rueda permanecía firme en su posición. Noté cómo vibraba el asiento y escuché otro chirrido procedente de la rueda. Sonreí, pero de pronto sonó un fuerte “CRAC” y la vibración se detuvo. Asustado, detuve la palanca. Salí para ver lo que había pasado, aunque me lo imaginaba. La única barra que le quedaba a la carretilla se había roto por el esfuerzo.

–¡MIERDA! –le pegué una patada a la puerta–. Vale, oficialmente estoy atrapado. No tengo armas, comida ni luz. ¿ERA NECESARIO AGOTARME DE ESTA FORMA? ¿DE VERDAD LO ERA? –le grité al aire.

Apreté los dientes con fuerza, pegué el puño contra la frente y cerré los ojos. Me sentía furioso, pero no sabía muy bien contra quién. Sentía que estaba haciendo el ridículo, que mis examinadores se estaban riendo de mí al verme fracasar.

Tiene que haber otra forma. Las puertas están para abrirse; si no quisieran que hubiera una salida habrían construido un muro. Tiene que haber una forma de abrir...

Me puse a repasar el marco de la puerta en busca de botones, interruptores o cualquier otra cosa que pudiera haber pasado por alto. No había nada de eso, estaba firmemente sellada.

¿Y si está cerrada desde el otro lado? No, entonces esta prueba no tendría sentido. Qué hambre tengo...

Pisé algo frío, era la barra rota. La recogí del suelo. Ahora era un perfecto bloque de hielo. Si hubiera sabido que mi experimento no iba a dar resultado, podría haberle prendido fuego para iluminarme... Ahora, el único trozo de madera que quedaba intacto era el de mi bastón improvisado, pero no iba a sacrificarlo solamente para tener luz.

–Lo intentaré con las cajas de antes. Estaban húmedas, pero alguna tendrá que prender...

Tomé la barra de hielo y empecé a pasarla de una mano a otra cada pocos segundos para no helarme. Volví con ella al punto en el que había encontrado la carretilla. No fue difícil de encontrar, porque las baldosas que había ido mojando y congelando ya no brillaban. Aquel camino de oscuridad me acabó llevando hasta el montón de cajas viejas que antes sostenían la carretilla. Aparté una del montón, lancé Piro y comenzó a arder con facilidad. Quise sentarme, pero podía haber cristales, así que me quedé en cuclillas delante del fuego para entrar en calor.

Traté de hacer un resumen de la situación. Había cuatro elementos a tener en cuenta: el ascensor, el panel de control, la carretilla elevadora y la puerta. Los tres primeros habían dejado de ser útiles. No me veía capaz de lanzar muchos más hechizos, porque el brazo derecho empezaba a temblarme peligrosamente y tenía un color muy poco sano. Tenía que valorar muy bien mis siguientes acciones. Quizá incluso se estuviera agotando el oxígeno de la sala. Era una idea absurda, teniendo en cuenta lo grande que era la sala, pero no pude evitar aquel pensamiento intrusivo. Además, el sótano parecía abandonado, era posible que llevara años sin abrirse. ¿Contaría siquiera con un sistema de ventilación?

Me insulté por no haber pensado antes en la posibilidad de que hubiera conductos de ventilación, pero no me sentía con fuerzas para dar una vuelta más al sótano. Tampoco recordaba haber visto nada en la pared que me llamara la atención, y confirmar la ausencia de rejillas solo me habría servido para deprimirme aún más. Era frustrante.
Barrí el suelo con la madera helada para asegurarme de que no había cristales que pudiera clavarme y después la lancé todo lo lejos que pude para que no se empezara a descongelar a mi lado y llevarme un susto cuando las gotas hicieran que las baldosas de debajo empezaran a soltar chispas. Me froté los ojos. Me sequé el sudor de la frente con el brazo izquierdo y me tapé la cara con él.

–Ahora sí que estoy en un lío –suspiré.

2 de julio de 2010

IX: Intereses

¿... Disfrutando de las vistas? –preguntó una voz.

Sentí un escalofrío y pegué un respingo que hizo que el collar se me cayera de las manos. No había visto a nadie más en el patio al entrar, ¿me había seguido alguien? ¿El imbécil de Belazor? Giré la cabeza para ver quién era...

–Tranquilo... Mi deber es protegerte, no hacerte daño.

No pude evitar ponerme nervioso. Me resultaba conocida aquella voz que inspiraba miedo. No la identifiqué del todo hasta que vi su cara.



–¡Seymour!
–Es un honor que recuerdes mi nombre. Siento haberte asustado, no era mi intención.
–No... No pasa nada.

La vez que nos acompañó a la Caverna de las Llamas se me heló la sangre cada vez que le oía hablar, y esta ocasión no era distinta. Sentía deseos de mirar a mi alrededor, de apartar mis ojos de los suyos, que me ponían la piel de gallina, pero algo dentro de mí me decía era mejor no quitarle los ojos de encima, que podía interpretarlo como una muestra de debilidad... y que tenía que parecer fuerte delante de él.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le pregunté intentando disimular el miedo.
–He venido a disculparme.
–¿A disculparte? ¿Por qué?
–Por mi falta de precaución cuando fui vuestro escolta, ¿por qué si no? No sabes cuánto lamento no haber podido protegeros durante el ataque que sufristeis en la Caverna de las Llamas. Vuestras vidas corrieron peligro por culpa de mi imprudencia. He venido a presentarte mis disculpas.
–No pasa nada. Solo hacías tu trabajo... Hay que alegrarse de que no ocurriera nada grave.
–Pero podría haber ocurrido. ¿Qué habría pasado si no hubieras llegado a despertarte? ¿Y si no hubieras sido lo bastante fuerte para derrotar a Moltres y hubiera acabado con vosotros?
–¡¿Qué?!

El corazón se me paró cuando mencionó a Moltres. Pensé que así es como debía sentirse un asesino cuando le detienen, cuando su vida se desmorona por completo. No obstante, Seymour, ajeno a mi reacción, seguía hablando.

–... En cuanto oí su chillido, atravesé la caverna tan rápido como me fue posible, pero los arimanes se encontraban completamente fuera de control. Había centenares de ellos. Esa es la razón por la que tardé tanto en llegar hasta vosotros.
–Pero... Moltres... No sé a qué te refieres... –intenté disimular, aunque era consciente de lo mal que lo estaba haciendo.
–Al espíritu legendario al que os enfrentasteis, por supuesto.
–Nosotros no... No vimos ningún... Quiero decir, no era...
–Ah, te aseguro que su chillido es inconfundible. Además, he visto ese collar que tienes. Es él... ¿no es cierto?
–No... Eso era una... Estaba fumando, por eso estaba aquí fuera –puse el zapato sobre el collar y lo arrastré para fingir que apagaba una colilla–. Es que en el Jardín está prohibido.
–No es necesario que mientas. Pero puedes estar tranquilo, cuentas con mi silencio.
–De... De acuerdo...
–Cuando te vi tirado en el suelo, temí haber llegado tarde –continuó Seymour–. Afortunadamente, has demostrado ser más fuerte que él. Es un consuelo.
–Gracias. Pero si viste a Moltres podrías habérselo dicho a alguien...
–Eso habría hecho que cundiera el pánico. Imagina cuál habría sido tu reacción si te hubieran dicho que un ser de las leyendas existe y se ha materializado no muy lejos del lugar donde vives.
–Bueno... Visto así...
–En cualquier caso, no llegué a verlo. Parece ser que fuisteis más rápidos que yo, y no he tenido constancia de que tú fueras su legítimo dueño hasta este preciso momento.
¿Su legítimo dueño?

Bajé un poco la guardia, pero no demasiado. Ahora éramos cuatro los conocedores del secreto del collar, y no sabía hasta qué punto podía fiarme de Seymour. Aunque, por otra parte, tenía ante mí una forma de obtener información.

–Entonces... ¿tú conoces a los espíritus legendarios?
–Estoy familiarizado con ellos.
–¿Podría... preguntarte sobre el tema?
–No veo inconveniente.
–De acuerdo... Primero me gustaría saber cómo se invoca un espíritu legendario. O sea, yo no quiero invocarlo... Es para... saber cómo evitarlo si llega el caso.
–Qué pregunta tan curiosa –rio y sentí que se me erizaban los pelos de la nuca–. Bien, para realizar una invocación se requieren tres elementos: un medio, un pacto y un sacrificio. El medio es un objeto físico, como el collar que tú tienes.
–Sí... –suspiré de nuevo por mi falta de cuidado.
–El pacto es un vínculo que te une al espíritu, una muestra de respeto. Si bien existen espíritus menores que pueden ser convocados sin complicaciones, para los espíritus mayores se requiere un pacto entre invocador y espíritu que asegure que puedas controlarlo. Una de las formas de adquirir ese pacto es derrotar al espíritu, como tú bien lograste. Bajo la existencia de un pacto, el espíritu te obedecerá.
–¿Y... el sacrificio? –pregunté algo temeroso.
–El sacrificio es simplemente una alta cantidad de magia –cuando lo dijo, suspiré aliviado–. Una invocación consume tanta energía como varios hechizos simultáneos. Harás bien en emplearlas con cautela.
–No... No voy a usarlo. No creo que... lo necesite.

Seymour se rio de nuevo, como si supiera lo que estaba pensando.

–En cualquier caso, ¿puedo saber qué haces aquí? Está claro que fumar no... ¿No es un poco tarde para un alumno? Además, comienza a hacer frío.
–Ya, bueno... A veces me gusta venir aquí a... pensar.
–La presión de los jóvenes aspirantes a Seed... ¿Realmente merece la pena? Habrá gente que cuente contigo. Vidas que dependerán de ti... Si fracasas, aquellos a quienes tenías que defender no tendrán que preocuparse una segunda vez. Casi podría decirse que se salvarían al dejarlos morir –rio de forma siniestra–. Pero serás tú quien tenga que cargar con el peso de la culpa, de almas a las que no has podido salvar. ¿Estarás dispuesto a pagar el precio?
Tampoco tienes que ponerte tan dramático.
–Sí... –contesté–. Es el camino que he elegido.
–Y el camino que seguirás... –volvió a reír.
–Eso espero.
–He oído que lanzaste Hielo++ ahí arriba.
–¿Dónde?
–En la caverna, en el combate contra Moltres. Es toda una hazaña para un estudiante que apenas ha comenzado su sexto año.
–Gracias... Pero estuve inconsciente un día entero por culpa de esa "hazaña".
–Durante el viaje de vuelta, no parabas de agitarte en sueños. En concreto mencionaste un nombre que llamó mi atención... Gárland...

Se me detuvo el corazón por segunda vez en menos de cinco minutos. El nombre de Gárland tenía una conexión conmigo, pero no sabía cuál. Solo recordaba que era un hombre con armadura... y de pronto tuve la sensación de que era alguien terrible a quien no debía mencionar. Al menos, no delante de Seymour. Como si fuera otro secreto que debía guardar y por el que pudieran condenarme. Opté por hacerme el tonto, o intentarlo.

–¿Gárland? –repetí.
–Así es.
–No me suena...
–Ah, ¿no? Tal vez fuera yo quien lo interpretara mal.
–¿Qué es Gárland?
–Yo mismo trato de obtener respuesta a esa pregunta. Para empezar, no se trata de qué, sino de quién.

En ese momento estuve seguro de que Gárland y yo nos habíamos conocido en algún momento y lugar. ¿Pero dónde? ¿Solo en mis sueños? Podía reproducir en mi cabeza una imagen de la reluciente armadura plateada con absoluta claridad, y la sonrisa que se dibujó en la boca de Seymour me hizo sentir como si él también la estuviera visualizando.

–¿Te encuentras bien? –me preguntó con un tono que no denotaba preocupación alguna.
–Sí, sí.
–Se hace tarde. Quizá deberías retirarte a tu habitación.
–Sí, será lo mejor.

Eché a andar de vuelta al interior del Jardín.

–Espera. Te dejas esto.

Me di la vuelta y vi a Seymour recogiendo el collar de Moltres del suelo. Lo observó con especial interés, como si se tratara de una compleja obra de arte que intentara descifrar. Sentí miedo al ver el collar entre sus dedos.

–No creo que alguien tan joven como tú deba tener esto. Es una enorme responsabilidad.

Extendió la mano y lo dejó caer sobre la palma de la mía. Tenía unas uñas largas y afiladas, tanto que pensé que podría rajarme la piel solo con rozarme.

–... No obstante, y como ya he dicho, te guardaré el secreto. Cuida bien de Moltres. Y que él te cuide del peligro.
–No tengo pensado buscar más peligros.
–El peligro no se busca; él te encuentra a ti. Cuanto más te alejes de él, con más fuerza acudirá.
–De... acuerdo...

Cogí el collar y me alejé lentamente, con la mirada de Seymour clavada en mi nuca. En cuanto entré en el pasillo del Jardín y supe que ya no podía verme, eché a correr y no paré hasta llegar a mi habitación. Cerré de un portazo.

–Eres imbécil, Div, lo más imbécil que ha pisado nunca este Jardín –me dije–. ¿Cómo cojones no te has dado cuenta de que llevabas el collar encima?

Aunque le había sonsacado información sobre las invocaciones, Seymour me había aterrorizado, y no descartaba que fuera a delatarme, de modo que decidí que lo mejor era quitarme de encima a Moltres cuanto antes. No quería seguir cargando con el collar como si fuera un cadáver y tuviera que temer por mi vida cada vez que alguien descubriera que lo tenía.
Si Kei hubiera estado en la habitación, me habría gustado pedirle su opinión, pero el collar era mío, por lo que la decisión también. Me di la vuelta, decidido a salir de la habitación para hablar de inmediato con el director Cid, explicarle lo ocurrido y entregarle el collar. Tal vez fuera comprensivo y no me castigara...
Puse la mano en el pomo y lo giré, pero me quedé congelado. Seymour seguía en el Jardín, y tenía muy claro que no quería cruzarme con él una segunda vez.
Respiré hondo e intenté calmarme para armarme de valor, pero no me atrevía a girar el pomo del todo. Desistí y lo devolví a su posición original. No me gustaba ceder al miedo y echarme atrás, pero me dije que una noche más no me haría daño. Me desharía de Moltres al día siguiente. Además, en sábado me encontraría poca gente en el Jardín y el director estaría más libre.

Cogí el collar, lo metí de nuevo en su caja y recogí las cintas, que se habían quedado tiradas en el suelo antes de irme a cenar. Las até con toda la fuerza que pude y les hice tantos nudos como era físicamente posible. Una vez hecho esto, busqué celo, gomas elásticas, esparadrapo y cualquier cosa que hubiera en la habitación y que me permitiera sellar el collar aún más. Para terminar, lo metí en un calcetín viejo, le hice un nudo y lo guardé en un cajón. A lo largo del proceso, pensé varias veces en tirar el collar por el váter, pero aquello me parecía aún más irresponsable.

Me acosté temeroso. Casi pensé en esperar a que volviera Kei para hablar con él, pero no quería preocuparle. Era la primera vez que salía desde que empezó el curso y no quería que pensara que me estaba haciendo la víctima para llamar su atención. El pobre tenía derecho a divertirse.
Apagué la luz convencido de que dejar entrar la oscuridad no era una buena idea. Cada vez que crujía algo en la habitación pensaba que había alguien más conmigo, cada vez que se movía algo en el exterior pensaba que me estaban acechando. No dejaba de sudar. Los segundos se convertían en minutos, los minutos en horas.

Menudo Seed estás hecho –me dije–. Eres un cobarde. Un chiste.

Aquella noche tardé en dormirme y mis sueños estuvieron plagados de pesadillas angustiosas.

7 de junio de 2010

Interludio Primero: En pedazos

En este mundo no existen la piedad ni la compasión.


Corríamos en dirección a la salida a lo largo de los pasillos del que otrora fue mi hogar. Dondequiera que miraba me venían a la cabeza infinidad de recuerdos: conversaciones de juventud, risas e inquietudes, alegrías y decepciones... Un sinfín de los retazos que habían confeccionado la historia de toda mi vida.
Pero aquel enorme castillo había dejado de ser un lugar seguro y nos quedaban pocos minutos para poder abandonarlo.

–No entiendo cómo puedes correr con eso puesto –le dije a Gárland, que iba a mi lado.
–Calla y ahorra fuerzas, todavía queda lo peor.
–Bah, no será para tanto. ¡Cuidado!

Un ser alado de extraños colores se abalanzó sobre nosotros. Le apunté con mi ballesta sin frenar la carrera y le disparé a bocajarro hasta que cayó inmóvil al suelo.

–¿Ves? Las ventajas de no llevar armadura: velocidad y libertad de movimiento. Además de lo que estarás sudando.
–Ya me lo dirás cuando uno de esos te muerda.
–¿Es que no confías en el poder de mi magia de curación? Que sea mago negro no implica que no pueda lanzar Cura o Esna de vez en cuando.
–Entonces serás mago rojo, no negro.
–Digamos que soy rojo oscuro.

Abrimos unas puertas dobles y cruzamos un corto pasillo para entrar en el enorme vestíbulo. Era una sala circular de dimensiones gigantescas y con varias salidas. Desde nuestra posición se abría un corredor a izquierda y derecha, flanqueado por enormes columnas. Delante de nosotros, una escalera doble bajaba en torno a una fuente llena de motivos escultóricos y desembocaba en un amplio espacio con una puerta doble de varios metros de altura que conducía al exterior. La parte superior del vestíbulo, a la que no se podía acceder desde donde nuestra posición, formaba un corredor circular similar a una terraza que podía verse desde abajo. Imponentes jarrones y lámparas adornaban la estancia... y cientos de monstruos la llenaban y le quitaban el aspecto acogedor que había tenido en el pasado.

–Como en los viejos tiempos –dije.
–¿Crees que podrás con tantos?
–Bueno... Será duro si aparece uno más.
–Entonces yo me encargaré de él.
–¡Ja, ja, ja! Te tomo la palabra.
–Prepárate.

Pegó un fuerte tirón de su enorme espada y reveló una larguísima cadena sujeta al mango. Me abracé con fuerza a la espada, él nos levantó en vilo con el mismo esfuerzo con el que un niño levanta un lápiz y nos lanzó hacia arriba con fuerza, como si la espada fuera un arpón. Las primeras veces había sentido vértigo, pero con el paso de los años me había acostumbrado a la sensación más que de sobra. La espada cruzó limpiamente el aire hasta clavarse en el techo.

–¡Buen tiro! –grité.

Con cuidado, salté desde mi complicada posición hasta el corredor del piso superior y Gárland tiró entonces de la larga cadena, provocando que la espada se desprendiera del techo y golpeara con fuerza la lámpara, que se rompió en pequeños cristales y se estrelló con estrépito contra el suelo.
Yo me situé junto al borde del corredor, que no tenía barandilla, y me colgué bocabajo sujetándome solo con las piernas. Cargué la ballesta y, sin apuntar a ningún punto concreto del vestíbulo, grité:

–¡FULGOR!

Desaté una lluvia de proyectiles en la sala. De por sí solos, apenas habrían matado a un par de monstruos, pero estaban cargados con Fulgor, lo que provocó una cadena de explosiones cada vez que hacían impacto contra cualquier superficie o monstruo. Seguí disparando, intentando no perder el equilibrio y sin preocuparme por dónde golpearan mis ataques, ya que todo estaba perdido.
Cuando se me acabaron los proyectiles, me levanté y salté los varios metros que me separaban del rellano inferior. Intenté mantener la calma y, cuando el suelo empezó a estar cerca, grité:

–¡Lévita!

Un campo de energía apareció debajo de mí y frenó a tiempo mi caída. Mis pies flotaban a pocos centímetros del suelo, como si caminara por el aire.
Miré a mi alrededor y lo vi todo cubierto de una sustancia verde, que debía de ser la sangre de los monstruos, cuyos cuerpos destrozados se amontonaban por todas partes. Había roto también un par de columnas con las explosiones y la fuente estaba destrozada. Sabía que era inevitable, pero no pude evitar ponerme triste. Aun así, no había tiempo para lamentarse.

–¡Deprisa, Gárland! ¡La estructura no resistirá mucho más!

Mi compañero me deshizo de un par de monstruos con sendos golpes en lo que yo desconvocaba el hechizo Lévita para volver a pisar el suelo. Gárland bajó corriendo la escalera para unirse a mí y echó abajo la puerta principal con su arma, que ahora había adoptado la forma de un hacha gigante.
Al otro lado nos esperaba Rosso, una mujer elegante con una larga cabellera de color carmesí y una larga cola peluda del mismo color.

–Ya iba siendo hora. ¿Habéis sido vosotros los de las explosiones?
–Solo yo –dije.
–Supongo que era inevitable –suspiró–. El dispositivo está listo. Vámonos.
–Pero espera, ¿qué pasa con los demás?
–Dívdax... No podemos esperarles.
–¡¿Qué?! No habrás pensado en serio que vamos a abandonarles...
–Ya lo habíamos hablado, y solo quedan dos minutos. No va a llegar nadie.
–¡Pero...!
–¡No hay tiempo! ¡VAMOS!

Corrimos tras Rosso por la terraza, esquivando a los monstruos que aparecían, hasta llegar al transportador, una plataforma circular que nos sacaría de allí. Gárland y Rosso subieron de un salto, pero yo me detuve para girarme y eché un último vistazo al formidable castillo.

–¿Qué crees que estás haciendo? ¡Sube!
–Mientras quede tiempo, queda esperanza.
–Dívdax, no hagas locuras y sube.
–¡No! ¡Tienen que venir!

Cerré los puños con tanta fuerza que me clavé las uñas en las palmas de las manos. Miraba las puertas como si me fuera la vida en ello, esperando la más mínima señal que me diera una excusa para echar a correr y salvar a uno de los nuestros. No quería creer que no fuera a venir nadie. No podía darles por muertos.

–¡Quince segundos! ¡Gárland!
–¡Se acabó! ¡Adentro! –rugió Gárland, que me cogió por los hombros y me subió al transportador sin que pudiera resistirme.
–¡No, Gárland! ¡Tenemos que ayudarles! ¡¡¡SUÉLTAME!!!

La bomba estalló en ese instante y no pude contener las lágrimas mientras veía los bloques de piedra volar por los aires, los muros hundiéndose, los tejados desmoronándose, los cristales estallando y, en definitiva, todo vestigio de mi vida anterior desapareciendo en pedazos.
Gárland me soltó. El castillo y sus alrededores comenzaron a desfigurarse hasta que su figura desapareció por completo. Nos movíamos por una vorágine de luces naranjas y amarillas. O eso creía, porque las lágrimas me hacían verlo todo borroso. Me sobresaltó el contacto de la mano de Rosso sobre mi hombro.

–Nuestra venganza se verá cumplida, que no te quepa duda de ello.
–No le prometas lo imposible –intervino Gárland–. Poco podemos hacer tres personas solas. Quizá haya llegado el momento de hacer lo razonable y...
–No somos solo tres –le interrumpí.
–Sé realista, Dívdax. Ya sabes que las probabilidades de que hayan sobrevivido son...
–¡¡¡Cállate!!! ¡No lo digas! ¿No te enseñó tu abuela que...?
–¿Que no hay que decir cosas malas porque se hacen realidad? –recitó Rosso–. Yo también me niego a creerlo, Dívdax. Deseo que mi hermana y que todos los demás hayan sobrevivido... pero...
–Hemos hecho cuanto estaba en nuestra mano –declaró Gárland–. La alternativa era quedarnos a esperar la muerte. Nadie puede juzgar nuestros actos.

El transportador se detuvo. A nuestro alrededor se materializó un extenso y vasto campo.

–¡¡¡No están muertos!!! –insistí–. ¡Volveremos y les encontraremos!
–No creo que sea aconsejable volver en un tiempo.
–¡Pues iré yo solo! Son demasiado fuertes, no pueden haber... –se me rompió la voz –. No pueden haberse ido...
–De seguir vivos, nos encontrarán.
–Y, de no seguirlo, nos cobraremos nuestra venganza.
–¡No es venganza lo que quiero! Lo que yo quiero es...
 
Una luz muy fuerte comenzó a brillar. En esa luz se encontraba la respuesta.

30 de mayo de 2010

VI: Fuego infernal




–¿Eso es lo que yo creo que es? –preguntó Leta con pánico en la voz.
–¡¿Qué es?! –preguntó Kei.

Detrás de nosotros había aparecido un pájaro anaranjado de casi dos metros de altura. Aleteaba con fuerza hasta que se posó en el suelo con sus dos patas, terminadas en garras puntiagudas. Tenía un pico afilado y dos largas alas envueltas en llamas. También tenía llamas en la cola y en la parte superior de su cabeza. Se encontraba a muy poca distancia de nosotros y nos miraba con auténtica ira. No era un pájaro cualquiera.

–¡Es un espíritu legendario! –chillé–. ¡¡¡Es Moltres!!!

Había leído sobre ellos de niño, interesado por las historias que circulaban, pero me resultaba imposible hacer caso a mis ojos. No podía ser un espíritu legendario de verdad.

–¿Y por qué está aquí? –preguntó Leta.
–Esto es un truco –dijo Kei, convencido–. Como el cambio de recorrido en la cueva y los monstruos nuevos. No es un espíritu legendario de verdad.
–¡¿Qué dices?! –grité.
–Lo habrán invocado los profes o será otra simulación, y cargárselo es parte de la prueba –dijo Kei.
–¡A mí no me suena nada de eso! –contesté.

Moltres chilló una vez más y descargó un chorro de llamas sobre nosotros.

–¡Escudo! –lanzó Leta rápidamente.
–¡Aqua! –lancé yo, y apagué parte de las llamas con una lluvia improvisada.

Antes de esperar a nuestro contraataque, Moltres nos volvió a atacar de la misma forma. Sentí un calor abrasador en los brazos a pesar del Escudo de Leta.

–¡Leta! ¿Puedes analizarlo? –le grité.
–¡Libra!

Kei avanzó desde atrás para ganarle tiempo a Leta.

–¡Rompemagia!

Su espada brilló de un tono azul pálido, pero Moltres paró el golpe con un ala. El impacto le hizo poco daño, pero un aura azulada cubrió su cuerpo como le había pasado al bom de antes. El fuego de su cuerpo pareció perder intensidad.

–¡Leta, es para hoy! –le dije.
–¡Lo estoy intentando, pero no consigo información!
–¿Qué?
–El hechizo no funciona. ¡Lo siento!
–Tampoco hace falta –dijo Kei–, está claro lo que hace: volar y echar fuego.

Como si estuviera esperando a que lo dijera, Moltres empezó a batir las alas y se alzó en el aire.

–Vale, gracioso, ¿y ahora qué? –dijo Kei.
–Tú eres el único que puede atacar a distancia, Div –dijo Leta.
–Sí, pero... No creo que vaya a poder yo solo con él.

Moltres embistió contra nosotros y echamos cuerpo a tierra. Le noté pasarnos por encima, a pocos centímetros. En ese momento se me ocurrió que la zona en la que nos encontrábamos estaba bastante elevada con respecto al exterior, así que no podíamos jugárnosla con las distancias, exactamente igual que dentro de la caverna. Era un combate muy peligroso.

–¡Chicos, no os caigáis! –les grité.
–¡No pensaba hacerlo! –replicó Kei.
–¡No, lo decía porque...! Da igual. ¡Hielo!

Lancé un bloque de hielo a Moltres, pero extendió un ala para rebotarlo y se perdió en la distancia.

–¡Eso no vale! –le gritó Leta.
–A ver cómo rebotas esto, listillo. ¡Electro!

Un rayo cayó sobre la cabeza de Moltres y pareció aturdirlo. Perdió altura y Kei aprovechó la oportunidad para atacarle de nuevo. La respuesta de Moltres fue empezar a batir las alas con intensidad, lo que provocó una ola de calor que me hizo clavar una rodilla en el suelo.

–Chicos... Estoy empezando a pensar que este combate es opcional –dijo Leta.
–¿Os vais a rendir ya? –les dije, aunque yo era el primero que estaba deseando retirarse.
–No seas capullo y vámonos –dijo Kei–. Como mínimo vamos dentro para ganar tiempo y pensar una estrategia.
–¿Qué pasó con lo de que no era de verdad?
–Lo retiro.
–¡Rápido! –nos llamó Leta–. ¡No puede seguirnos al interior de la cueva!

Moltres agitó las alas y se lanzó contra nosotros a toda velocidad, sin darnos tiempo a esquivar. Rodé por el suelo y al levantarme vi que, como si nos hubiera entendido, se había posado sobre la entrada a la cueva, nuestra única salida. Se me cayó el alma a los pies.

–¡Ahora sí que la hemos cagado! –gritó Kei.
–¡Necesitamos ayuda! –gritó Leta–. ¡¿Alguien puede oírnos?! ¡¡Seymour!!
–¡¡¡SIMOOOOOOOOR!!! –gritó Kei–. Interferir en la prueba, decía. ¡Vamos a morir por su culpa!

No quise volver a burlarme de él por lo que había dicho antes. Leta no dejaba de lanzar y renovar Coraza, Escudo, Pestañeo y Revitalia a todo el equipo. Yo hacía lo posible por contrarrestar los constantes chorros de fuego de Moltres con mi hechizo Aqua, lo que no me dejaba tiempo para atacar. Por desgracia, Kei no podía acercarse por temor a que un picotazo o un golpe de las alas lo tiraran por el precipicio. Lo único que podía hacer era coger piedras y tirárselas, pero no parecía buena idea provocar al pájaro de fuego. ¿Qué demonios estaba haciendo ese Seymour?

–¡SEYMOUR! –grité–. ¡NECESITAMOS AYUDA!
–¡Aquí viene otra vez! –gritó Kei–. ¡ROMPEMAGIA!

Su espada brilló con un resplandor azulado y cayó con fuerza sobre Moltres, que rugió y golpeó a Kei con un ala.

–¡Kei, cuidado! ¡Cura+!
–Gracias. ¡Vamos, Div, hay que enseñarle quién manda!
–¿Estás loco? ¡Va a matarnos!
–¡No si lo matamos nosotros primero! ¡Sable Mágico, venga!

Aunque tenía mis dudas al respecto, lancé Hielo sobre la espada de Kei, quien atacó de nuevo a Moltres con todas sus fuerzas sin mostrar ningún temor por sus ataques. Más que valiente resultaba un tanto temerario, pero, dada la situación, nuestra única opción era arriesgarnos.
Su espada golpeó a Moltres en un ala y, en previsión de su siguiente movimiento, lancé Aqua un segundo antes de que él lanzara lo que podría considerarse el equivalente a Piro++.
No podíamos hacer mucho más que contenerle. El Moltres auténtico era un espíritu legendario, una criatura inmortal de leyenda, por lo que esta invocación, simulación o lo que fuera que habían creado los profesores no podía quedarse muy atrás. Sin embargo, nuestro equipo empezaba a cansarse lenta pero irremediablemente. Solo podíamos resistir su ataque, pero no derrotarlo ni escapar de él.

–¡Ya está, Div! ¡Ya sé qué hay que hacer! ¡Tienes que lanzar Hielo++ a Blackrose!
–¿Qué dices? ¡Ese hechizo es demasiado fuerte para mí!
–¡Los ataques normales no le hacen nada, ya lo estás viendo! Y nosotros nos estamos cansando muy deprisa. ¡Hay que cargárselo de un solo golpe o nada! ¡Como con los bom!
–¡Pero yo no puedo...!
–¡No tenemos otra opción!

Antes de tener tiempo de reaccionar, Moltres rugió, se elevó unos metros y comenzó a agitar las alas para generar una nueva onda ígnea que me tiró al suelo como si fuera un fardo. Sentí un inmenso ardor en el cuerpo y un fuerte escozor en la piel y en los ojos. Una corriente de aire rojo lo rodeaba todo y me impedía ver con claridad. ¿Kei y Leta también habrían caído al suelo como consecuencia del ataque, o habrían conseguido esquivarlo? No tenía manera de saberlo, mis ojos solo veían rojo alrededor.
El ataque no cesaba. Me arrastré como pude detrás de una roca para usarla a modo de barrera y valorar la situación. Era imposible que los profesores nos estuvieran haciendo pasar por aquello de forma voluntaria. No sabía si querían poner a prueba nuestra fuerza o si esperaban que demostrásemos la inteligencia de retirarnos a tiempo en lugar de buscar pelea con un enemigo demasiado fuerte. Pero que sobrepasara nuestro nivel de fuerza y que nos tapara la salida significa que no podíamos hacer ni lo uno ni lo otro. No entendía nada de lo que estaba pasando. Lo único que pensé que iba a morir. Sentí una angustia en el pecho que me impedía respirar y se me llenaron los ojos de lágrimas.

–¡No, Div! –me dije–. Eres un Seed, ¡tienes que ser fuerte! Tiene que haber algo que puedas hacer.
Úsalo si estás en apuros –recordé de pronto.

Metí la mano en el bolsillo y encontré el objeto que me había dado Ryuzaki. Era un anillo. No sabía de qué iba a servirme, pero me lo puse y el aire a mi alrededor cambió. Ya no veía rojo ni notaba calor, solo una fuerte corriente de aire. Alcé la vista y vi que Moltres seguía agitando las alas, ajeno a mi recuperación.
Recorrí toda la plataforma con la mirada y vi a Leta y Kei tendidos en el suelo. No se movían.
No sabía si solo estaban inconscientes o algo peor, pero me desesperé al ver a mis amigos en peligro. Sentí una furia como no había sentido antes en mi vida. Miré a Moltres con odio, con rabia. Quería acabar con él. Iba a destruirlo igual que él había intentado destruirnos a nosotros.
Concentré en Estrella Fulgurante toda la rabia que sentía y el miedo que me atenazaba. Noté un calambre en las manos: saltaban chispas de mi cuerpo.

–Es todo o nada –dije–. ¡HIELO++!

Moltres no vio los cristales de hielo que estaban apareciendo por todo su cuerpo hasta que lo cubrieron casi por completo, como había hecho antes con la espada de Kei. Cuando se dio cuenta, ya era tarde. El peso del hielo le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo de un golpe. Desde su nueva posición, intentó escupir llamas sobre su propio cuerpo en un intento inútil de derretir el hielo que le apresaba. Me acerqué a él y apunté sobre su cabeza.

–¡HIELO++! –repetí.

Moltres giró la cabeza al escucharme, pero un enorme bloque de hielo cayó sobre su cabeza y le impidió realizar acción alguna.

–¡No he terminado! ¡Electro+!

El hielo sobre el cuerpo de Moltres se estaba derritiendo por el calor que desprendía, así que la sacudida eléctrica tuvo que ser desgarradora. Chilló de dolor y sufrió varios espasmos antes de que sus movimientos comenzaran a perder intensidad.

Generé un último bloque de hielo, que cayó sobre la cabeza del monstruo cuando ya estaba comenzando a desvanecerse.
Se me cayeron los brazos a los lados del cuerpo y jadeé durante un rato, incapaz de hacer nada más. Había derrotado al espíritu legendario.
Ahora que el peligro había pasado y que la adrenalina empezaba a bajar, me vinieron mil preguntas a la cabeza. ¿Quién había invocado a Moltres? ¿Formaba parte de la prueba? ¿Cómo había sido capaz de derrotarle yo solo? ¿De verdad había lanzado una magia de nivel 3? ¿Y Leta y Kei estaban bien...?

–¡Leta...! ¡Kei...!

Vi sus cuerpos tirados en el suelo y recé por que solo estuvieran inconscientes. Me apoyé en Estrella Fulgurante para no caer al suelo, pero estaba agotado. El esfuerzo me había dejado al límite de mis fuerzas. Me dolía todo el cuerpo, me temblaban las piernas y no podía ver bien.
Deseé acercarme a ellos y comprobar si corrían peligro, pero no fui capaz. Me caí de rodillas al suelo. Cubrí con la mano el anillo que me había dado Ryuzaki... y todo se volvió oscuro.