Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

12 de octubre de 2010

XI: Buscando el camino

Abrí los ojos de golpe. Me incorporé para asegurarme de que seguía en mi habitación. Todo estaba en penumbra, pero los primeros rayos de sol se filtraban por las rendijas de la persiana. Kei estaba tirado en su cama y respiraba sonoramente, no le oí llegar por la noche. También se podía escuchar a lo lejos los cantos de los madrugadores pájaros. Me levanté y entré en el baño.
Recordé lo que había pasado la noche anterior, mi conversación con Seymour y la decisión que había tomado con respecto a Moltres. Le había estado dando vueltas hasta que conseguí dormirme. Había valorado la posibilidad de esconder temporalmente el collar en alguna parte, como el patio, y más adelante, cuando tuviera la oportunidad de salir del Jardín, tirarlo al mar, o incluso volver a la Caverna de las Llamas para arrojarlo al río de lava. Hasta cabía la posibilidad de que otra persona descubriera el collar antes de que yo tuviera la oportunidad de recuperarlo, lo cual me vendría aún mejor, porque nadie sospecharía lo que era ni que había estado en mis manos.
No obstante, era una decisión irresponsable y me daría más problemas de los que solucionaba. El collar podía acabar en manos de cualquiera, y sabía de primera mano lo peligroso que era. Me mantuve fiel a mi decisión: le llevaría el collar al director Cid y no había más que hablar.

Salí del baño, me vestí sin hacer ruido para no despertar a Kei y me guardé en el bolsillo el calcetín en el que había metido a Moltres. Puse la mano en el pomo, pero dudé. Me di la vuelta para mirar mi bastón. ¿Y si me lo llevaba como medida de seguridad?

No seas paranoico, Div me dije–. Seymour ya no está en el Jardín. Además, no creo que esté bien visto ir armado al despacho del director.

Cogí solamente la llave y el collar, salí de la habitación, cerré en silencio y eché a andar por el pasillo. Pasé por delante del patio interior, donde había hablado con Seymour la noche antes, y miré por instinto. Estaba desierto, como era de esperar a esas horas, pero me asustaba la idea de que pudiera seguir allí esperándome.

Al entrar en el vestíbulo, me sorprendió que las luces estuvieran apagadas. Por los ventanales entraba luz más que suficiente, así que no le di importancia. Tal vez no estaban programadas para encenderse tan temprano un sábado.
Aún era pronto para ir a desayunar y no quería distraerme ni llevar encima a Moltres más tiempo del necesario, de modo que subí las escaleras del vestíbulo y llamé al ascensor. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo ridículo que era tener un ascensor encima de un tramo de seis escalones, pero tenía problemas más grandes de los que preocuparme que la accesibilidad del Jardín.
Miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera nadie, aunque tampoco estaba haciendo nada malo. Me llevé la mano al bolsillo para asegurarme de que el calcetín de Moltres seguía en su sitio.
Llevaba unos segundos allí plantado cuando caí en la cuenta de que ni siquiera se oía el motor del ascensor. Volví a pulsar el botón, pero obtuve el mismo resultado. Lo intenté varias veces más, pero el ascensor no se abría.

–A lo mejor no está operativo, igual que las luces –me dije.

Me di por vencido y decidí subir por las escaleras, pero en cuanto le di la espalda al ascensor se encendieron las luces del vestíbulo, como si estuvieran esperando a que cambiara de idea. Ahora que parecía que la luz estaba conectada, quise volver a pulsar el botón del ascensor, pero la cabina se abrió de par en par antes de que me diera tiempo.
Intenté no empezar a pensar cosas raras desde por la mañana y entré. Estaba en el piso 0 y el de las aulas era el 1, de modo que pulsé el 2 para subir al despacho del director. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó... a bajar.

–Pero ¿qué...? ¡Abajo no, arriba!

No sabía que hubiera más plantas por debajo del Jardín. ¿Sería que funcionaba mal porque acababa de encenderse? ¿O era todo un truco del director Cid y tenía su despacho en una planta inferior? Pero sí que había visto las escaleras que llevaban a la segunda planta, aunque nunca las hubiera subido. Si el despacho estaba abajo, ¿había otra cosa arriba?

No le di mayor importancia. Tras un largo minuto, el ascensor tocó el suelo y la puerta se abrió. El olor a polvo y humedad me llenó los pulmones y empecé a toser.

–¿Hola? –llamé–. ¿Director Cid?


Intenté apartar el aire con las manos para respirar mejor. Había unos pequeños escalones delante de mí, similares a los del vestíbulo, y tras ellos comenzaba un suelo metálico, pero no podía ver nada más, porque la única luz de la sala procedía de la cabina del ascensor. Me asomé desde la puerta, pero no veía nada ni a nadie. Desde luego, no parecía lugar para un despacho.

–¿Hay alguien?

Empecé a tener un poco de miedo de la oscuridad y pulsé el botón 0 para volver a la planta baja. No funcionó. Probé también con el 1 y el 2, pulsé incluso el botón de la alarma, pero nada dio resultado. Estaba claro que el ascensor estaba averiado.
Decidí salir del ascensor. A lo mejor había llegado a la sala de mantenimiento del Jardín y me encontraba con Ryuzaki o alguien del personal que pudiera ayudarme.
Di dos pasos al frente y, de nuevo como si estuvieran esperando a mi reacción, las puertas se cerraron a una velocidad peligrosa. Me giré y vi desaparecer la poca luz que había en la sala. El ascensor estaba subiendo. Me entró miedo.

–¡Eh, oye, no! ¡Abre!

Tanteé el marco del ascensor con las manos para buscar el botón de llamada, pero no lo encontraba. El pánico iba en aumento.

Tranquilo, Div –me dije–. Lo habrá llamado otra persona, seguro que vuelve enseguida.

Continué buscando el botón a tientas, pero pasó un minuto, pasaron dos, luego tres... y seguía a oscuras y sin encontrar el botón.

–¿Hola? –llamé–. ¿Me oye alguien? ¡Director Cid! ¡Ryuzaki! ¿No hay nadie?

Cerré los ojos para intentar escuchar algo, pero no se oía nada. El sótano estaba en el más absoluto silencio y yo me estaba empezando a poner nervioso.

Vale, no sabemos dónde estamos ni por qué, pero no nos podemos quedar aquí parados. Hay que buscar una salida. Lo primero es reconocer dónde estoy.


Aún temeroso, di la espalda al ascensor y comencé a tantear el terreno con los pies para encontrar los escalones. No quería tropezarme y hacerme daño. Avancé muy despacio, arrastrando los zapatos, y no tardé en notar un desnivel. Me arrimé con un pie y bajé el contrario para seguir tanteando. Había una plataforma muy estrecha y otro desnivel, deduje que era el primer escalón. Repetí el mismo proceso para bajarlos poco a poco hasta que el suelo empezó a brillar. Pegué un respingo por la sorpresa.

–¿Y esto?

Había llegado al suelo de la sala y al pisar una de las baldosas metálicas empezó a emitir un extraño brillo azulado. Alumbraba lo justo para ver los cinco escalones que acababa de bajar, pero era una luz tan tenue que no llegaba ni a la cabina del ascensor. Además, estaba empezando a apagarse.
Pisé otra baldosa a su lado y empezó a emitir el mismo brillo que la primera. De nuevo, el brillo se mantuvo durante unos tres segundos antes de empezar a atenuarse hasta casi desaparecer.

Bueno, al menos tengo un poco de luz.

Comencé a abrirme paso por la sala gracias al brillo de las baldosas. Aunque me refiera a ellas como baldosas, eran más bien plataformas metálicas de distintas formas separadas por un par de centímetros unas de otras. Era de debajo de cada baldosa, del propio suelo, de donde salía la luz. No entendía ese sistema de iluminación ni el motivo de su instalación, pero era mejor no cuestionárselo. Pensé que eran cosas del director Cid y lo dejé estar.

No podía evitar sentirme incómodo en ese lugar, y no ver dónde me llevaban mis pasos solo empeoraba mi malestar. Todo estaba oscuro, caminaba con la sensación de que acechaban enemigos en todas las direcciones. No me atrevía a mirar hacia delante todo el tiempo porque temía un ataque lateral o por la espalda, pero si miraba a otro lado me arriesgaba a tropezar con lo que pudiera aparecer por delante. Me consolé pensando que el silencio, por opresor que fuera, era señal de que no había monstruos. O de que, si los había, no estaban despiertos...

Menuda forma de empezar el fin de semana... ¿Cómo he acabado aquí? Es ridículo. Tiene que haber una explicación.

No tardé en intuir la silueta de algo que parecía una mesa. Al acercarme más descubrí que no era exactamente una mesa, sino un panel de mando que no parecía precisamente moderno. Tenía un hueco en el centro como para una silla, pero no se veía ninguna cerca. Empecé a pensar que había acertado con la teoría de la sala de mantenimiento hasta que me di cuenta de que los botones estaban completamente cubiertos de polvo. Soplé para apartarlo y conseguí provocarme un ataque de tos. Cuando se me pasó y se disipó el polvo, intenté buscar alguna indicación entre los botones, pero entre la poca luz y que tenía que cambiar de baldosa constantemente para no quedarme a oscuras era misión imposible.

–Necesito luz como sea. ¡Piro!

El motivo por el que los magos usamos bastones es porque contienen catalizadores (normalmente cristales, aunque existen otras variantes) que permiten materializar el poder mágico. Hacer magia sin artefactos de ningún tipo es lo que se conoce como magia pura, y es más difícil y peligrosa de realizar porque emplea tu propio cuerpo como catalizador.
Cuento esto porque en aquel momento convoqué la magia sin pensar y recibí un doloroso recordatorio de por qué no se debe hacer así. Sentí una fuerte quemazón a lo largo del brazo derecho, como si una lengua de fuego lo envolviera hasta llegar a mi mano. Me encogí y me llevé la otra mano al brazo herido, pero el daño ya estaba hecho. La llama no llegó a materializarse porque perdí la concentración por culpa del dolor.

–No puedo usar tanta energía si no quiero quemarme vivo.

Miré a mi alrededor en busca de algo que pudiera servirme, pero era evidente que no iba a encontrar un bastón de repuesto esperándome precisamente a mí. Respiré hondo antes de volver a intentarlo. Me arremangué y volví a conjurar el hechizo. Ojalá me hubiera traído a Estrella Fulgurante...

–Piro.

Esta vez utilicé muy poca energía. Volví a sentir el calor en el brazo, pero lo agarré con fuerza con la mano izquierda hasta que una pequeña llama se encendió unos centímetros por encima de mi palma derecha.

El brazo no me quemaba tanto como antes, pero notaba un fuerte calor, como si lo hubiera puesto sobre una hoguera, así que tenía que acabar lo antes posible. Dirigí la llama hacia el panel como si fuera una linterna, sin moverla muy deprisa por miedo a que se apagara y tener que repetir el hechizo. Había más de treinta botones en el panel, varios pilotos apagados y medidores con agujas. No había nombres, letras ni símbolos por los que guiarme, así que pulsé un interruptor rojo en la esquina. Varios pilotos empezaron a parpadear a la vez que las agujas de los indicadores comenzaron a moverse.

–Encendido, supongo. ¿Ahora qué?

No quería arriesgarme a pulsar todos botones a lo loco, pero tampoco podía quedarme de brazos cruzados ahora que parecía que lo había activado. Me giraba a cada momento, temeroso de que algo o alguien se me estuviera acercando por detrás. Pulsé un botón azul y la aguja de otro de los indicadores apuntó al máximo. En ese momento decidí que era mejor parar antes de que hiciera explotar el Jardín.
Dejé atrás el panel y comencé a andar pegado a la pared, en busca de una salida. Apagué el fuego para no seguir quemándome el brazo y me guie sin más luz que la de las baldosas.

El sótano estaba casi vacío. De vez en cuando veía algún tornillo caído o montones de cajas de cartón apiladas de cualquier forma. Pensé en prender fuego a una para usarla de iluminación, pero estaban apulgaradas por la humedad. En una ocasión pisé algo duro y me encontré una llave inglesa. Me agaché para recogerla por si le encontraba utilidad.
Me rugió el estómago. No había desayunado y empezaba a tener hambre.

¿Habrá cámaras aquí? –pensé–. ¿Vendrá alguien a sacarme?

Al fin me encontré ante una enorme puerta metálica que tenía en el centro algo que parecía una rueda. Tenía que ser la salida. Llamé con el puño, con la esperanza de que hubiera alguien al otro lado que pudiera abrirme.

–¿Hola? ¿Director Cid? ¿Me oye alguien? ¡Me he quedado encerrado aquí dentro! ¡Si me oye alguien, que abra esta puerta, por favor!

Pegué el oído a la puerta para intentar escuchar algo al otro lado y sentí lo fría que estaba al tacto, pero no se oían pasos, ni voces, ni golpes... Nada. Llamé con más fuerza, pero sabía que iba a resultar inútil. Si quería abrir esa puerta, tendría que hacerlo yo mismo.

Esto es ridículo –repetí–. ¿Qué estoy haciendo aquí y por qué no puedo salir? ¿Qué lógica tiene que haya un sótano en el Jardín sin acceso ni salida?

Algo resonó en mi cerebro. Había encontrado la respuesta que buscaba.

¡Claro, eso es! Esto tiene que ser otra prueba de mi entrenamiento como Seed. Tengo que demostrar que soy capaz de enfrentarme a mis miedos y de salir airoso de situaciones como esta, en entornos desconocidos y sin armas a mi disposición.

Intentando convencerme de que se trataba de un desafío al que tenía que hacer frente, retomé la exploración del sótano con fuerzas renovadas. Deberían habernos avisado de una prueba de ese calibre, pero imagino que le habría quitado gracia al asunto si hubiéramos tenido tiempo de prepararnos. Pero ahí estaba yo, solo en medio de la oscuridad. Y pensaba salir victorioso.

Estudié la puerta con las manos. Parecía una puerta estanca, como las que hay en los submarinos, porque no tenía ni picaportes de ningún tipo: no había más forma de abrirla que girando la rueda. Tiré de uno de sus radios con todas mis fuerzas, pero aún me dolía el brazo derecho por el esfuerzo de los hechizos, y con una sola mano no iba a conseguir nada.
Decidí esperar un rato para que se me pasara el dolor y continué explorando el sótano mientras tanto. Seguí caminando pegado a la pared hasta que al cabo de unos minutos volví frente al panel de control. Parecía que la puerta era la única salida. Comencé a dar una segunda vuelta, esta vez más alejado de la pared, por si había más objetos en mitad del sótano que pudieran ayudarme a hacer ceder la rueda, darme luz o cualquier otra cosa.
Casi no me lo creí cuando vi la forma de una carretilla elevadora. Creo que se llaman así, son esos vehículos pequeños que tienen delante dos placas horizontales y delgadas para levantar palés.
Estaba caída, casi volcada del todo, sobre unas cajas viejas que aguantaban su peso de milagro. Estaba algo oxidada, llena de polvo y de telarañas. Una de las barras delanteras estaba partida y colgaba penosamente, parecían estar hechas de madera. No entendía que no fueran de metal, que era mucho más resistente, pero no iba a poner quejas sobre los materiales del vehículo; era mucho más de lo que esperaba encontrar.
Empujé la carretilla con todas mis fuerzas para ponerla en pie y después de lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano lo conseguí. Las cuatro ruedas cayeron contra el suelo y varias baldosas se encendieron al caer sobre ellas el peso del vehículo. Me monté y no me sorprendió que no tuviera las llaves puestas. Había una palanca para subir y bajar las barras delanteras que sí funcionaba. No iba a ser fácil mover el vehículo entero, pero tomé nota mental de su posición y sus características.

Dejé la carretilla en su sitio y retomé mi búsqueda. Tras unos minutos más de exploración, llegué a la columna central de la sala, donde se encontraba la cabina del ascensor. En lugar de subir las escaleras, me quedé en la parte de abajo y exploré la columna con las manos para buscar interruptores o cualquier cosa que se le pareciera. Lo que encontré fue un objeto frío al tacto que se agitó cuando lo toqué.
Era una cadena oxidada que colgaba de la pared. La seguí con las manos y me sorprendió lo larga que era. Esperaba que hubiera algo en uno de los extremos, pero no, lo único que noté fue que estaba sujeta por algo que parecía una argolla. Solo alcanzaba a tocarla de puntillas y la notaba igual de oxidada que la propia cadena. No parecía que cumpliera ningún propósito ahí colgada. Tal vez yo pudiera darle uno.
La agarré con fuerza y tiré de ella. Me sorprendió que no cayera. Como la luz del suelo no llegaba tan arriba, volví a examinar la argolla con las manos y descubrí el problema. No es que la cadena colgara de la argolla, sino que uno de los eslabones estaba clavado a la pared mediante la propia argolla. Seguí toqueteándola hasta confirmar mis suposiciones. Todo en ese sótano era tan extraño que mis ganas de salir aumentaban por momentos.

Me saqué la llave inglesa del bolsillo. Intenté encajarla entre la argolla y la cadena, pero la apertura no era lo bastante grande. Empecé a dar golpes con ella como si fuera un martillo, pero solo conseguí que el ruido me provocara dolor de cabeza. Se me ocurrió que tal vez sería más fácil romperlos si usaba Hielo para congelarlos primero. No quería recurrir a la magia, pero no se me ocurría otra solución.

Cerré los ojos para prepararme para lo que venía. Apunté hacia arriba y notaba que la mano me temblaba, aunque no solo por el dolor de las quemaduras previas.

–Hielo.

Pegué un grito cuando noté que se me helaba la sangre. Me sujeté el brazo por el codo con la otra mano para obligarme a mantenerlo en alto, no podía desperdiciar el hechizo. Escuché un sonido de congelación y, cuando sentí que el hechizo había terminado, bajé el brazo y lo froté con cuidado con la mano contraria. Estaba muy frío y notaba diminutos cristales de hielo a lo largo de mi piel. No era una sensación dolorosa pero sí muy desagradable. Quise arrancarme los cristales, pero no sabía si estaban pegados a la piel y no quería hacerme todavía más daño. Aguanté el frío como pude.

Tampoco podía perder tiempo con mi dolor, porque tenía que actuar antes de que la cadena se descongelara. Volví a subir la llave inglesa y con dos golpes secos rompí dos de los eslabones. El hechizo los había convertido en hielo puro en lugar de congelarlos sin más, me había excedido con el gasto de poder mágico. La cadena cayó al suelo y me agaché para recogerla. Medía un par de metros y estaba oxidada casi por completo. La llevé hasta la carretilla y la dejé en el asiento por si podía servirme.

Estaba convencido de que ya había visto todo lo que había en aquel sótano, de modo que empecé a trazar un plan. Solo había dos salidas a la vista: el ascensor y la puerta estanca. No parecía que hubiera botón para llamar al ascensor, pero, aunque lo hubiera, parecía muy poco probable que volviera a bajar. Eso solo me dejaba la puerta. Lo único que necesitaba era abrirla para poder salir, pero la rueda no cedía.

Tenía una carretilla elevadora que no se movía, una cadena de dos metros, una llave inglesa y un brazo hecho mierda. También había un panel de mando al que no le había encontrado utilidad. Intenté trazar un plan que me permitiera utilizar esos elementos para abrir la puerta.

Lo primero era llevar la carretilla hasta la puerta. Empecé a empujarla, pero apenas avanzaba, pesaba demasiado. Los hechizos de viento no iban a servir, así que valoré la posibilidad de empapar el camino con el hechizo Aqua y luego congelarlo con Hielo para que fuera más fácil deslizar la carretilla por encima, pero quería salir del sótano con los dos brazos enteros, de modo que cambié de plan.

Primero lo intenté sin la carretilla. Recogí la cadena y fui con ella hasta la puerta, la pasé entre uno de los radios de la rueda y la sujeté por los dos lados. Empezaba a notar el brazo derecho menos dolorido, los cristales de hielo se habían derretido y ya estaba casi a temperatura normal, me sentía con más fuerzas que antes.
Empecé a tirar, pero la rueda no cedía. Tiré con más fuerza e incluso me eché hacia atrás para dejarme caer y usar todo mi peso contra la rueda. Después de un rato de suplicio, me pareció oír un corto chirrido procedente de la puerta, como si la rueda hubiera cedido un poco. Esperanzado, redoblé mis esfuerzos, pero no ocurrió nada más.
Solté la cadena y probé de nuevo a girar la rueda con las manos, pero obtuve el mismo resultado que la vez anterior.

No quería empezar a usar magia con la carretilla, así que valoré otras opciones menos dolorosas y recordé el panel de control. Tal vez uno de los botones sirviera para abrir la puerta. Volví corriendo hasta él y me sentí un estúpido por no haber pensado antes en una solución tan simple. A lo mejor el truco para escapar consistía en que la puerta solo permanecía abierta durante unos segundos, pero ya me encargaría de ese problema cuando llegase; lo primero era abrirla.

El panel seguía igual que antes, con sus agujas moviéndose despacio y sus pilotos parpadeando. Si se movían es que tenía energía, tal vez pudiera usarla para recuperar la mía...

–¡Drenaje!

Un pequeño haz de energía salió disparado de mi mano, entró el panel y volvió hasta mi pecho. No me hizo daño utilizar el hechizo, porque solo sirve para absorber energía, pero tampoco sentí que recuperase mis fuerzas cuando entró en mi pecho. Probé con el hechizo Aspir, que servía para absorber energía mágica, pero obtuve el mismo resultado. No podía curarme.

Supongo que, al no ser un ser vivo, no puedo absorber su energía. Al menos lo he intentado... ¿Qué más puedo hacer?

Me negaba a volver a quemarme el brazo para tener luz, así que intenté fijar la vista todo lo posible para encontrar algo que hubiera pasado por alto en mi exploración anterior: candados, iconos, colores... Cualquier cosa que pudiera darme una indicación. Por desgracia, no lograba distinguir unos botones de otros.

No quería llegar a ese extremo, pero comencé a pulsar uno por uno todos los botones a la espera de oír el sonido de la puerta abriéndose. Tras haber pulsado más de diez, un relámpago iluminó la sala y tuve que cerrar los ojos. La luz parpadeó un par de veces antes de encenderse del todo y pude ver el sótano completamente iluminado por una multitud de luces fluorescentes situadas en un techo que estaba mucho más lejos de lo que imaginaba.
La sala era más amplia de lo que me había parecido: era una plataforma metálica circular de unos diez metros de diámetro y por lo menos cinco de alto. Ahora que tenía luz, podía verlo todo: la columna del ascensor, la puerta estanca a lo lejos, los montones de cajas, la carretilla, la forma de las baldosas... Por desgracia, no había nada de interés que no hubiera encontrado ya, pero me quedé tranquilo al confirmar que estaba completamente solo.

–Por lo menos ahora se puede ver, algo es al...

"¡CRAS!", se escucharon varios estallidos y la sala volvió a sumirse en la oscuridad.

–¡Mierda! –grité.

Supe lo que había pasado y me metí por instinto debajo del panel de control hasta que oí varios impactos contra el suelo. Las luces del sótano tenían que ser tan viejas que habían explotado al volver a recibir energía. Ahora tenía que ir con cuidado con no caerme ni sentarme en el suelo, para no clavarme ninguno.

No entendía nada de lo que estaba pasando, solo era consciente de la sensación de angustia que me invadía por momentos. Quería gritar para pedir ayuda, pero nadie iba a ofrecérmela, así que cerré con fuerza los ojos para no tener que enfrentarme a la oscuridad que me oprimía y respiré hondo hasta que conseguí tranquilizarme.

Esperé un minuto entero por precaución, para asegurarme de que todos los cristales habían caído al suelo, y entonces salí y reanudé mi tarea con los botones. Pensé que podrían haber caído cristales sobre el panel. Me quité un zapato, mantuve el equilibrio apoyando el pie descalzo sobre el calzado y metí una mano en el zapato vacío para arrastrarlo por encima del panel. No parecía que hubiera cristales, así que me volví a calzar y seguí pulsando botones. Desgraciadamente, no obtuve ningún resultado nuevo: ni se encendieron más luces, ni se abrió la puerta, ni bajó el ascensor. Por si fuera poco, el vacío del estómago ya me empezaba a doler.

No te rindas, tiene que haber una forma –me repetí.

Decidí volver junto a la puerta y no tardé ni tres pasos en pisar un cristal. Era pequeño y no me hice daño, el verdadero problema fueron el susto y la frustración de sentir que ya ni siquiera podía caminar sin peligro. Empecé a mirar el suelo con atención para localizar los cristales y evitar pisarlos. Por suerte, resaltaban ante el brillo de las baldosas.
Vi un trozo grande, de un par de centímetros, y lo recogí con cuidado para no cortarme. Me agaché para estudiarlo más cerca de la luz de las baldosas. En lugar de ser transparente, era un cristal de color blanco y tenía forma alargada, no curva como las bombillas normales. Recordé que las luces del techo eran tubos fluorescentes, lo que explicaba el color y la forma de los cristales. Aquello me dio una idea.
Por tercera o cuarta vez desde que acabé en aquel horrible sótano, di una vuelta completa al perímetro, pero esta vez un poco agachado, atento al suelo. La mayor parte de los cristales había caído cerca del centro de la sala y casi todos los trozos eran pequeños, del tamaño de una uña, pero había otros más grandes, como el primero que había recogido. Tuve suerte en mi búsqueda y encontré el extremo de uno de los tubos, con la punta intacta y todo. Medía unos cuatro centímetros de longitud y dos de grosor.
Convencido de que no iba a encontrar ningún trozo más grande, volví a la carretilla, me monté en ella y subí las barras delanteras unos centímetros por encima del suelo. Le di un pisotón a la que ya estaba rota para arrancarla del todo. La recogí, era un trozo de madera larga y fina de unos treinta centímetros de largo y bastante más ancha que el cristal. Quería encajar el cristal en la punta, pero era evidente que no cabía, de modo que dejé el cristal en el asiento de la carretilla, blandí el trozo de madera como si fuera una espada y le di un golpe fuerte contra el suelo. No sabía cómo de vieja era la madera, pero aún aguantaba lo suficiente como para no romperse a la primera. Le di unos cuantos golpes más y después me agaché para verla a la luz del suelo. Había logrado quebrar la punta, que ahora tenía forma diagonal y parecía lo bastante fina como para que encajara el cristal. Lo recogí de nuevo y conseguí incrustarlo en la barra. Pensé en el hechizo menos dañino que se me ocurrió y apunté hacia delante con mi bastón improvisado.

–Aero.

Sentí pasar una corriente que me revolvió el vello del brazo derecho y escuché un golpe de aire contra la carretilla, como el que hace el viento al chocar contra algo. El experimento había dado resultado: había conseguido un catalizador de magia. Era de peor calidad que mi bastón normal, pero ya no notaba la carga completa del hechizo en mi cuerpo, solo una pequeña parte.

–Ahora sí que puedo intentar mover la carretilla. Aqua.

El brazo se me llenó de gotas de sudor y algunas de ellas salieron disparadas hacia delante para formar parte del hechizo, que utilizaba el agua de mi interior, pero no sentí dolor, solo una sensación de molestia. Un chorro de agua empapó el suelo por delante de la carretilla. Saltaron varias chispas de las baldosas de debajo y dejaron de brillar, pero no pasó nada más. Me sequé el brazo con la manga antes del siguiente hechizo.

–Hielo.

El camino mojado se convirtió en un camino de hielo. Empujé la carretilla por detrás y tuve que hacer mucha fuerza para llevarla hasta el hielo, pero el proceso se volvió mucho más fácil en cuanto las ruedas delanteras estuvieron encima. Cuando el camino de hielo se terminaba por delante, volvía a repetir los dos hechizos antes de seguir empujando desde detrás. El brazo se me empezaba a quedar frío después de tanto mojarlo y congelarlo, tenía las mangas empapadas de secármelo sin parar. En una de esas veces, me desequilibré mientras empujaba y me resbalé con el hielo. Caí hacia delante, me di un golpe seco en la frente y me caí de bruces contra el suelo.
Me llevé las dos manos a la frente y me encogí de dolor. Había hecho demasiada fuerza con los brazos y había perdido agarre en los pies, me había golpeado contra la parte trasera de la carretilla y luego había caído al suelo. No estaba sangrando, pero me sentí tan imbécil por mi falta de cuidado y tan impotente ante el dolor que quise llorar.

Ojalá te hubieras clavado un cristal para rematar, por imbécil –me deseé.

No quería levantarme; quería hundirme en aquella oscuridad, fingir que todo era un mal sueño y despertarme en mi cama como si nada hubiera ocurrido. Pero una pierna se me estaba quedando fría porque había aterrizado sobre el hielo, el dolor me indicaba que no estaba soñando.

Estiré un brazo hacia arriba y me agarré al borde de la carretilla. Hice fuerza para levantarme y clavé los pies en el suelo para no tener que apoyar las manos ni las piernas; no quería clavarme cristales.

Volví a crear el camino de hielo delante de la carretilla, pero esta vez, a la hora de empujar desde detrás, lo hacía con las piernas separadas, para evitar pisar el hielo. Era una postura incómoda y me sentía un poco ridículo, pero tenía que mover la carretilla de alguna forma y no quería llevarme más golpes.

Cuando estuve a menos de medio metro de la puerta, cogí la cadena, que seguía colgando de la rueda central, y le hice un nudo como pude alrededor de uno de sus radios. Intenté meter el otro extremo de la cadena en la barra que aún le quedaba a la carretilla.

–Encaja, estúpida...

Los eslabones eran demasiado estrechos, así que probé de otra forma. Enrollé la cadena a lo largo de la barra.

–Aqua –lancé, y cadena y barra quedaron empapadas. Después, añadí–. Hielo.

Tras utilizar los dos hechizos, tanteé la barra con las manos para asegurarme de que esta vez solo había congelado el agua, no la cadena antera. Lancé otras dos o tres veces más cada hechizo para asegurarme de que la cadena quedara bien sujeta y me entró una fuerte tiritona. Estaba perdiendo mucho líquido y mi temperatura corporal no paraba de bajar. Me froté los brazos y salté en el sitio para entrar en calor. Cuando se me pasó, me monté de nuevo en la carretilla. Accioné la palanca y la barra comenzó a hacer fuerza para subir, tirando a su vez de la cadena.

–Vamos, funciona...

La carretilla hacía fuerza, pero la rueda permanecía firme en su posición. Noté cómo vibraba el asiento y escuché otro chirrido procedente de la rueda. Sonreí, pero de pronto sonó un fuerte “CRAC” y la vibración se detuvo. Asustado, detuve la palanca. Salí para ver lo que había pasado, aunque me lo imaginaba. La única barra que le quedaba a la carretilla se había roto por el esfuerzo.

–¡MIERDA! –le pegué una patada a la puerta–. Vale, oficialmente estoy atrapado. No tengo armas, comida ni luz. ¿ERA NECESARIO AGOTARME DE ESTA FORMA? ¿DE VERDAD LO ERA? –le grité al aire.

Apreté los dientes con fuerza, pegué el puño contra la frente y cerré los ojos. Me sentía furioso, pero no sabía muy bien contra quién. Sentía que estaba haciendo el ridículo, que mis examinadores se estaban riendo de mí al verme fracasar.

Tiene que haber otra forma. Las puertas están para abrirse; si no quisieran que hubiera una salida habrían construido un muro. Tiene que haber una forma de abrir...

Me puse a repasar el marco de la puerta en busca de botones, interruptores o cualquier otra cosa que pudiera haber pasado por alto. No había nada de eso, estaba firmemente sellada.

¿Y si está cerrada desde el otro lado? No, entonces esta prueba no tendría sentido. Qué hambre tengo...

Pisé algo frío, era la barra rota. La recogí del suelo. Ahora era un perfecto bloque de hielo. Si hubiera sabido que mi experimento no iba a dar resultado, podría haberle prendido fuego para iluminarme... Ahora, el único trozo de madera que quedaba intacto era el de mi bastón improvisado, pero no iba a sacrificarlo solamente para tener luz.

–Lo intentaré con las cajas de antes. Estaban húmedas, pero alguna tendrá que prender...

Tomé la barra de hielo y empecé a pasarla de una mano a otra cada pocos segundos para no helarme. Volví con ella al punto en el que había encontrado la carretilla. No fue difícil de encontrar, porque las baldosas que había ido mojando y congelando ya no brillaban. Aquel camino de oscuridad me acabó llevando hasta el montón de cajas viejas que antes sostenían la carretilla. Aparté una del montón, lancé Piro y comenzó a arder con facilidad. Quise sentarme, pero podía haber cristales, así que me quedé en cuclillas delante del fuego para entrar en calor.

Traté de hacer un resumen de la situación. Había cuatro elementos a tener en cuenta: el ascensor, el panel de control, la carretilla elevadora y la puerta. Los tres primeros habían dejado de ser útiles. No me veía capaz de lanzar muchos más hechizos, porque el brazo derecho empezaba a temblarme peligrosamente y tenía un color muy poco sano. Tenía que valorar muy bien mis siguientes acciones. Quizá incluso se estuviera agotando el oxígeno de la sala. Era una idea absurda, teniendo en cuenta lo grande que era la sala, pero no pude evitar aquel pensamiento intrusivo. Además, el sótano parecía abandonado, era posible que llevara años sin abrirse. ¿Contaría siquiera con un sistema de ventilación?

Me insulté por no haber pensado antes en la posibilidad de que hubiera conductos de ventilación, pero no me sentía con fuerzas para dar una vuelta más al sótano. Tampoco recordaba haber visto nada en la pared que me llamara la atención, y confirmar la ausencia de rejillas solo me habría servido para deprimirme aún más. Era frustrante.
Barrí el suelo con la madera helada para asegurarme de que no había cristales que pudiera clavarme y después la lancé todo lo lejos que pude para que no se empezara a descongelar a mi lado y llevarme un susto cuando las gotas hicieran que las baldosas de debajo empezaran a soltar chispas. Me froté los ojos. Me sequé el sudor de la frente con el brazo izquierdo y me tapé la cara con él.

–Ahora sí que estoy en un lío –suspiré.

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