Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

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31 de enero de 2011

XVIII: Mayor de edad

Sonó el despertador.
Extendí el brazo para desactivarlo y sentí que lo estaba apagando por última vez. Bostecé y me estiré antes de levantarme, con la sensación de que mis acciones marcaban a la vez el fin de una vida vieja y el comienzo de una nueva, como si todo lo que hiciera aquel día tuviera que servirme de modelo para el resto de mi vida.

–Estúpida mente humana –refunfuñé.

Entré en el baño. Mientras me lavaba las manos, vi algo completamente distinto en mi reflejo. Mi pelo seguía siendo violeta y me rozaba los hombros. Mis ojos seguían teniendo un color a juego. Mi nariz, mis orejas, frente y barbilla seguían iguales. Tampoco habían cambiado mi altura, peso ni color de piel; todo estaba como siempre... pero diferente a la vez. Seguía siendo yo, pero estaba convencido de que veía algo distinto en el espejo.

–Estúpida mente humana –repetí.

Salí del baño, me quité el pijama y empecé a vestirme. Para ese día había elegido ponerme pantalones y camisa negros, la vestimenta más popular entre adolescentes depresivos. Me limpié un poco los zapatos con un pañuelo, tampoco con mucho esmero, pero para dejarlos un poco más limpios. Solo quería sentirme bien en mi día.

Mientras tanto, Kei seguía metido en la cama. No daba señales de haber escuchado el despertador.

–¡Arriba, soldado! –le llamé.
–Cinco minutos más –ordenó, no pidió.
–¡He dicho arriba! ¡Vamos, cincuenta flexiones! ¡Hop, hop, hop! –y me empecé a reír.
–¿Qué te has tomado ya tan temprano? Mira que te dije que las anfetas no son para jugar.

Me abroché el último botón de la camisa y cogí una sudadera fina para ponérmela por encima al salir, que a mediados de noviembre ya hacía demasiado frío para salir solo con una camisa.

–Voy a desayunar, ¿te vienes o te quedas?
–Que sí, que ya voy.

Se levantó de la cama y se metió al baño. Mientras esperaba a que saliera, abrí la ventana para airear la habitación y me aseguré de tenerlo todo en la mochila para las clases del día. También abrí uno de mis cajones de la mesa y saqué una pequeña caja de color naranja.
Dentro de esa caja guardaba una humilde colección de anillos que había ido reuniendo con los años: uno fue un regalo de cumpleaños, otro me lo encontré tirado en el suelo, otro me lo compré yo porque me pareció muy barato... No tenía más que cinco, pero eran mis posesiones más queridas. El que me puse aquel día era un simple aro plateado que no tenía decoración alguna, pero por algún motivo era mi favorito.
Noté que moqueaba, así que cogí un pañuelo para sonarme la nariz. Al retirarlo, lo encontré manchado de sangre.

–Hacía mucho –gruñí.

Me tapé la nariz con el pañuelo y me miré la camisa. Afortunadamente, no me la había manchado.

–Por cierto, feliz cumpleaños –me felicitó Kei desde el baño.
–¡Gracias! ¿Te falta mucho?
–Tío, no me metas prisa.
–Es que mi nariz de ha vuelto emo.
–¿Eh?

Aún no me había pasado en lo que llevábamos de curso, pero lo cierto es que me sangraba la nariz con bastante frecuencia. La hemorragia tardaba un buen rato en cortarse y era una sensación realmente incómoda.

En cuanto Kei salió del baño, entré tras él a la velocidad del rayo. Puse la cabeza encima del lavabo y tuve la genial idea de retirar el pañuelo de la nariz. La sangre comenzó a gotear y a salpicarlo todo, tiñendo de rojo la blanca porcelana del lavabo.

–¿Qué te pasa?
–Nada, un mal menor. Se me pasa rápido.
–Anda, que vaya forma de empezar los dieciocho, desangrándote en el baño –me dijo.

Me empecé a reír mientras intentaba coger el papel higiénico con la mano que me quedaba más cerca del rollo. La postura era la siguiente: yo estaba de pie, con las rodillas ligeramente flexionadas, el cuello estirado sobre el lavabo para alejar la cabeza de la camisa todo lo posible, y me tapaba la nariz con la mano derecha, mientras que, con el brazo izquierdo, extendido todo lo que me permitían las leyes de la física, intentaba alcanzar el rollo de papel, del que me separaban tres miserables centímetros. Habría sido más fácil volver a taparme la nariz con el pañuelo y coger el rollo directamente, pero no quería arriesgarme a que se escapase alguna gota y me destrozara la camisa.

Si lo sé no me la pongo. O mejor, no me sueno la nariz.

Después de lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano, conseguí alcanzar el papel. Corté un trozo, hice una pequeña bola y me la metí en la nariz tan dentro como pude para taponar la vía de escape de la sangre. Ahora solo tenía que dejarla ahí quieta un buen rato y el sangrado se acabaría cortando solo.

–¡Ya está! –anuncié–. Pasó el peligro.

Me miré de arriba abajo y me alegré al ver que, milagrosamente, no me había manchado la ropa. Abrí el grifo, limpié el lavabo, que parecía el escenario de una matanza, y me lavé las manos cuando terminé.

–A ver si ahora te voy a tener que esperar yo a ti –gruñó Kei, que se estaba atando los zapatos.
–¡A que cobras! –le respondí.

En cuanto salimos al pasillo nos encontramos con Leta, que nos estaba esperando. Se lanzó sobre mí para darme un abrazo.

–¡Felicidades! –me deseó, radiante de felicidad.
–Gracias –contesté abrumado.
–¡Qué guapo te has puesto!
–Yo qué va...
–¿Qué tal? ¿Te sientes raro, distinto...?
Completamente.
–No –mentí–. De momento, todo normal.

Nos fuimos a desayunar. La cafetería estaba como todos los días, nadie me prestó más atención de la habitual. Bueno, nadie excepto Mako, que se acercó para felicitarme y se sentó en la silla que quedaba libre de nuestra mesa de cuatro.

–¡Felicidades, chico del cumple! –dijo mientras dejaba su bandeja.
–Mako... Gracias por acordarte.
–¿Pensabas que se me iba a olvidar? –dijo con fingida indignación–. ¿Qué tal estás?
–Pues bien, como todos los días...
–Como todos no, que casi se desangra en el baño –se rio Kei.
–¡Pero te quieres callar! –le regañé de broma.
–¿Cómo que te desangrabas, qué ha pasado? –preguntó Mako.
–Naaada, que me ha sangrado un poco la nariz, no te preocupes.
–No veas cómo ha dejado el baño –volvió a intervenir Kei.
–¡Pero bueno! ¡Lo habrás limpiado! –dijo Leta.
–Sí, mamá –le contesté con retintín.

Ella me dio un codazo y yo cogí mi taza para taparme la cara mientras bebía y disimular un poco mi vergüenza. Me sentía un poco incómodo con Mako, pero no por su culpa, sino por la mía. Después de todos los esfuerzos que había hecho por evitarla en las últimas semanas, no me merecía que me felicitara el cumpleaños ni que fuera amable conmigo. ¿No debería estar molesta, resentida? ¿No se daba cuenta de que estaba intentando que me echara de su vida por su propio bien? ¿O era yo el que estaba actuando de forma egoísta?

Un cuarto de hora después, terminamos el desayuno y nos despedimos. Mako se fue a su clase y nosotros a la nuestra. Empezaron a llegar los alumnos no internos del Jardín y las clases dieron comienzo un día más. Me felicitó muy poca gente más, entre otros Dreak, un espadachín de cuarto al que conocía desde hacía tiempo, pero al que veía cada vez menos. Por un lado, prefería que se acordara poca gente de mi cumpleaños, porque no me gustaba ser el centro de atención. Pero, por otro, no podía negar que me habría gustado ser solo un poquito más popular...

En cualquier caso, las clases fueron tan anodinas como cualquier otro día. Me había mentalizado de que todo iba a ser diferente, pero llegó la hora de la comida y todo seguía igual. Nadie parecía haber notado nada; el mundo seguía adelante y me arrastraba consigo. Los profesores impartían su temario sin inmiscuirse en nuestras vidas, la gente formaba los mismos grupos de siempre, sonaba el timbre y todo el mundo volvía a sus casas...

Aunque sí que hubo algo distinto. Cuando terminaron las clases, Kei se quedó hablando con Cícar, de modo que bajé a la habitación yo solo. La sensación fue un poco rara, tan acostumbrado como estaba a que Kei me acompañara, pero no me sentí incómodo ni expuesto a ningún peligro. Dejé la mochila junto a mi cama y fui el primero del grupo en llegar al comedor. Justo antes de entrar, vi venir a Belazor por la dirección contraria, mi mirada se cruzó sin querer con la suya. Quise poner cara de disgusto y mirar hacia otro lado, o apretar el paso y entrar al comedor antes de que llegara hasta donde yo estaba y empezara a darme la lata. Era imposible que no se acordara de mi cumpleaños, seguro que insistiría en comer contigo y que lo celebráramos juntos.
Pero Belazor ni sonrió ni se acercó, sino que apartó la vista con arrogancia y siguió caminando en dirección a los dormitorios, sin abrir la boca siquiera.
Durante un segundo, me quedé clavado en el sitio antes de retomar el paso y entrar al comedor. Era raro que Belazor no quisiera hablar conmigo, y más aún en mi propio cumpleaños. ¿Estaría enfadado por algo? ¿Le habría sentado mal que hablara con Lisander en la biblioteca el otro día? ¿O sería que por fin había decidido dejar de seguirme como si fuera mi sombra? Por mi parte, estaba encantado, no digo que no. Es solo que me resultó... raro.

Sentí un pinchazo de remordimiento por dentro. Primero Belazor, después Mako... ¿Y si en realidad estaba siendo una mala persona por alejar de mi lado a los pocos amigos, cada vez menos, que todavía se preocupaban por mí?
Me senté en una mesa vacía, cogí el tenedor y empecé a arañar la servilleta de papel para apartar de mí esos pensamientos hasta que llegaron Leta y Kei. Esta vez no se nos unió Mako, así que dedicamos la conversación a decidir lo que íbamos a hacer en Balamb al día siguiente.

Tras la comida, ya de vuelta en nuestras habitaciones, me dediqué a hacer deberes para adelantar con ellos todo lo posible y no estar tan pillado de tiempo el fin de semana, ya que el viernes no iba ni a tocarlos. Ya se había pasado la emoción del cumpleaños y la rutina de siempre empezaba a asentarse... Al menos hasta las seis de la tarde, momento en el que dos suaves golpes en la puerta me devolvieron a la realidad.

–Esperemos que no sea el plasta de siempre –dijo Kei.
–¿Quién?
–Belazor.
–No... No creo que sea él.

Me acordé de la reacción que había tenido al cruzarse antes conmigo. Tenía que estar muy enfadado para haberse comportado así. Aunque eso significaba que dejaría de venir a molestarme, ¿no?

Mejor así– pensé.

Me levanté de la cama y abrí la puerta. Me encontré a Ryuzaki, al que no supe si saludar con una sonrisa de alivio porque no era Belazor, de ilusión porque había venido a verme, con una mueca de resentimiento por no haberme dicho nada del secuestro, o de preocupación por si venía a decírmelo en aquel momento. Lo que me llamó la atención fue que con el brazo izquierdo sostenía un paquete sujeto a la cintura. Se me encendieron los ojos cuando vi que estaba envuelto en papel de colores.

–Feliz cumpleaños –me deseó.
–Gracias, Ryuzaki –le sonreí.
–Este regalo es de parte de Redea.
–¡Gracias!

Me tendió el paquete y no me avergüenza reconocer que intenté poner las manos justo encima de las suyas para poder rozarle los dedos. Los tenía muy fríos al tacto, pero el contacto no me resultó desagradable. Cuando tuve el paquete bien sujeto, él retiró las manos con naturalidad y me ruboricé un poco. Me quedé mirando al suelo, sin atreverme a alzar la mirada, hasta que noté una mano en el hombro.

–Voy un momento a la zona de entrenamiento –me dijo Kei–, creo que me he dejado una cosa.
–Vale –le dije.

Se alejó por el pasillo y Ryuzaki me habló.

–¿No lo vas a abrir?
–¿Qué? ¡Ah, sí!

Metí el regalo en la habitación y lo coloqué sobre mi cama. Era un paquete de tamaño mediano, de los que dejan su posible contenido completamente a la imaginación. Rasgué el papel, expectante por lo que me estuviera esperando dentro, y me encontré con una caja de cartón. Levanté la tapa y vi...

–¡Unas botas!

Las saqué de la caja. Eran dos botas de color marrón oscuro, de mi número y con suela firme y resistente. Parecían muy simples, pero me encantaron.

–Son geniales, de verdad.
–¿No te las vas a probar? –preguntó Ryuzaki, que seguía plantado en el marco de la puerta.

Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Mientras me desataba los cordones, me di cuenta de que tenía una pequeña mancha en el lateral del zapato.

Ojalá los hubiera limpiado mejor esta mañana. Espero que no se haya fijado...

Puse la bota derecha en el suelo y me agaché para meter el pie y abrochar los cordones. Al hacerlo, vi por el rabillo del ojo que Ryuzaki estaba descalzo, como siempre, y sentí una extraña camaradería hacia él por haberme quitado el zapato. Por un momento pensé en quitarme el otro también, pero no venía a cuento.
Cuando metí el pie en la bota, noté que había algo dentro. Lo saqué, metí la mano y encontré una pequeña tarjeta de felicitación.

“Hola, tesoro:
Siento no poder estar contigo en este momento tan importante de tu vida.
Recuerda que te quiero y te tengo siempre presente.
Mamá Rede”.

Sonreí con ternura al ver la nota. Me la guardé en el bolsillo y volví a ponerme la bota. Una vez abrochada, me levanté para evaluar cómo me quedaba y la respuesta era... genial. Se me ajustaba como un guante: no me apretaba, pero tampoco me bailaba. Me llegaba justo hasta el comienzo de la pantorrilla y la suela me hacía parecer un centímetro más alto, que puede parecer una tontería, pero a los bajitos nos hacen ilusión esas cosas. Además, tenía forro interno, así que eran unas botas perfectas para el invierno. En diciembre solía nevar por la zona, así que podía sacarles mucho partido.

–Muchísimas gracias, Ryuzaki.
–Te recuerdo que el regalo es de Redea, no mío.
–Bueno, pues gracias por traérmelas.
–Solo cumplo con mi trabajo.
¿No puedes aceptar el cumplido y ya está...?
–¿Te gustaría acompañarme un momento? –me preguntó.
–¡Sí, claro!

Ni siquiera le pregunté dónde quería llevarme. Sin pensármelo dos veces, cogí la llave y me sorprendí al notar que cojeaba. Todavía llevaba puesto uno de mis zapatos normales y una bota.

–Espera, que me cambio de calzado –le dije, un poco avergonzado.

Para no hacerle esperar, me quité la bota y me puse el otro zapato en lugar de ponerme la otra bota, por mucho que me apeteciera estrenarlas. Me puse la sudadera de por la mañana, me guardé la llave y salí de la habitación.

–¿Has pasado un buen día? –me preguntó mientras echábamos a andar–. No se hace uno mayor de edad todos los días.
–Ha sido un día muy bueno, la verdad.
–Está a punto de dar comienzo una etapa muy importante de tu vida.
–Lo sé.

Me llevó hasta el patio, que ya estaba casi en penumbra, apenas iluminado por los pocos rayos del sol que aún se resistían a desaparecer. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad.

–¿No tienes frío yendo descalzo? –le pregunté al darme cuenta de que estábamos pisando roca fría.
–Te acabas acostumbrando –se limitó a contestar, y no hice más preguntas.

Nos sentamos en un banco alejado, que no se podía ver desde el interior del Jardín. Me pregunté si Ryuzaki sabía que prefería tener privacidad, si era él mismo quien la buscaba o si nos sentamos allí solo por casualidad. Tampoco es que me importara mucho: estábamos sentados el uno al lado del otro, y con eso me bastaba. Mantuve la vista fija en el suelo, en mis zapatos. Me habría encantado girar la vista hacia él, pero me daba vergüenza mirarle. Qué coño, toda aquella situación me daba vergüenza.

–Recuerdo el día en que llegaste al Jardín –dijo al cabo unos segundos–. Estabas tan nervioso... Todo te llamaba la atención.
–No recuerdo mucho de mis primeros días aquí. Pero sí que estaba nervioso, sobre todo después de irme del orfanato. Pensaba que venía a un sitio horrible... Pero aquí he aprendido todo lo que sé y me he hecho más fuerte. Se lo debo todo al director Cid y a Redea.
–No todos son tan afortunados de tener padres como los tuyos.
–Lo sé. Supongo que al final sí que tuve suerte.

Sentía algo muy extraño cada vez que estaba cerca de Ryuzaki, ya me había dado cuenta hacía tiempo. Sentía un intenso calor en la cara y el pecho. Quería mirar sus ojos, acercar mi rostro al suyo y...

–A lo mejor ha sido una mala idea venir aquí –dijo–. ¿No tienes frío?
–No, para nada –y no mentí al decirlo–. Todo está bien.
–De acuerdo.

Nos quedamos de nuevo en silencio. Quería decirle tantas cosas... pero no me salían. Quería abrazarme a él, sentir los latidos de su corazón, su aliento...

Pero ¿qué narices estoy pensando?
–¿Te encuentras bien? –me preguntó Ryuzaki.
–No... ¡O sea, sí! Solo estoy un poco cansado.
–Entiendo. Estarás agotado después de toda la semana.
–No, no tampoco eso...
–Volvamos a tu habitación, ¿te parece bien?
–¡Que no es eso! ¡Yo quiero...! Quiero seguir aquí... contigo.

Ryuzaki pareció comprender y adoptó una postura más relajada. Apoyé las manos detrás de mí, eché la espalda hacia atrás y levanté la mirada al cielo, que había adquirido una tonalidad añil y empezaba a mostrar diversos puntos blancos. Era un momento único y sabía que jamás volvería a repetirse, pero era bonito pensar que, por un efímero instante, nuestros ojos miraban la misma estrella.

10 de diciembre de 2010

XIV: Sospechas

Durante unos segundos me sentí completamente perdido, intentando procesar lo que me acababa de decir el director. No sé cuánto tiempo me habría quedado plantado en el sitio si no hubiera notado su mirada clavada en mí, pero no quería hacerle esperar, de modo que me acerqué a la silla que me había ofrecido y tomé asiento. Él se quedó de pie a mi espalda.

¿Sería verdad que no se podía acceder al sótano, había quebrantado las normas del Jardín al entrar? ¿O era solo un truco para evaluar mi reacción? Me sentía tan confuso que llegué incluso a dudar de quién era y de dónde estaba.

–Esto... –balbuceé–. Comienzo mi informe.

Intenté aparentar profesionalidad. Si había realizado una prueba como si no, quería explicarle bien todo lo acontecido. Me aclaré la garganta y traté de organizar mis pensamientos.

–Esta mañana salí pronto de mi habitación. Me dirigía a su despacho para hablar con usted.
–¿Conmigo? ¿Qué he hecho ya?

–¿Usted...? Nada, solo quería... pedirle consejo con un problema.
–Imagino que te encontraste el despacho vacío y lo has ido dejando por pereza todo el día hasta ahora, ¿es eso?

–¿Cómo? No, yo... No pude venir antes.

–¿No acabas de decir que viniste por la mañana?
–No, no llegué a venir. Pasó algo y... me quedé encerrado en el sótano.

–Sí, antes has mencionado el sótano. ¿Cómo has acabado ahí abajo?

–Yo... No lo sé, señor. Me monté en el ascensor y estoy convencido de que pulsé el botón 2 para subir aquí, pero... Pero bajó en lugar de subir. No entiendo la razón.

–¿Entonces te has pasado el día entero ahí metido?
–Sí, señor.
–¿Por qué no volviste a subir en el ascensor?
–Lo intenté. Cuando se abrió la puerta y lo vi todo a oscuras, pulsé los botones para volver a subir, pero no funcionaban. Pensaba que el ascensor se había averiado y que estaba en una sala de mantenimiento que no conocía... ¡Ah, acabo de acordarme! El ascensor tardó un buen rato en venir desde que lo llamé y no había luz en el vestíbulo, por eso pensaba que se había averiado.
–Sí, Ryuzaki me ha informado de que esta mañana se ha producido un corte de luz.
–Pues tuvo que ser eso. Estuve un rato esperando ahí abajo, pero no pasaba nada, así que decidí bajarme para buscar a alguien... y entonces el ascensor subió sin mí y me quedé atrapado.
–Comprendo. ¿Qué hiciste entonces?
–Busqué un botón para llamar al ascensor, pero en la oscuridad no veía nada. Esperé por si bajaba solo, pero no, así que empecé a reconocer el terreno. Examiné el perímetro y tomé nota de todo lo que había en la sala.
–¿Para qué?
–Para buscar otra salida. Pensaba que formaba parte de la prueba.
–¿De la prueba...? ¿De qué prueba me hablas?
–Bueno... Originalmente pensé que se trataba de una prueba, como la de la Caverna de las Llamas. Pensaba que el objetivo era... investigar un lugar desconocido para ver cómo nos orientábamos y... Y que lo de hacerla sin avisar y sin armas era para... Bueno, para probar nuestra capacidad de adaptación... ¿e improvisación?

Dicho en voz alta sonaba aún más estúpido que en mi pensamiento. Había sabido desde el principio que no estaba realizando ninguna prueba, porque ni yo mismo había conseguido creerme mi mentira, pero era la única explicación que había encontrado. Si al director también le pareció estúpida o no, eso no lo sé, porque no hizo ningún comentario al respecto.

–No se trataba de ninguna prueba –explicó con calma–. No realizamos exámenes prácticos sorpresa.
–Ah... Yo pensé que...

–En teoría son ejercicios útiles, pero acaban siendo una catástrofe. En el pasado tuvimos varios casos de ataques de pánico y ansiedad. De ahí que termináramos por cancelarlos.
Pues, si esa gente no era capaz de trabajar bajo presión, será que no estaba preparada para ser Seed. Claro, que yo he estado al borde de lo mismo...
–¿Cómo has conseguido salir? –continuó el director–. La puerta debería estar cerrada para impedir accidentes.
–Pues verá, señor... Como le decía, lo examiné todo para buscar una salida. No encontré el botón para llamar al ascensor desde abajo, así que busqué puertas, rejillas de ventilación... Cualquier cosa. También... manipulé un panel de control. Espero que no haya causado problemas en el Jardín...
–Por eso no te preocupes; todo lo que hay en el sótano lleva años desconectado.
–Oh, menos mal. Pensaba que por lo menos me serviría para encender la luz del sótano, pero... Bueno, conseguí encenderla, pero parece que las bombillas eran muy viejas, porque estallaron todas.
–¡Caray!
–Así que tuve que usar magia para iluminarme y...
–¿Magia?
–Sí.
–¿Pero no habías dicho que no decías que no llevabas armas?
–No, no tenía armas...
–¿Entonces cómo hiciste magia?
–Sin mi bastón.
–¿Has realizado magia pura? ¡¿Es que no te han enseñado lo peligrosa que es?!
–Sabía lo peligrosa que es, señor –le enseñé el brazo herido–, pero no tenía otra opción. No quería andar a oscuras y tropezarme o clavarme cristales.
–Mmm... –observó el estado de mi brazo con detenimiento–. Debiste ser más precavido, pero comprendo que no tenías otra opción. Continúa.
–En realidad... no hay mucho más que contar. Podría hacerle un informe completo con todo lo que hice ahí abajo, pero creo que eso no importa. El caso es que al final conseguí salir y me encontré con Flora, la profesora de albhed. Le pedí pasarme por el comedor antes de venir aquí. Necesitaba comer, porque ni siquiera desayuné antes de subirme al ascensor...
–Y entonces fue cuando envié a Ryuzaki a buscarte, ¿correcto?
–Sí.
–De modo que fue Flora quien te abrió desde fuera, ¿no es así?
–Ojalá... Verá, intenté todo lo posible para abrir la puerta. La golpeé, pedí ayuda, pero nada dio resultado, hasta que al final...

Me quedé callado unos segundos. Estaba muy cansado y solo quería poner fin a aquella conversación, irme a mi habitación y olvidarme de aquel horrible día. Además, se acercaba el momento de hablar de Moltres y aún no estaba seguro de cómo quería abordar el tema, pero había llegado el momento de tomar una decisión.

–Señor... Necesito hablarle de mi problema.

Como si estuviera esperando a que lo dijera, el director se dirigió a su silla y se sentó frente a mí. Apoyó los codos en la mesa, entrelazó los dedos bajo la nariz y me estudió con sus ojos grises. No le consideraba una figura paternal al mismo nivel que a Redea, pero nunca le había sentido tan cercano como en aquel momento.

–Cuéntame lo que te ocurre.
–El motivo por el que quería venir a hablar con usted esta mañana es... Porque tengo un espíritu legendario.

Esperaba algún tipo de reacción por su parte, pero su expresión no cambió. Únicamente dijo:

–Explícate.
–Verá, ocurrió en la prueba de la Caverna de las Llamas. Nos enfrentamos a una criatura que, según el resto de grupos, no debería haber estado allí. Era Moltres, el pájaro de fuego –el director asintió–. Mi grupo perdió la consciencia en el combate. Cuando se despertaron, encontraron un collar y me lo dieron. Les quemaba al tocarlo, pero a mí no, por eso decidieron que lo tenía que guardar yo. Pensaban que... Que la criatura estaba dentro del collar.

–¿Y sabes si de verdad está ahí?
–No... Bueno, no estaba seguro. Yo pensaba que sí, pero no tenía forma de saberlo hasta... hasta ayer.
–¿Qué ocurrió ayer?
–Hablé con Seymour, el guardaespaldas que nos acompañó en la prueba. Vino al Jardín para disculparse con mi grupo y... vio el collar.
–¿Qué te dijo?
–Solo que sabía lo que había pasado con Moltres en la cueva y que tuviera cuidado con el collar. Lo he tenido escondido todo este tiempo por precaución, pero cuando me dijo aquello pensé que era real. Por eso decidí que lo mejor era deshacerme de él antes de que ocurriera algo... y por eso vine a verle.
–De modo que has tenido un espíritu legendario bajo tu poder todo este tiempo. ¿Es eso?
–Yo... –empecé a pensar alguna excusa, pero no había hecho nada malo con Moltres, de modo que fui sincero–. Sí, señor. Quise hablar antes con usted, pero no encontraba el momento. Me daba miedo que el collar fuera de verdad y que tener un espíritu legendario fuera contra las normas. No quería que me expulsara.
–Esperar tanto tiempo solo agrava las cosas.
–Lo sé, señor –agaché la cabeza y apreté los puños–. Lo siento.
–¿Quién más conoce la existencia del collar?
–Solo mis compañeros de grupo y yo, además de... –no estaba seguro de si mencionar a Ryuzaki; si me había guardado el secreto, no quería meterlo en un lío–, bueno, además de Seymour –improvisé.

El director se quitó las gafas, cerró los ojos y se los frotó con los dedos. Se quedó en silencio, como pensando qué decir a continuación. ¿Estaría considerando mi castigo, buscando las palabras más amables para comunicarme mi expulsión?
¿Qué iba a hacer si me expulsaba? ¿Dónde iba a vivir a partir de ahora, sin familia y sin estudios? ¿Quién me iba a dar trabajo? Si no encontraba nada, ¿podría volver al orfanato? Mi inquietud iba en aumento con cada segundo que pasaba.
Me miré las manos. Estaba tan tenso que las había cerrado en puños y los apretaba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Miré al director, temeroso de su reacción, pero su rostro no mostraba nada. Seguía con los ojos cerrados.

–Veamos –dijo al fin–. Me estás contando que llevas un mes con un espíritu legendario en tu poder, pero que no has sabido lo que era hasta ayer mismo y que esta mañana has intentado traérmelo, pero el ascensor te llevó al sótano y te has pasado encerrado el día entero.
–Correcto, señor. Pensaba que el collar estaría a buen recaudo con usted... ¿Hay algún problema?
–¡Naturalmente que lo hay! –se puso de nuevo las gafas y clavó sus ojos en los míos–. Si lo que dices es verdad, has tenido en tu poder un objeto que entraña un gran peligro no solo para ti, sino para todos tus compañeros del Jardín, el personal docente y las mismas instalaciones.
–Lo siento mucho, señor –bajé la vista al suelo y apreté aún más los puños, hasta notar que me clavaba las uñas en las palmas.

–Debiste venir y entregármelo de inmediato. Pero no sabías lo que era ese objeto y, por tanto, no eras consciente del peligro que entrañaba. Además, no has llegado a invocarlo ni puesto en peligro a nadie –levantó una ceja–. Porque no lo has invocado, ¿verdad?
–No, señor. Bueno... No hasta hoy.

Pareció asustarse ante mi comentario. Antes de que volviera a gritar, me expliqué.

–¡Ha sido antes, en el sótano, y no ha pasado nada! Como le estaba contando, no encontraba la forma de salir de ahí y probé a invocarlo, ¡no sabía qué otra cosa hacer! Llevaba el collar conmigo porque quería entregárselo, ¡solo por eso, nunca antes lo había invocado ni sacado de mi habitación!

En realidad, sí que lo había sacado; justo la noche anterior, cuando lo vio Seymour, pero fue por un descuido y no por decisión consciente. Como no me apetecía puntualizar ni dar más explicaciones de las necesarias, no lo mencioné.

–¿Puedo asumir entonces que tu espíritu es lo que te ha permitido salir del sótano?
–Sí, señor. Ha... derretido la puerta, me temo. Lo siento mucho, no sabía que tenía tanto poder, ¡pagaré la reparación si es necesario!, puede descontármelo de mi futuro sueldo de Seed...

–No es necesario.
–Oh... Vale. Menos mal...

Me quedé callado un momento. Había evitado un problema económico importante, pero sabía que ahora me iba a preguntar por el collar, así que tenía que improvisar algo rápido. Pero ¿por qué me estaba comportando de esa forma? ¿De dónde había salido ese empeño tan repentino por ocultar el collar y quedármelo, cuando esa misma mañana estaba deseando desprenderme de él? ¿Tanto me había cambiado la invocación?

–No eras consciente de la naturaleza del collar –declaró el director–. Tampoco hay documentos sobre espíritus legendarios que pudieras consultar para salir de dudas y, lo que es más importante, nadie ha resultado herido. Por lo tanto, haré la vista gorda en esta ocasión. Has tenido un artefacto sumamente peligroso en tus manos, pero no conocías su poder ni lo has utilizado con fines peligrosos. Incluso has mantenido el secreto y evitado así una posible alarma en el Jardín. Has demostrado ser una persona responsable. Por lo tanto, no te impondré castigo alguno.
–¿Está seguro, señor? Quiero decir, yo se lo agradezco, pero...
–No, me parece que ya has aprendido la lección. Entrégame el collar y podremos olvidarnos de este asunto.

–Me encantaría, señor... pero... no puedo dárselo. Ya no lo tengo.

Al decir aquello, la serenidad del rostro del director se rompió en mil pedazos; con un movimiento brusco apoyó las manos en la mesa y se levantó de la silla.

–¡¿Te lo han robado?! ¿Quién ha sido, y cuándo?
–¡Nada de eso, señor! No me lo ha quitado nadie, soy yo quien se ha deshecho de él.
–¡¿Cómo dices?! ¿Es que no eres consciente del peligro que supone si acaba en las manos equivocadas? ¡Y más después de ver con tus propios ojos el poder que posee! ¡Ahora mismo podríamos estar ante una alarma sin precedentes en la historia del Jardín...!
–¡No, señor...!
–Tanto guardar el secreto, ¿y luego para qué? ¡Para fastidiarlo todo en un segundo!

No me estaba escuchando, de modo que agaché la cabeza y esperé a que dejara de echarme la bronca. Empezó a hablar de mi irresponsabilidad, de que lo había echado todo a perder después de haber tomado tantas precauciones, de lo difícil que iba a ser encontrar el collar si alguien se nos había adelantado... Sentí que me subía un calor bochornoso por el cuello, pero no le repliqué. Los adultos siempre se piensan que tienen razón en todo y no se paran a escucharte, y a mí no me gusta gritar para hacerme oír, de modo que me callé, apreté más los puños y esperé.

Se pasó al menos un minuto entero echándome una bronca innecesaria. Cuando por fin terminó, parpadeé varias veces para ocultar las lágrimas de culpa que estaban empezando a asomar y entonces hablé.

–Antes le expliqué... –comencé sin levantar la cabeza– que Moltres derritió la puerta. Cuando vi el poder que tenía, me entró miedo. Era más fuerte que cuando combatimos contra él y no sabía cuándo conseguiría venir a hablar con usted. No quería esperar más tiempo y por eso... lancé el collar al metal fundido.
–¿Qué...? ¿Al de la puerta?
–Sí.

–¿De modo... que ahora el collar está dentro de lo que queda de la puerta?

–Así es, señor. Y creo que es mejor así.

El director se derrumbó en la silla. La ira con la que me gritaba segundos antes se esfumó tan rápido como había surgido. Yo también me sentí más tranquilo, como si me hubiera quitado un peso de encima. Era extraño, pero, desde que había notado nuestro vínculo, sentía que Moltres... me necesitaba.

–Será difícil poner un bloque de metal bajo custodia... pero sacar el collar de su interior suena casi imposible. Así no tendremos que preocuparnos de que nadie intente extraerlo. Tu decisión ha sido más acertada de lo que parecía. Ha sido consecuencia del miedo y no de un pensamiento racional... pero segura, al fin y al cabo.
–Le pido disculpas por las molestias, señor. Ha sido un día... complicado.
–Es comprensible... ¿Dónde podemos encontrar el metal?

–Supongo que en el sótano... No lo he movido.

–No, claro... No podrías mover una masa fundida...

El director casi arrastraba las palabras, como si le costara esfuerzo hablar. La agitación había desaparecido de sus ojos y ahora parecía estar tan cansado como yo, quizá incluso decepcionado. Tal vez fuera un erudito y sintiera curiosidad por estudiar el collar de Moltres. Me sentí mal por haberle mentido, pero me lo saqué de la cabeza. No quería insistir en el tema e irme de la lengua. Le hice una pregunta, pero no solo para desviar la atención. Ya era hora de conseguir respuestas.

–Señor... ¿Por qué me ha pasado esto? ¿Sabe quién es el responsable?

–¿Te refieres a tu primer encuentro con Moltres o a lo de hoy?
–Lo de hoy.
Aunque también quiero saber por qué nos encontramos con él. ¿Sería cosa de Seymour? Ha estado presente en ambos incidentes... Bueno, en el de hoy no, pero sí que estuvo ayer en el Jardín. Está claro que sabe bastante del tema.
–Será mejor que te lo explique Ryuzaki; él dispone de más información. ¡¡Ryuzaki, pasa!! –le llamó.

La puerta del despacho se abrió y me giré para ver a Ryuzaki entrar. Se había quedado fuera durante toda nuestra conversación.

–Con permiso –dijo antes de acercarse.
–Quiere saber quién está detrás del incidente –le explicó el director cuando llegó hasta la mesa.
–Es difícil de decir, todavía hay muchas incógnitas por resolver. Comencemos por el principio. Esta mañana, en torno a las ocho, se produjo un corte de luz en el Jardín. Duró apenas unos minutos y no se han detectado daños en los sistemas electrónicos, pero fue tiempo suficiente para que algunos de ellos dejaran de responder de forma normal.
–Me lo ha dicho el director. ¿Eso incluye el ascensor? –pregunté.
–¿Llegaste al sótano a través de él?
–Sí, quería subir al despacho y... Espera, ¿cómo sabes que he estado en el sótano?

Se llevó una mano al bolsillo, sacó un trozo de metal oxidado y lo sostuvo entre el índice y el pulgar. Era la llave inglesa que le había dado antes.

–Por esto –contestó– Es una herramienta mucho más vieja que las que utilizo actualmente en el Jardín. Solo podías haberla encontrado en un sitio que llevara años sin usarse, y solo hay uno que cumpla esas características.
–Oh... Bueno, sí, bajé en el ascensor. Yo quería subir a hablar con el director, pero el ascensor bajó en lugar de subir. ¿Por eso tardó tanto en aparecer cuando lo llamé? ¿Por el corte de luz?
–Eso explica que antes no quisieras subir... Y sí, has dado en el clavo: tuviste que subir precisamente tras terminar restablecerse la energía.
–Pero entonces... –dije– habría ido más gente al sótano, ¿no? Alguien habrá tenido que usar el ascensor, y yo no he visto bajar a nadie en todo el día.

–Si me dejas terminar... Parece que el corte de luz hizo algo más que inutilizar los aparatos electrónicos.
–¿Qué más ha pasado?
Hace años, cuando se tomó la decisión de cerrar el acceso al sótano, se optó por la opción de sustituir la placa del ascensor para eliminar el botón. Sustituir el motor entero del ascensor habría sido mucho más costoso. Por lo tanto, el mecanismo que permite bajar al sótano sigue existiendo.

–¿Y se activó durante el corte de luz?

–Algo así. El circuito del ascensor debió de recibir la orden de bajar al sótano justo después del corte de luz. Dado que no hemos tenido aviso de más alumnos desaparecidos después de ti, asumo que el circuito del ascensor se reinició después de bajar al sótano y que por eso se ha comportado de forma normal el resto del día. Sospecho que elegiste el momento equivocado y que fue así como te quedaste encerrado.
–¿Eso qué significa? ¿Qué alguien lo ha manipulado desde fuera?

–Un corte de luz que ha durado apenas unos minutos, que se ha producido cuando más vacío estaba el Jardín y que termina en el momento exacto en el que subías al ascensor... Cabe la posibilidad de que no se deba únicamente a un agente externo.

Me dio un vuelco el corazón.

–¿Eso qué quiere decir? ¿Me ha encerrado alguien de aquí dentro?
–No podemos descartar la hipótesis de que haya sido solo un fallo eléctrico –siguió pensando en alto–, porque, en caso contrario, ¿quién haría algo así? Encerrarte dentro del propio Jardín es muy arriesgado: tu secuestrador se exponía a que lo descubriéramos o a que alguien más acabara encerrado contigo. Sin ir más lejos, un compañero tuyo ha dado la voz de alarma apenas una hora después del corte de luz. Se ha pasado la mañana buscándote.
–¿Quién? ¿Kei?
–No. Tu antiguo compañero de habitación.

–¡¿Belazor?! –grité con sorpresa.

–Fue quien me hizo saber que habías desaparecido. Iniciamos la búsqueda gracias a él.

¿Qué quiere ahora ese pesado? Si pretende que le dé las gracias, lo lleva claro, porque yo no le he pedido ayuda. Además, he tenido que salir del sótano yo solito, por mis propios medios, así que de poco me ha servido su “ayuda”.

–Sea quien sea, tiene que conocer bien el Jardín, porque sabe de la existencia del sótano y que no se puede acceder a él –añadió el director–. Pero creo que, en estos momentos, es más importante determinar el motivo del responsable que su identidad.

–Correcto –respondió Ryuzaki–. No tenemos forma de saber cuánto tiempo pensaban retenerte, pero podemos asumir que iba a ser poco. De lo contrario, te habrían llevado a otro lugar en lugar de encerrarte aquí, en tu propio colegio. Es posible que lo que quisieran fuera evitar que interfirieras en algo.

Me daba miedo pensar en la posibilidad de un secuestro, pero oírlo en voz alta era aún peor. ¿Primero Seymour asustándome por la noche y ahora un secuestro ejecutado por alguien de mi propio Jardín? ¿Cuánta gente había colaborado para retenerme? ¿Qué querían de mí?

–Deberías ir a tu habitación y comprobar que esté todo en orden –me sugirió el director–. Aunque solo sea para descartar posibilidades.
–Pero mi compañero de habitación ha estado dentro todo el día y...
¿Y si Kei es el cómplice y ayer se marchó para ultimar los detalles del secuestro? Tendría sentido... Pero...

–Pero no creo que nadie quisiera robarme –añadí–. No tengo nada de valor.
–¿Y qué me dices del collar?
–Ah... Sí, eso podría ser. Pero si me vigilaban hasta el punto de saber cuándo me iba a subir al ascensor... también sabrían que llevaba el collar encima, ¿no? Me lo habrían quitado en lugar de encerrarme con él.
Y si Kei quería quitármelo no necesitaba encerrarme en el sótano, solo esperar en la habitación y aprovechar cuando yo estuviera comiendo o en la biblioteca. ¿Para qué iba a complicarse tanto? Además, es nuevo en el Jardín, así que no creo que conozca el sótano, ¡no lo conocía ni yo! No tiene sentido que haya sido él.
–Dudo que nadie pudiera ver lo que llevabas en los bolsillos –dijo Ryuzaki, como si me hubiera leído el pensamiento–. Habrían tenido que observarte desde dentro de tu habitación.
–Pero sí sabemos que ha sido alguien de dentro del Jardín, ¿no?
–Yo no he dicho que el responsable esté aquí dentro, ni siquiera que haya un responsable; solo que es una posibilidad.
–¿Y si ha sido Seymour? –les pregunté–. Anoche, cuando me habló de los espíritus, creo que quería asustarme. A lo mejor sabía que acabaría viniendo a ver al director y decidió aprovechar hoy porque era más fácil quitarme el collar a mí que quitárselo a usted.
–Seymour se fue anoche –explicó Ryuzaki– y no ha vuelto hoy. Como bien sabes, la entrada al Jardín está cerrada al público, no puede entrar nadie sin identificarse.
–Entonces... si no ha sido él...
–Aún es pronto para especular, pero tendremos en cuenta tus sospechas –dijo el director–. Investigaremos el tema de cerca.

Me callé unos segundos para intentar asimilar todo lo que me habían contado. Ryuzaki también estaba callado, parecía que tenía algo que decir pero que no encontraba las palabras. No supe si estaba buscando pruebas que le dieran peso a la opción del fallo eléctrico para dejarme más tranquilo o si buscaba una forma sutil de explicarme que la solución no iba a ser tan sencilla, pero su silencio me lo dijo todo.

–Deseo desde lo más profundo de mi corazón que haya sido algo fortuito –respondió el director, que negaba con la cabeza como si hubiera recibido una mala noticia.
–Ya... Bueno, si eso es todo, me gustaría retirarme.
–Ah, sí, por supuesto. Necesitas descansar. Pero antes que nada pásate por la enfermería y que te miren ese brazo.

–Sí, señor. Gracias por el consejo.
–Y otra cosa más. No comentes este tema con nadie hasta que lleguemos a una conclusión.
–Claro. No le contaré nada a nadie.
Sobre todo mientras no sepa seguro quién está detrás de esto.

Me levanté, incliné la cabeza a modo de despedida respetuosa y salí del despacho. La sala me pareció todavía más grande que cuando había entrado y sentí un silencio muy incómodo cuando la recorría, como si estuvieran esperando a que saliera para empezar a hablar.

Tras salir al rellano, me acerqué al ascensor por pura inercia y alargué la mano para pulsar el botón, pero, cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, la aparté rápidamente y decidí bajar por las escaleras. Aunque Ryuzaki dijera que ya funcionaba correctamente, y aunque ya no hubiera puerta para encerrarme, no quería volver a jugármela.


Sentía que el cerebro me iba a estallar. Había esquivado la bala de Moltres, pero ahora tenía problemas mucho más grandes de los que ocuparme. ¡Me habían secuestrado en mi propio Jardín! ¿Qué podía haber hecho para ganarme tanto odio y merecerme un secuestro? No tenía ni dieciocho años y toda mi vida había transcurrido en el orfanato y en el Jardín. ¿Quién podía estar detrás?

Es cierto que Kei parecía la opción más probable, pero no tenía sentido. Y qué coño, me daba igual que tuviera sentido o no: era mi amigo y quería confiar en él. Pese a todo, no pude evitar una punzada de miedo ante la idea de que me hubiera quitado el collar. Quise ir directamente a la habitación para asegurarme de que lo había dejado allí, pero me obligué a ir primero a la enfermería. Alimentar mi ansiedad no iba a solucionar nada. Además, si me estaba equivocando con él ya no podía hacer nada, porque se lo había entregado hacía apenas media hora. Si el cómplice era él, ya no tenía nada de qué preocuparme, ¿verdad?

Ya iba a repasar la lista de toda mi clase en busca de posibles culpables cuando me di cuenta de que estaba delante la puerta de la enfermería. Llamé antes de recordar que no hacía falta y empujé la puerta.

–Qué mal aspecto traes –dijo la doctora Kadowaki nada más verme–. ¿Qué te ha pasado esta vez?
–Es una larga historia.

–Anda, ven aquí.

Me indicó que me sentara en la misma cama en la que me había despertado tras la lucha contra Moltres. Cuando lo hice, cerré los ojos un segundo y deseé despertarme en aquel día, que el último mes hubiera sido una pesadilla y poder volver a una realidad en la que no tenía que preocuparme por espíritus ni por secuestradores.

Cuando los abrí, seguía en la misma tarde de octubre, pero vi que había alguien más en la enfermería. El dragontino estaba sentado en otra de las camas y me miraba con una expresión difícil de definir. No sabía si quería algo ni tampoco se me ocurrió qué decirle, de modo que bajé la vista para no cruzarme con la suya.

La doctora Kadowaki me examinó las pupilas, los oídos y la garganta, me pidió que me quitara la camiseta y me auscultó. Me dio un poco de vergüenza quitármela delante de un desconocido, pero parecía que no me estaba mirando en ese momento. Por último, me examinó el brazo derecho.

–Así que has estado haciendo magia pura... ¿No tienes bastón o qué?
–No lo llevaba conmigo.
–No seré yo quien os diga lo que tenéis que hacer. Para eso ya tenéis instructores. Aunque para el caso que les hacéis...

Se dio la vuelta y aproveché para hacerle una mueca de burla antes de recordar que el dragontino aún estaba ahí. Ojalá no me hubiera visto, porque menuda vergüenza. Por si acaso, me estuve quietecito y no volví a hacer nada. La doctora volvió con guantes en las manos y un bote de pomada, sacó una buena cantidad con los dedos y empezó a untármela por el brazo.

–¡Tch! –protesté. Escocía tanto que parecía que me estaba quemando la piel.
–No te quejes tanto, que te estás entrenando para ser soldado –dijo al ver que me estremecía–. ¿Has comido algo?
–Un sándwich hará una media hora.
–Pues mañana a primera hora te vienes en ayunas para que te haga una analítica. ¿Te has clavado algo?

–No.

–Mejor. Por lo demás, estás hecho polvo, pero no veo nada que no tenga remedio. Esta noche come bien, pero sin hincharte y... –se acercó a un armarito y sacó de dentro un frasco– y te tomas esto.

Mientras se daba la vuelta, me miré el brazo. Estaba completamente enrojecido, como si me lo hubiera quemado en un día de verano. ¿Tan potente era la crema? ¿Tan mal estado tenía que era necesario quemarme la piel entera para curarlo?

La doctora me entregó un frasquito de color rosa que, según la etiqueta, contenía “Blisseminas”. Parecían un complemento alimenticio.

–Una de estas con cada comida durante una semana –dijo.
–Entendido.
–Y mañana aquí a primera hora.
–Sí. Gracias, doctora.

–Y ten más cuidado a partir de ahora, haz el favor.
Como si dependiera de mí...

–De acuerdo –respondí.

Me volví a poner la camiseta y la doctora se dirigió a la cama del dragontino. Pensé en despedirme de él, pero no quería interrumpir a la doctora, así que preferí no decirle nada.

Me guardé el frasco y salí de la enfermería en dirección a mi habitación. Iba mirando instintivamente de un lado a otro, examinando todos los rostros con los que me cruzaba. ¿Quién estaría detrás del secuestro? ¿Tal vez esa chica un año menor que yo a la que solo conozco de vista? ¿La habré dejado mal en algún momento sin darme cuenta? ¿Quizás ese chaval que está sentado en el banco? Parecía muy joven para colaborar en un secuestro, pero quién sabe.
Pasé junto a un grupo de chicas que hablaban de forma animada. Una de ellas, bajita y energética, se me acercó tan rápido que me asusté y me puse en guardia.

–¡Chico, que soy yo! –me dijo.

Al verla de cerca, reconocí que era Mako. Se había hecho mechas rosas, que destacaban sobre su pelo castaño, pero no era el pelo lo que me había impedido reconocerla, sino mis ojos acusadores. Podía confiar en ella... ¿verdad?

–Me has asustado –me justifiqué.
–¡Y tú a mí! ¿Dónde estabas? Me tenías preocupada. ¿¿Qué te ha pasado en el brazo??
–Eh...
–me escondí el brazo herido en la espalda para que no se fijara en él–. No te lo puedo decir, el director me ha prohibido decir nada.
–¿Eh? ¿Pero qué movida es esa?
–Han pasado cosas muy raras y... no puedo hablar, lo siento.
–Pero ¿estás bien?
–Sí, tranquila.
–Vale, pues ya nos vemos. Y que no me entere yo de que te pasa nada, ¿eh?

Me dio un golpe suave en el hombro con el puño y volvió con sus amigas. Me quedé mirándolas un par de segundos, aunque no sé qué esperaba ver. ¿Que una de ellas me dedicase una mirada de odio y revelara ser la secuestradora? ¿Que echara a correr porque se sintiera acorralada y todo el Jardín iniciara una persecución contra ella?

No son más que crías, Div. No seas peliculero.

Retomé el camino a mi habitación y esta vez conseguí llegar sin más interrupciones. Kei estaba sentado delante de la mesa cuando entré.

–Hombre, el desaparecido en combate –me saludó.

Me puse en tensión por acto reflejo hasta que recordé que había decidido confiar en él. La paranoia me estaba empezando a pasar factura. Me senté en la cama y solté en un suspiro todo el aire que me quedaba en los pulmones.

–Bueno, ¿qué coño ha pasado? –me preguntó.
–El director no me deja contárselo a nadie.
–¿A mí tampoco?
–Son órdenes suyas.
–Va... –se dio la vuelta y volvió con sus deberes.
–No te enfades... Te lo contaré en cuanto pueda y lo entenderás todo.
–Vaaaale, vaaaale, me esperaré. ¿Lo del pájaro me lo puedes contar, o tampoco?
–¿Qué pájaro? ¡Ah!

Señaló a mi almohada. La levanté y vi que el collar estaba escondido debajo. Kei no me había robado el collar. No era el cómplice.

–Menos mal que has aparecido antes –le dije–, me has salvado de tener que dárselo al director.
–¿Por qué se lo ibas a dar? ¿Y qué hacías que lo llevabas encima? No me jodas que te has ido esta mañana para invocarlo.
–No, para todo lo contrario. Es... muy largo de explicar y prefiero no decirte nada hasta que el director me dé permiso –no quería que se sintiera rechazado, así que añadí–. Lo que sí te puedo decir es... que sí. Lo he invocado.
–¡Y será verdad! –gritó y se giró para mirarme.
–¡Pero que quede entre tú y yo! Te contaré todo lo demás cuando me dé permiso... y cuando descanse un poco.
–Sí, falta te hace descansar, que estás hecho mierda.
–A mí me lo vas a decir...

Me levanté y cogí ropa limpia. Me metí en el baño para ducharme, pero antes asomé la cabeza para decirle algo más a Kei.

–Si vas a ir a cenar... espérame, ¿vale?
–Sí, señor.

Cerré la puerta y me acerqué al espejo.

Me miré. Parecía que acabara de salir de un combate: tenía el pelo revuelto, la frente sucia, los labios agrietados, las uñas ensangrentadas... Me daba vergüenza que me hubieran visto por el Jardín con esas pintas.

Me desvestí y miré mi cuerpo esmirriado y completamente pálido, excepto por el brazo enrojecido. Nunca había sido especialmente fuerte, apenas había entrenado el físico a lo largo de mi vida porque mi especialidad era la magia... ¿O había decidido usar la magia porque mi cuerpo no valía para el combate físico?

Me senté en el váter y me sujeté la cabeza con las manos. Mi cerebro reproducía a velocidad vertiginosa una lista de nombres y rostros de personas del Jardín e intentaba analizar quién habría sido capaz de participar en un intento de secuestro. Pensé en la gente de mi clase. Quitando a Leta y a Kei, ¿quién me parecía más sospechoso?

Estaba Arnal, un bardo con el que hablaba de vez en cuando. Cícar, un guerrero con el que no tenía relación. Danika, que era una tiradora y una pija. Garbel era maga negra, parecía maja pero tampoco la conocía mucho. Luego estaba Gawain, que era un chulo de mierda, pero intentaba evitarle para no discutir. Schío, un monje, que era compañero del orfanato, aunque en los últimos años pasaba de mí.
Nunca me había llevado verdaderamente mal con ninguno de ellos... Pero ese era mi punto de vista, claro. No tenía forma de saber lo que opinaba de mí la otra persona.
Empecé a recordar miradas, comentarios, gestos de muchas personas distintas, y a interpretarlos de otro modo. ¿Y si Schío no me había contestado aquella vez en clase de filosofía hacía año y medio porque me odiaba? ¿Y si Leana, esa chica dos años más pequeña, apartaba la mirada cuando nos cruzábamos porque se sentía resentida conmigo? ¿Le había hecho algo y no recordaba el qué?
Los rostros de Leta y de Kei sobresalieron entre todos los demás y conseguí tranquilizarme un poco. Si no quería volverme loco, necesitaba alguien en quien confiar. Por el momento, eran mi mayor apoyo. No; mi único apoyo. Lo que tenía que hacer no era buscar a la persona de la que tenía que esconderme, sino rodearme de personas con las que sabía que podía contar.

Cuando los pensamientos empezaron a agobiarme, abrí el grifo de la ducha para acallarlos. Esperé unos segundos a que se calentara el agua y entré. Me senté en el plato de ducha, pegué la espalda a la pared... y comencé a llorar. Me abracé a las rodillas y descargué todo el miedo que había sentido en las últimas horas. Me habían secuestrado, había estado en peligro y no habría podido escapar si no se hubiera dado la casualidad de que llevaba encima el collar de Moltres. Sin él, tal vez seguiría encerrado.

Después de la primera prueba, me había esforzado más que nunca en los entrenamientos para no volver a estar nunca tan indefenso, pero no había sido suficiente. Ni siquiera el combate contra Moltres había sido tan peligroso como tener que defenderme de una soledad y una oscuridad abrumadoras, rodeado de cristales y dándome golpes contra el suelo. Mis esfuerzos no bastaban. Sentí rabia e impotencia.

Me mordí el puño para que Kei no me escuchase y lloré con más fuerza aún. Por suerte, todo aquello ya había pasado. Puede que hubiera un secuestrador más cerca de lo que pensaba, pero por fin estaba en mi hogar. Por fin me encontraba a salvo.

16 de noviembre de 2010

XIII: Desconcierto

Tenía frío. Me froté los brazos con las manos y abrí los ojos. Estaba sentado en el suelo y completamente a oscuras. Había debido de quedarme dormido.

Llevaba mucho tiempo en ese sótano, tal vez horas. La caja de cartón a la que le había prendido fuego para tener luz y calor se había apagado mientras dormía. Me dolía mucho el estómago, me sentía muy débil. Era una lástima que no pudiera usar magia para quitarme el hambre. O para abrir puertas...

Había dado varias vueltas más por la sala, pulsado toda clase de secuencias en los botones del panel de control, hasta intenté embestir la puerta con la carretilla... Nada había dado resultado. Tampoco había encontrado rejillas de ventilación, puertas ocultas, comida, agua ni nada con lo que pudiera recuperar mi energía. Lo había intentado todo. Había hecho todo lo posible, pero no era suficiente. Suspiré sonoramente. Solo quedaba una cosa por hacer.

–No quiero ser un mal perdedor, pero... ¡Me rindo! –grité al aire, sin estar muy seguro de a quién me dirigía–. ¡Me rindo, dadme la prueba por suspensa! Ya podéis sacarme de aquí.

Al instante me invadió una intensa furia contra mi persona. Sabía que había una salida, TENÍA que haber una forma de abrir esa puerta, pero había fracasado en mi intento de encontrarla. Cerré los puños con fuerza hasta clavarme las uñas contra las palmas. ¿Y si ya no podía convertirme en Seed por culpa de mi fracaso?

Me sentía muy decepcionado conmigo. En un par de días empezaría a arrepentirme de haberme rendido, a pensar que era un cobarde y un inútil, que no habría sido tan difícil aguantar el hambre y la presión, que la salida estaba al alcance de mi mano, que debería haberlo intentado con más ganas...

Volví frente al ascensor. Por el camino pisé un par de cristales y me cabreé aún más. Subí los escalones convencido de que escucharía bajar la cabina de un momento a otro. Aparecería un profesor para decirme que había suspendido y después de eso solo querría encerrarme el resto del día en mi habitación para no tener que sufrir la vergüenza de mi resultado.

Y el momento pasó.

Mientras esperaba, se me pasó por la cabeza (no por primera vez en mi vida) que podría usar el hechizo Aqua para al menos calmar mi sed. El problema era que no tenía ningún recipiente donde colocar el agua. Podía juntar las manos para cogerla, como si las estuviera poniendo bajo una fuente, pero entonces no tendría forma de agarrar el bastón. Si lo sujetaba con las piernas, no tendría forma de controlar la dirección del chorro y podría salir disparado demasiado lejos o empaparme por completo. También podría sujetar el bastón con la boca, pero el retroceso del hechizo podría hacerme daño en los dientes, o incluso impulsarlo hacia atrás y clavármelo en la garganta. Sinceramente, prefería pasar sed un rato más antes que arriesgarme a hacerme daño por mi insensatez.

Y otro momento pasó.

Comencé a pasar el peso de mi cuerpo de un pie a otro, cada vez más nervioso. Volví a frotarme los brazos y empecé a silbar para tranquilizarme. No dio resultado. Me puse a repasar mentalmente los últimos temas que habíamos dado en clase de historia y de filosofía... Definitivamente, estaban tardando demasiado. ¿Por qué no bajaba nadie?

¿Y si alguno de los botones del panel de control ha cortado la conexión con el exterior? ¿Y si la he cagado y ahora no pueden bajar a buscarme? Estoy encerrado de verdad y no va a venir nadie...

Presa del pánico, empecé a gritar y a aporrear la puerta del ascensor con la absurda esperanza de que alguien me escucharía, hasta que caí de rodillas al suelo, sumido en un estado entre la resignación y el miedo. Supe desde el principio que no había acabado en aquel sótano por ninguna prueba, pero me había intentado convencer de lo contrario para tener algo de fe. Me había agarrado al clavo ardiendo de esa esperanza y me había quemado la mano.

Estaba claro que alguien me había tendido una trampa, pero ¿quién y por qué? ¿Qué ganaban torturándome así durante horas? Habría sido mucho más fácil tenderme una emboscada, porque no podía ver nada en la oscuridad. Y lo que era más importante, ¿conseguiría salir de allí? Si me habían encerrado en contra de mi voluntad, ¿qué probabilidades había de que existiera una salida?

Kei –pensé, esperanzado–. ¿Qué hora será ya? Seguro que está preocupado por no verme en la habitación ni desayunando... Pero a lo mejor piensa que estoy estudiando en la biblioteca. ¿Y Leta? Leta tal vez vaya a la biblioteca y piense que estoy en mi habitación o entrenando. ¿Habrá alguien más que se acuerde de mí? ¿Ryuzaki? ¿Belazor...? Bah, preferiría volver a enfrentarme a Moltres antes que dejarme salvar por él.
–¡Moltres!

Al recordarlo me calmé. No había empleado mi último recurso. Me llevé la mano al bolsillo y encontré el calcetín que pensaba llevarle al director. Deshice el nudo a duras penas, arranqué el esparadrapo y los nudos de cintas hasta que pude sacar la joya.

La levanté a la altura de mis ojos. Observé su tenue brillo, que apenas bastaba para iluminarme los dedos, y me sentí en calma por primera vez desde que llegué a aquel sótano.

Ni siquiera estaba seguro de que fuera legal ya no utilizar un espíritu, sino simplemente tenerlo en mi posesión, y temía que invocarlo pudiera provocar mi expulsión del Jardín. Recordé mi conversación con Seymour, en la que me había explicado cómo invocarlo. ¿Podría ser que todo lo que me estaba pasando fuera obra suya? ¿Me había encerrado en el sótano para obligarme a invocar a Moltres?

Temía que fuera todo una trampa y que al invocarlo estuviera haciendo precisamente lo que querían mis captores, pero estaba muerto de hambre, de frío y de miedo. Ya no podía esperar más. No quería esperar más. Intenté no pensar que el pájaro podría volverse en mi contra y atacarme de nuevo, ya que en ese momento no tenía ni la fuerza para necesaria para enfrentarme a él ni compañeros que lucharan a mi lado.

–Me da igual lo que pase, pero no pienso quedarme aquí.

Sin estar muy seguro de qué iba a ocurrir, alcé el brazo con el collar y grité:

–¡Moltres, yo te invoco!

Un chillido ensordecedor rompió la quietud de la sala y una onda expansiva iluminó todo el sótano durante un segundo. Una enorme llama apareció delante de mí y se hinchó hasta alcanzar dos metros de altura. Vi un vientre blanco y dos poderosas patas, vi cómo las alas se separaban de su cuerpo y cómo se formaba su imponente pico. Extendió las alas y chilló con tanta fuerza que tuve que taparme los oídos.

La temperatura de la sala aumentó considerablemente, a la par que mi agotamiento. Me invadió un fuerte mareo y caí de rodillas al suelo. Me llevé las manos a la cabeza para combatir el dolor. Seymour no mintió cuando me dijo que las invocaciones consumen una gran cantidad de energía. Debía tenerlo en cuenta en el futuro.

¿En el futuro? Espero no tener que recurrir a Moltres nunca más.

Permanecí en aquella posición durante al menos un minuto, luchando por no quedarme inconsciente, hasta que me atreví a alzar la cabeza. Dirigí mi mirada borrosa al pájaro legendario, que estaba terminando de materializarse. La luz de sus llamas alumbraba el sótano casi por completo, como una enorme hoguera. Agachó la cabeza y me devolvió la mirada. Sus profundos ojos grises me recordaron mi anterior encuentro con él y por un momento sentí miedo. Sin embargo, en esta ocasión no me miraba con ira, sino con... ¿Cómo definirlo? ¿Curiosidad? ¿Expectación?

–Eh... Hola, Moltres... –le saludé–. Yo... Yo soy quien te ha invocado... Me llamo... Dívdax...

Moltres pareció inclinar ligeramente la cabeza. Seguí hablando.

–Siento... haberte atacado la otra vez... Lo hicimos en defensa propia... Aunque supongo que fuimos nosotros los que invadieron tu territorio, así que... Bueno... Lo siento.

Moltres inclinó nuevamente la cabeza, quizá en señal de comprensión. Me rasqué la nuca. Me ponía muy nervioso que un espíritu legendario me observase de forma tan impasible mientras yo solo alcanzaba a balbucear estupideces. Clavé el bastón improvisado en el suelo para levantarme y apoyé la espalda contra la puerta del ascensor para no perder el equilibrio.

–Necesito tu ayuda, Moltres. Verás... Estoy atrapado aquí. Hay una puerta que no consigo abrir. ¿Tú podrías... echarla abajo?

Señalé la puerta estanca y, como respuesta, Moltres chilló, batió las alas y alzó el vuelo con un cuidado sorprendente para no elevarse demasiado y golpearse contra el techo. Tras equilibrarse en el aire, lo rodeó una luz brillante y se lanzó con fuerza hacia la puerta, dispuesto a embestirla.

–¡No, Moltres, espera! –el pájaro se detuvo en el aire y aleteó hasta posarse en el suelo; el brillo que lo rodeaba desapareció–. Estamos en el sótano de un sitio importante... ¿Puedes intentar echarla abajo sin que el edificio sufra daños?

Moltres volvió a chillar y por primera vez me alegré de que nadie pudiera escucharnos. Voló hasta a la puerta y se posó frente a ella, echó la cabeza hacia atrás y empezó a descargar su poderosa llama. Bajé la escalera para verlo mejor. No me lo podía creer: un pájaro de fuego pretendía derretir una puerta de metal. Parecía formar parte de un extraño espectáculo o de un sueño. Empecé a pensar que estaba delirando por el hambre y el cansancio.

La rueda comenzó a enrojecer y algunos de los tornillos salieron disparados. Me guarecí tras la columna del ascensor mientras los oía salir disparados y rebotar contra el suelo y las paredes. Al cabo de un minuto, Moltres detuvo el chorro de llamas y me atreví a asomarme.

Donde antes se alzaba la puerta que me impedía el paso ahora solo quedaba la mitad: había aparecido un enorme agujero más alto que yo. Delante del agujero había un charco de hierro fundido de al menos un metro de largo que se extendía con lentitud. Que Moltres hubiera logrado derretir la puerta significaba que era mucho más poderoso y peligroso de lo que me había imaginado. ¿Y si nos hubiera atacado así cuando nos enfrentamos a él? Tuve suerte de que solo me hiciera un par de ampollas, y eso gracias a que llevaba el anillo de Ryuzaki. De no ser por él y porque entré en Trance, quizá habríamos muerto...

Quise acercarme. Como no podía caminar muy deprisa, tardé varios minutos en recorrer los pocos metros que me separaban de la puerta. Me sentía como un anciano, sin energía para hacer nada. Cuando por fin llegué ante la masa recién fundida, aún desprendía un calor considerable y brillaba con el místico color naranja del hierro al rojo. Me imaginé que las baldosas de debajo no volverían a brillar nunca. Entre una cosa y otra, había destrozado la mitad del suelo del sótano...
Lancé Aqua para reducir la temperatura de la masa. Me dio un pinchazo en la cabeza por el esfuerzo. El contacto con el agua desató una fuerte humareda y tuve que retroceder entre toses. Moltres también retrocedió y batió las alas para despejar el humo.

No me atrevía a pasar por encima hasta que el metal se enfriase lo suficiente, y tampoco quería lanzar más magia, porque me encontraba al límite de mis fuerzas, así que no quedaba otra que esperar a que se enfriara solo. Pensé que tal vez podría asfixiar el calor con las cajas apulgaradas.
Me alejé de la nueva salida en dirección a ellas. Era un alivio que las llamas de Moltres iluminaran la sala, así podía caminar sin ir a ciegas y esquivar los cristales, aunque veía tan borroso que era como seguir en la oscuridad.
Moltres se quedó en el sitio, observándome. Recogí una caja con cada mano, y al verme regresar, se levantó en el aire. Se dirigió hasta el montón de cajas y, sin llegar a posarse en el suelo, recogió una con cada garra. No le había dicho lo que quería hacer, pero quería ayudarme. Sonreí.

–Quiero llevarlas hasta la puerta –le expliqué.

Moltres me hizo caso y comenzó a trasladar las cajas de un lado a otro mucho más rápido de lo que yo era capaz de hacer. Era un poco asqueroso tocarlas: la textura era húmeda y fina, el cartón se rompía con solo apretar un poco, pero eso significaba que cumplirían perfectamente la función que quería darles. Cuando reunimos unas diez cajas, las pisoteé para aplanarlas y empecé a colocarlas sobre la masa de metal, de una en una, en parte para que la humedad redujera el calor y en parte para crear un camino por encima. Intenté cubrir la masa por todos los sitios posibles. Cuando me aseguré de que estaba bien tapada y de que no había más cajas que pudiera usar, ya no quedaba más que esperar. Me giré hacia el pájaro.

–Me has salvado, Moltres.

Me miró con comprensión. Podía sentir su calor, no solo el que ahora hacía en el sótano, sino también en mi interior. Sentía nuestro vínculo. Si lo que Seymour me había dicho era cierto, y todo indicaba que sí, era el legítimo dueño de Moltres. Era como haber hecho un nuevo amigo. ¿O es que simplemente estaba agotado y mi cerebro se imaginaba las cosas...?

–¿Cómo hago para que...? Es decir, ¿cómo vuelves al collar?

Moltres agachó la cabeza hacia mí y temí que fuera a comerme. Sin embargo, lo que hizo fue golpear suavemente el cristal con el pico. Una luz los envolvió a ambos y el cristal se agitó violentamente mientras Moltres cerraba las alas y desaparecía poco a poco. El sótano volvió a quedarse a oscuras a la vez que la joya recuperaba el brillo, no me había fijado en que se había apagado durante la invocación. También noté la cabeza más despejada, como si tuviera un pitido en los oídos y se hubiera silenciado por fin.

–Gracias por tu ayuda. Antes de irme... No me dejo nada, ¿verdad?

Encendí una pequeña llama con mi bastón casero e hice un repaso de todo lo que me había pasado en el sótano y de los objetos que había utilizado. La llave inglesa seguía en mi bolsillo. Pensé en llevarme la cadena, aunque apenas se distinguía entre el metal fundido. Se veía un extremo por debajo de una de las cajas: tiré de él con el pie, pero no podía moverlo. Se había vuelto una con la masa.

Por último, me puse el collar de Moltres. Ese collar tenía la culpa de todo: me había hecho imaginarme cosas, ver peligros donde no los había y, cuando finalmente tomé la decisión de entregárselo al director, había acabado encerrado en aquel sótano, aunque no estaba seguro de si eso también era por culpa del collar. Pero mi opinión sobre Moltres había cambiado ahora que lo había invocado. Ya no estaba seguro de querer renunciar a él. Acababa de salvarme la vida... Había forjado una conexión con él.
¿Debía continuar con el plan que había trazado la noche anterior y entregárselo al director, o volver a meterlo debajo de mi cama hasta que surgiera la necesidad? Tenía que tomar una decisión rápido, no sabía cuánto tiempo más tardaría en volver al Jardín. Qué irónico que ahora que se había abierto el camino encontrara un motivo para no volver...

Miré al otro lado de la puerta. Veía una sala pequeña con muy poca luz, pero no del todo a oscuras. No se apreciaba movimiento. Intenté mover con la llave inglesa una de las cajas aplastadas, pero se había quedado pegada al metal. La pisé y retiré el pie rápidamente. Noté que seguía caliente, pero el calor era soportable. Si lo hubiera pensado mejor, le habría pedido a Moltres que moviera la carretilla elevadora para pasar por encima de ella y evitar pisar la masa fundida, pero no tenía energías para moverla yo solo, y mucho menos para repetir la invocación. Me preparé, respiré hondo y recé.

Como esto salga mal, te matas.

Pasé por la primera de las cajas, sin correr, pero sin pararme. Notaba el aire caliente a mi alrededor y el olor era muy desagradable. Después de unos segundos empezaban a quemarme los pies, como al pisar arena caliente en la playa. Intenté no pensar que me podía resbalar y que me abrasaría la carne al caer contra el metal fundido. Por suerte, aquella mole metálica ocupaba poco espacio y no tardé más de unos segundos en cruzarla, aunque fueron los más tensos de mi vida. Una vez crucé la puerta, pegué un salto al otro lado y me froté los doloridos ojos. Había escapado del sótano.

Ahora estaba en otra sala circular, pero mucho más pequeña, de menos de un metro de diámetro. Solo había una escalera, que subía pegada a la pared. La única fuente de iluminación venía de la parte más alta y parecía luz natural. No se veía el techo, pero la luz bastaba para guiarme, de modo que apagué la llama del bastón. No me sentía con fuerzas para subir por la escalera, pero si esperaba más tiempo estaría cada vez más cansado. Metí mi arma improvisada en el bolsillo, me sujeté con fuerza con las manos y emprendí el ascenso.

Entenderán lo que he tenido que hacer con la puerta... La pagaré si hace falta... aunque no tengo mucho dinero. ¿Me lo irán descontando de mi sueldo de Seed? Bueno, eso si es que llego a graduarme... Porque, ¿cómo justificaré lo de la puerta? ¿Colará si digo que he entrado de nuevo en Trance? El Hielo++ que usé contra Moltres fue el hechizo más poderoso que he usado nunca, pero la llamarada de Moltres es mucho más potente que cualquier hechizo de fuego que yo pueda lanzar jamás...

A medida que subía, la luz crecía poco a poco y yo me sentía más renovado y aliviado, cada vez más lejos de ese horrible sótano. La tripa me dolía horriblemente del hambre que tenía y me mareé un poco, pero me sujeté con fuerza hasta que recuperé la lucidez. No podía detenerme después de haber llegado tan lejos.

Al cabo de un par de minutos de ascenso, la escalera llegó a una pequeña plataforma con una puerta. Pisé la plataforma y miré hacia abajo. Sentí vértigo al ver lo alto que estaba, pero no debería sorprenderme: ya había visto que el sótano tenía varios metros de altura.

Empujé la puerta y chirrió de forma atronadora. Crucé al otro lado. Ahora me encontraba en un pasillo que me resultaba familiar. La puerta se cerró de golpe a mi espalda y vi que llevaba un cartel: “NO PASAR”. Había más puertas alrededor e identifiqué el pasillo: estaba en jefatura de estudios.

–¡Lo conseguí! –grité de alegría–. ¡Soy libre!

La puerta de la sala de profesores se abrió y salió una mujer. Tenía el pelo rizado, todo de color gris.

–¿Qué pasa, quién grita? –preguntó, y la identifiqué como Flora, mi profesora de albhed–. ¿... Eres tú, Dívdax?
–¿Profesora?
–¿Qué ha pasado? –se me acercó corriendo y me estudió por encima de las gafas con sus ojos avellana–. ¿Qué haces aquí, dónde estabas? El director te está buscando.

Con un rápido movimiento, me llevé la mano al pecho para tapar la joya de Moltres y fingir que me costaba respirar, que estaba recuperando el aliento. Estaba tan agotado que tampoco tuve que esforzarme mucho.

–Es una larga historia... –jadeé.
–¿Pero estás bien? Anda, ven, te acompaño a su despacho.
–Profe, estoy que me muero de hambre... ¿Puedo pasar antes por el comedor?
–Sí, supongo que sí... Pero ¿qué te ha pasado? ¿Y qué es eso que llevas? –señaló el bastón.
–Esto... No es nada, ya no lo necesito.
–Menos mal que has aparecido por fin. Belazor estaba muy preocupado por ti.
–¿Belazor?
–Sí, anduvo preguntando a todo el mundo si te habían visto, y como el director ha avisado por megafonía, pues yo ya no sabía que pensar...
–¿Por megafonía?
La que se ha liado...

Había algo extraño en todo aquello, pero estaba muy cansado para darme cuenta. En cuanto Flora se dio la vuelta, cerré el puño alrededor del collar, me lo quité y lo metí en el bolsillo. Tenía que encontrar un lugar donde esconderlo antes de ir al despacho del director... Pero ¿dónde?
Flora me acompañó hasta el comedor, que por suerte estaba vacío. Se dirigió a la barra para hablar con la camarera. Mientras tanto, arrojé el bastón en la papelera más cercana. No quise tirar la llave inglesa porque era una herramienta del Jardín. Se la devolvería a Ryuzaki, que era quien se encargaba del material. Pero ¿qué podía hacer con el collar? ¿Lo tiraba también y volvería a por él más tarde? Demasiado arriesgado, y no quería que me vieran rebuscando en la basura...

–Ponle a Dívdax un éter y algo para comer, luego te lo pago –le indicó Flora. Después se giró hacia mí–. Voy a avisar al director de que has aparecido. Me imagino que mandará a alguien a buscarte, tú por si acaso quédate aquí hasta que venga alguien, ¿vale?
–Entendido. Gracias, profesora.

Flora salió del comedor con paso firme y yo me acerqué a la barra. La cocinera estaba sacando una botella de éter de un refrigerador.

–No hace falta que pague nada –dijo–, salta a la vista que lo necesitas. ¿Qué te pongo?
–No sé... –miré las opciones en la carta–. ¿Un mixto con huevo?

No era yo muy de sándwiches, pero tampoco quería echarle morro y pedir algo caro, por mucha hambre que tuviera. Prefería comer algo ligero en lugar de atiborrarme y que el remedio fuera peor que la enfermedad. La cocinera me dejó solo y volvió al cabo de dos minutos con una bandeja que tenía la botella de éter, una servilleta y un plato con un sándwich cortado en dos mitades por cuyos bordes asomaban lonchas de jamón y rodajas de un huevo cocido.

–Gracias.

Levanté la bandeja y me la llevé la mesa más cercana. Me senté y noté un alivio enorme al sentir que estaba a salvo, que podía ponerme cómodo en un lugar en el que no corría peligro, en el que no tenía que guiarme por las luces del suelo ni pisar cristales, en el que no había nada que temer. Cerré los ojos y sonreí. Por un momento me dio igual el suspenso de la prueba: volvía a estar en casa.
Destapé la botella y empezó a expulsar un vapor espeso. Olía a humo. Había bebido éter pocas veces, era difícil acostumbrarse a su consistencia. Era una bebida efervescente y muy amarga. Di un sorbo y sentí una vorágine de burbujas descender por la garganta. Hice una mueca de desagrado, pero sentí casi al instante que se me pasaba el mareo y se me desnublaba la vista. Después, devoré la primera mitad del sándwich y me fui bebiendo el resto de la botella en pequeños sorbos y con las mismas caras de asco, para luego quitarme el sabor con la otra mitad.

Cuando terminé, me fijé en que tenía las manos muy agrietadas y sangre seca alrededor de las uñas. Ahora me parecía asqueroso haberme sentado a comer sin lavarme las manos antes. Miré mi reflejo en una ventana e intenté arreglarme el pelo, que no presentaba mucho mejor aspecto. Tenía que darme una buena ducha. Al otro lado de la ventana había muy poca luz, no se veía el sol. ¿Qué hora sería ya?
Me llevé las manos a los bolsillos para acariciar el collar. ¿Qué opciones tenía para esconderlo? ¿Debajo de la mesa? No había hierros ni ningún sitio en el que pudiera sujetarlo. ¿Las macetas de la entrada?

Al dirigir la vista a la puerta, vi entrar a Ryuzaki. Sonreí al verle, aunque luego me dio vergüenza que me viera con esas pintas. Se acercó a mi mesa con paso decidido.

–Me alegra ver que estás bien –me saludó, aunque su expresión era inmutable–. El director te espera en su despacho.
–¿Qué ha pasado?
–Será mejor que hables con él, luego habrá tiempo para respuestas. ¿Puedes caminar?
–Claro.

Me levanté y salí del comedor junto a él. Al otro lado me encontré un pequeño corrillo de estudiantes que se me quedaron mirando y empezaron a cuchichear. Intenté ignorarlos. No eran más que una panda de cotillas que esperaban para ver al estúpido estudiante que había fallado la prueba y que nunca podría convertirse en Seed... El estudiante que se había quedado completamente aislado del mundo durante varias horas como un imbécil.

Afortunadamente, no me topé con Belazor entre la multitud, porque aquello habría sido el colmo. Me llevé la mano al bolsillo y apreté el collar de Moltres con fuerza, como si me diera energía. Apenas había salido del grupillo cuando oí que me llamaban.

–¡Eh, mago negro! –me gritaron.

Miré con desprecio a la voz hasta que descubrí que era la de Kei, que se abrió paso entre la multitud y se puso a mi lado. Sonreí, pero no solo porque me alegrara de verle.

No sabes lo bien que me viene que estés aquí –pensé.

Ryuzaki no se detuvo, así que yo tampoco podía pararme. Le hice una señal a Kei para que nos acompañara y empezó a caminar a mi lado.

–¿Dónde cojones estabas? –me preguntó.
–Luego te lo cuento.
–Ya te vale, mira que hacerme madrugar un sábado...
–¿Qué hora es ya?
–Las seis y pico.
–¡¿Qué?! ¿Tan tarde?
–Tira adonde sea que te lleven y luego hablamos.

Estábamos bastante cerca del ascensor. Ryuzaki seguía por delante de nosotros y el grupo de curiosos se había quedado en la puerta del comedor, así que no había nadie cerca; era mi última oportunidad. Sujeté a Kei por la muñeca y me llevé la mano libre a los labios para indicarle que no dijera nada. Después la metí en el bolsillo, saqué el collar y se lo di. No puede ver su cara, pero imagino que fue de sorpresa.

–Si ves a Leta dile que no se preocupe, que estoy bien –le dije para disimular mientras le pasaba el collar.
–Sí, señor.

Le hice un gesto para que se fuera y recé por que nadie lo interceptase de camino a la habitación.

Ryuzaki se detuvo frente al ascensor y pulsó el botón. Cuando se abrió la cabina, me entró miedo. Di un paso atrás por instinto. Noté que me temblaban las manos. Ryuzaki también lo notó.

–¿Por qué estás tan nervioso? –me preguntó.
–Prefiero no subirme al ascensor...

Estaba claro que mi cara le decía todo lo que le hacía falta saber, porque no hizo más preguntas. En su lugar, se giró y comenzamos a subir por las escaleras.

–Me da miedo lo que pueda decirme el director –le confesé.
–¿Qué temes que te diga?
–Que he fallado... Que ya no puedo ser Seed...
Que estoy expulsado porque los espíritus de invocación son ilegales...

Llegamos al primer piso, el de las aulas. No había nadie, lo normal en un sábado por la tarde. Entramos en uno de los pasillos.

–Si no has hecho nada malo –me contestó Ryuzaki–, no creo que tengas nada que temer.
–Ese es el problema... ¿Y si he hecho algo malo?
–Si es así, la persona indicada para juzgar tus actos es el director del Jardín, no el conserje.
Solo te estoy pidiendo un poco de apoyo, nada más...
Ahora que lo dices... –me saqué la llave inglesa del bolsillo y se la entregué–. He encontrado esto en el sótano. Supongo que debería dártela.

Ryuzaki se quedó muy callado cuando cogió la llave inglesa. La sujetó entre el índice y el pulgar, como quien coge un pañuelo manchado con el que no quiere ensuciarse. La levantó a la altura de sus ojos y finalmente se la guardó en el bolsillo.

–Gracias –se limitó a decir.

Llegamos al final del pasillo y nos detuvimos ante una puerta que nunca había cruzado pero que sabía que conducía a las escaleras del segundo piso. Ryuzaki la abrió, me dejó pasar y continuamos subiendo. No dijimos nada más hasta llegar arriba del todo, a un pequeño rellano decorado con tapices y alfombras azules y negras. Era un recibidor de lo más elegante. Una puerta de madera maciza se alzaba entre nosotros y el despacho del director. En ella había colgada una placa dorada y brillante que decía:

"Cidolfus D. Bunansa,
Director del Jardín y Capitán de Navío".

Ese es su cargo militar –recordé.

Me acerqué a la puerta, alcé el puño y di tres golpes con los nudillos.

–¡Adelante! –clamó el director desde el otro lado.

Me giré para mirar a Ryuzaki. Me devolvió la mirada, pero su expresión seguía inmutable. Abrí la puerta y entré.

Por un momento me sentí completamente descolocado, como si hubiera entrado un museo.
El despacho del director era mucho más grande de lo que jamás me había imaginado, una sala rectangular de enormes dimensiones, me atrevería a decir que era incluso más grande que el comedor. Las paredes eran de un tono lila suave pero majestuoso y había enormes ventanales a izquierda y derecha. Las baldosas del suelo brillaban impolutas, como si estuvieran recién pulidas, y en el centro formaban el emblema Seed: una cruz con las puntas azules y en cuyo centro se superponían un símbolo blanco y uno negro. Había dos escritorios: uno frente a uno de los ventanales y lleno de monitores, que deduje que era el que utilizaba Ryuzaki, y otro de aspecto mucho más lujoso al fondo de la sala, sobre el que el director Cid escribía algo a gran velocidad. En una de las esquinas se podía ver una armadura de aspecto amenazante.
También había varias estanterías repletas de libros, estatuillas y otros objetos extraños. En uno de los pocos huecos vacíos de la pared colgaba un cuadro en el que estaban retratados el director Cid y dos personas más que no identificaba desde tan lejos. Pero lo que más destacaba del despacho era sin duda el imponente órgano que ocupaba gran parte de la pared del fondo. Se notaba que estaba bien cuidado, porque cada tubo brillaba como si lo hubieran limpiado a conciencia. En resumen, era un despacho lleno de cosas extrañas y muy, muy brillantes. Si tuviera que definir aquel lugar con una palabra, sería... "resplandeciente". Al fin y al cabo, el director era un alto cargo del ejército y se merecía un despacho digno de su estatus. Si estaba al mando de una academia militar era por un buen motivo.

–Señor... ¿Quería verme?
–¡Un momentín! Es un... ¡Sí, en la oreja! ¡JA, JA, JA, JA, JA, JA! ¡Me encanta buscar las siete diferencias!

... Pero desde luego no era por su seriedad. Me tuve que morder con fuerza el labio para no soltar una carcajada. Aun a pesar de mi situación, el agotamiento y el miedo que había pasado, las tonterías del director conseguían sacarme una sonrisa. Se levantó de su mesa y vino hasta mi posición.

El director Cid era un hombre bien entrado en los cincuenta, con el pelo corto, lleno de canas y repeinado hacia atrás, lo que exageraba las entradas que ya empezaban a asomar en su frente. Sus gruesas patillas se mezclaban con una barba de collar que, al contrario que el resto de su pelo, mantenía su tono negro original, sin canas visibles. Sus pupilas también eran grises y llevaba unas gafas de montura transparente, con cristales muy finos y sujetas por un cordel que le rodeaba el cuello. Casi siempre vestía muy formal, pero ese día llevaba una camisa blanca por debajo de un chaleco rojo.
Cuando llegó hasta mí, sostuvo las gafas a unos centímetros de su cara y me miró a través de ellas, como si fueran una lupa.

–No tienes buen aspecto –me dijo–. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado?
–Abajo... Intenté salir, pero...
–¿Dónde es abajo?
–En el sótano... Yo no quería...
–¡¿En el sótano?! ¿Cómo has entrado ahí?
–No lo sé... Me monté en el ascensor y bajó solo, me quedé encerrado...
–No se permite el acceso al sótano desde hace años. ¿De verdad dices que el ascensor te ha llevado hasta ahí?

Esta vez no notaba exageración ni ironía en su voz. Fue entonces cuando finalmente me di cuenta de que algo iba mal.

–Señor... Yo...
–Parece que tienes mucho que contar. Acércate.

Volvió hasta su escritorio y le seguí. Echó hacia atrás una de las sillas a modo de invitación.

–Siéntate y cuéntame lo ocurrido. Y no omitas detalles, a ser posible.