Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

16 de noviembre de 2010

XIII: Desconcierto

Tenía frío. Me froté los brazos con las manos y abrí los ojos. Estaba sentado en el suelo y completamente a oscuras. Había debido de quedarme dormido.

Llevaba mucho tiempo en ese sótano, tal vez horas. La caja de cartón a la que le había prendido fuego para tener luz y calor se había apagado mientras dormía. Me dolía mucho el estómago, me sentía muy débil. Era una lástima que no pudiera usar magia para quitarme el hambre. O para abrir puertas...

Había dado varias vueltas más por la sala, pulsado toda clase de secuencias en los botones del panel de control, hasta intenté embestir la puerta con la carretilla... Nada había dado resultado. Tampoco había encontrado rejillas de ventilación, puertas ocultas, comida, agua ni nada con lo que pudiera recuperar mi energía. Lo había intentado todo. Había hecho todo lo posible, pero no era suficiente. Suspiré sonoramente. Solo quedaba una cosa por hacer.

–No quiero ser un mal perdedor, pero... ¡Me rindo! –grité al aire, sin estar muy seguro de a quién me dirigía–. ¡Me rindo, dadme la prueba por suspensa! Ya podéis sacarme de aquí.

Al instante me invadió una intensa furia contra mi persona. Sabía que había una salida, TENÍA que haber una forma de abrir esa puerta, pero había fracasado en mi intento de encontrarla. Cerré los puños con fuerza hasta clavarme las uñas contra las palmas. ¿Y si ya no podía convertirme en Seed por culpa de mi fracaso?

Me sentía muy decepcionado conmigo. En un par de días empezaría a arrepentirme de haberme rendido, a pensar que era un cobarde y un inútil, que no habría sido tan difícil aguantar el hambre y la presión, que la salida estaba al alcance de mi mano, que debería haberlo intentado con más ganas...

Volví frente al ascensor. Por el camino pisé un par de cristales y me cabreé aún más. Subí los escalones convencido de que escucharía bajar la cabina de un momento a otro. Aparecería un profesor para decirme que había suspendido y después de eso solo querría encerrarme el resto del día en mi habitación para no tener que sufrir la vergüenza de mi resultado.

Y el momento pasó.

Mientras esperaba, se me pasó por la cabeza (no por primera vez en mi vida) que podría usar el hechizo Aqua para al menos calmar mi sed. El problema era que no tenía ningún recipiente donde colocar el agua. Podía juntar las manos para cogerla, como si las estuviera poniendo bajo una fuente, pero entonces no tendría forma de agarrar el bastón. Si lo sujetaba con las piernas, no tendría forma de controlar la dirección del chorro y podría salir disparado demasiado lejos o empaparme por completo. También podría sujetar el bastón con la boca, pero el retroceso del hechizo podría hacerme daño en los dientes, o incluso impulsarlo hacia atrás y clavármelo en la garganta. Sinceramente, prefería pasar sed un rato más antes que arriesgarme a hacerme daño por mi insensatez.

Y otro momento pasó.

Comencé a pasar el peso de mi cuerpo de un pie a otro, cada vez más nervioso. Volví a frotarme los brazos y empecé a silbar para tranquilizarme. No dio resultado. Me puse a repasar mentalmente los últimos temas que habíamos dado en clase de historia y de filosofía... Definitivamente, estaban tardando demasiado. ¿Por qué no bajaba nadie?

¿Y si alguno de los botones del panel de control ha cortado la conexión con el exterior? ¿Y si la he cagado y ahora no pueden bajar a buscarme? Estoy encerrado de verdad y no va a venir nadie...

Presa del pánico, empecé a gritar y a aporrear la puerta del ascensor con la absurda esperanza de que alguien me escucharía, hasta que caí de rodillas al suelo, sumido en un estado entre la resignación y el miedo. Supe desde el principio que no había acabado en aquel sótano por ninguna prueba, pero me había intentado convencer de lo contrario para tener algo de fe. Me había agarrado al clavo ardiendo de esa esperanza y me había quemado la mano.

Estaba claro que alguien me había tendido una trampa, pero ¿quién y por qué? ¿Qué ganaban torturándome así durante horas? Habría sido mucho más fácil tenderme una emboscada, porque no podía ver nada en la oscuridad. Y lo que era más importante, ¿conseguiría salir de allí? Si me habían encerrado en contra de mi voluntad, ¿qué probabilidades había de que existiera una salida?

Kei –pensé, esperanzado–. ¿Qué hora será ya? Seguro que está preocupado por no verme en la habitación ni desayunando... Pero a lo mejor piensa que estoy estudiando en la biblioteca. ¿Y Leta? Leta tal vez vaya a la biblioteca y piense que estoy en mi habitación o entrenando. ¿Habrá alguien más que se acuerde de mí? ¿Ryuzaki? ¿Belazor...? Bah, preferiría volver a enfrentarme a Moltres antes que dejarme salvar por él.
–¡Moltres!

Al recordarlo me calmé. No había empleado mi último recurso. Me llevé la mano al bolsillo y encontré el calcetín que pensaba llevarle al director. Deshice el nudo a duras penas, arranqué el esparadrapo y los nudos de cintas hasta que pude sacar la joya.

La levanté a la altura de mis ojos. Observé su tenue brillo, que apenas bastaba para iluminarme los dedos, y me sentí en calma por primera vez desde que llegué a aquel sótano.

Ni siquiera estaba seguro de que fuera legal ya no utilizar un espíritu, sino simplemente tenerlo en mi posesión, y temía que invocarlo pudiera provocar mi expulsión del Jardín. Recordé mi conversación con Seymour, en la que me había explicado cómo invocarlo. ¿Podría ser que todo lo que me estaba pasando fuera obra suya? ¿Me había encerrado en el sótano para obligarme a invocar a Moltres?

Temía que fuera todo una trampa y que al invocarlo estuviera haciendo precisamente lo que querían mis captores, pero estaba muerto de hambre, de frío y de miedo. Ya no podía esperar más. No quería esperar más. Intenté no pensar que el pájaro podría volverse en mi contra y atacarme de nuevo, ya que en ese momento no tenía ni la fuerza para necesaria para enfrentarme a él ni compañeros que lucharan a mi lado.

–Me da igual lo que pase, pero no pienso quedarme aquí.

Sin estar muy seguro de qué iba a ocurrir, alcé el brazo con el collar y grité:

–¡Moltres, yo te invoco!

Un chillido ensordecedor rompió la quietud de la sala y una onda expansiva iluminó todo el sótano durante un segundo. Una enorme llama apareció delante de mí y se hinchó hasta alcanzar dos metros de altura. Vi un vientre blanco y dos poderosas patas, vi cómo las alas se separaban de su cuerpo y cómo se formaba su imponente pico. Extendió las alas y chilló con tanta fuerza que tuve que taparme los oídos.

La temperatura de la sala aumentó considerablemente, a la par que mi agotamiento. Me invadió un fuerte mareo y caí de rodillas al suelo. Me llevé las manos a la cabeza para combatir el dolor. Seymour no mintió cuando me dijo que las invocaciones consumen una gran cantidad de energía. Debía tenerlo en cuenta en el futuro.

¿En el futuro? Espero no tener que recurrir a Moltres nunca más.

Permanecí en aquella posición durante al menos un minuto, luchando por no quedarme inconsciente, hasta que me atreví a alzar la cabeza. Dirigí mi mirada borrosa al pájaro legendario, que estaba terminando de materializarse. La luz de sus llamas alumbraba el sótano casi por completo, como una enorme hoguera. Agachó la cabeza y me devolvió la mirada. Sus profundos ojos grises me recordaron mi anterior encuentro con él y por un momento sentí miedo. Sin embargo, en esta ocasión no me miraba con ira, sino con... ¿Cómo definirlo? ¿Curiosidad? ¿Expectación?

–Eh... Hola, Moltres... –le saludé–. Yo... Yo soy quien te ha invocado... Me llamo... Dívdax...

Moltres pareció inclinar ligeramente la cabeza. Seguí hablando.

–Siento... haberte atacado la otra vez... Lo hicimos en defensa propia... Aunque supongo que fuimos nosotros los que invadieron tu territorio, así que... Bueno... Lo siento.

Moltres inclinó nuevamente la cabeza, quizá en señal de comprensión. Me rasqué la nuca. Me ponía muy nervioso que un espíritu legendario me observase de forma tan impasible mientras yo solo alcanzaba a balbucear estupideces. Clavé el bastón improvisado en el suelo para levantarme y apoyé la espalda contra la puerta del ascensor para no perder el equilibrio.

–Necesito tu ayuda, Moltres. Verás... Estoy atrapado aquí. Hay una puerta que no consigo abrir. ¿Tú podrías... echarla abajo?

Señalé la puerta estanca y, como respuesta, Moltres chilló, batió las alas y alzó el vuelo con un cuidado sorprendente para no elevarse demasiado y golpearse contra el techo. Tras equilibrarse en el aire, lo rodeó una luz brillante y se lanzó con fuerza hacia la puerta, dispuesto a embestirla.

–¡No, Moltres, espera! –el pájaro se detuvo en el aire y aleteó hasta posarse en el suelo; el brillo que lo rodeaba desapareció–. Estamos en el sótano de un sitio importante... ¿Puedes intentar echarla abajo sin que el edificio sufra daños?

Moltres volvió a chillar y por primera vez me alegré de que nadie pudiera escucharnos. Voló hasta a la puerta y se posó frente a ella, echó la cabeza hacia atrás y empezó a descargar su poderosa llama. Bajé la escalera para verlo mejor. No me lo podía creer: un pájaro de fuego pretendía derretir una puerta de metal. Parecía formar parte de un extraño espectáculo o de un sueño. Empecé a pensar que estaba delirando por el hambre y el cansancio.

La rueda comenzó a enrojecer y algunos de los tornillos salieron disparados. Me guarecí tras la columna del ascensor mientras los oía salir disparados y rebotar contra el suelo y las paredes. Al cabo de un minuto, Moltres detuvo el chorro de llamas y me atreví a asomarme.

Donde antes se alzaba la puerta que me impedía el paso ahora solo quedaba la mitad: había aparecido un enorme agujero más alto que yo. Delante del agujero había un charco de hierro fundido de al menos un metro de largo que se extendía con lentitud. Que Moltres hubiera logrado derretir la puerta significaba que era mucho más poderoso y peligroso de lo que me había imaginado. ¿Y si nos hubiera atacado así cuando nos enfrentamos a él? Tuve suerte de que solo me hiciera un par de ampollas, y eso gracias a que llevaba el anillo de Ryuzaki. De no ser por él y porque entré en Trance, quizá habríamos muerto...

Quise acercarme. Como no podía caminar muy deprisa, tardé varios minutos en recorrer los pocos metros que me separaban de la puerta. Me sentía como un anciano, sin energía para hacer nada. Cuando por fin llegué ante la masa recién fundida, aún desprendía un calor considerable y brillaba con el místico color naranja del hierro al rojo. Me imaginé que las baldosas de debajo no volverían a brillar nunca. Entre una cosa y otra, había destrozado la mitad del suelo del sótano...
Lancé Aqua para reducir la temperatura de la masa. Me dio un pinchazo en la cabeza por el esfuerzo. El contacto con el agua desató una fuerte humareda y tuve que retroceder entre toses. Moltres también retrocedió y batió las alas para despejar el humo.

No me atrevía a pasar por encima hasta que el metal se enfriase lo suficiente, y tampoco quería lanzar más magia, porque me encontraba al límite de mis fuerzas, así que no quedaba otra que esperar a que se enfriara solo. Pensé que tal vez podría asfixiar el calor con las cajas apulgaradas.
Me alejé de la nueva salida en dirección a ellas. Era un alivio que las llamas de Moltres iluminaran la sala, así podía caminar sin ir a ciegas y esquivar los cristales, aunque veía tan borroso que era como seguir en la oscuridad.
Moltres se quedó en el sitio, observándome. Recogí una caja con cada mano, y al verme regresar, se levantó en el aire. Se dirigió hasta el montón de cajas y, sin llegar a posarse en el suelo, recogió una con cada garra. No le había dicho lo que quería hacer, pero quería ayudarme. Sonreí.

–Quiero llevarlas hasta la puerta –le expliqué.

Moltres me hizo caso y comenzó a trasladar las cajas de un lado a otro mucho más rápido de lo que yo era capaz de hacer. Era un poco asqueroso tocarlas: la textura era húmeda y fina, el cartón se rompía con solo apretar un poco, pero eso significaba que cumplirían perfectamente la función que quería darles. Cuando reunimos unas diez cajas, las pisoteé para aplanarlas y empecé a colocarlas sobre la masa de metal, de una en una, en parte para que la humedad redujera el calor y en parte para crear un camino por encima. Intenté cubrir la masa por todos los sitios posibles. Cuando me aseguré de que estaba bien tapada y de que no había más cajas que pudiera usar, ya no quedaba más que esperar. Me giré hacia el pájaro.

–Me has salvado, Moltres.

Me miró con comprensión. Podía sentir su calor, no solo el que ahora hacía en el sótano, sino también en mi interior. Sentía nuestro vínculo. Si lo que Seymour me había dicho era cierto, y todo indicaba que sí, era el legítimo dueño de Moltres. Era como haber hecho un nuevo amigo. ¿O es que simplemente estaba agotado y mi cerebro se imaginaba las cosas...?

–¿Cómo hago para que...? Es decir, ¿cómo vuelves al collar?

Moltres agachó la cabeza hacia mí y temí que fuera a comerme. Sin embargo, lo que hizo fue golpear suavemente el cristal con el pico. Una luz los envolvió a ambos y el cristal se agitó violentamente mientras Moltres cerraba las alas y desaparecía poco a poco. El sótano volvió a quedarse a oscuras a la vez que la joya recuperaba el brillo, no me había fijado en que se había apagado durante la invocación. También noté la cabeza más despejada, como si tuviera un pitido en los oídos y se hubiera silenciado por fin.

–Gracias por tu ayuda. Antes de irme... No me dejo nada, ¿verdad?

Encendí una pequeña llama con mi bastón casero e hice un repaso de todo lo que me había pasado en el sótano y de los objetos que había utilizado. La llave inglesa seguía en mi bolsillo. Pensé en llevarme la cadena, aunque apenas se distinguía entre el metal fundido. Se veía un extremo por debajo de una de las cajas: tiré de él con el pie, pero no podía moverlo. Se había vuelto una con la masa.

Por último, me puse el collar de Moltres. Ese collar tenía la culpa de todo: me había hecho imaginarme cosas, ver peligros donde no los había y, cuando finalmente tomé la decisión de entregárselo al director, había acabado encerrado en aquel sótano, aunque no estaba seguro de si eso también era por culpa del collar. Pero mi opinión sobre Moltres había cambiado ahora que lo había invocado. Ya no estaba seguro de querer renunciar a él. Acababa de salvarme la vida... Había forjado una conexión con él.
¿Debía continuar con el plan que había trazado la noche anterior y entregárselo al director, o volver a meterlo debajo de mi cama hasta que surgiera la necesidad? Tenía que tomar una decisión rápido, no sabía cuánto tiempo más tardaría en volver al Jardín. Qué irónico que ahora que se había abierto el camino encontrara un motivo para no volver...

Miré al otro lado de la puerta. Veía una sala pequeña con muy poca luz, pero no del todo a oscuras. No se apreciaba movimiento. Intenté mover con la llave inglesa una de las cajas aplastadas, pero se había quedado pegada al metal. La pisé y retiré el pie rápidamente. Noté que seguía caliente, pero el calor era soportable. Si lo hubiera pensado mejor, le habría pedido a Moltres que moviera la carretilla elevadora para pasar por encima de ella y evitar pisar la masa fundida, pero no tenía energías para moverla yo solo, y mucho menos para repetir la invocación. Me preparé, respiré hondo y recé.

Como esto salga mal, te matas.

Pasé por la primera de las cajas, sin correr, pero sin pararme. Notaba el aire caliente a mi alrededor y el olor era muy desagradable. Después de unos segundos empezaban a quemarme los pies, como al pisar arena caliente en la playa. Intenté no pensar que me podía resbalar y que me abrasaría la carne al caer contra el metal fundido. Por suerte, aquella mole metálica ocupaba poco espacio y no tardé más de unos segundos en cruzarla, aunque fueron los más tensos de mi vida. Una vez crucé la puerta, pegué un salto al otro lado y me froté los doloridos ojos. Había escapado del sótano.

Ahora estaba en otra sala circular, pero mucho más pequeña, de menos de un metro de diámetro. Solo había una escalera, que subía pegada a la pared. La única fuente de iluminación venía de la parte más alta y parecía luz natural. No se veía el techo, pero la luz bastaba para guiarme, de modo que apagué la llama del bastón. No me sentía con fuerzas para subir por la escalera, pero si esperaba más tiempo estaría cada vez más cansado. Metí mi arma improvisada en el bolsillo, me sujeté con fuerza con las manos y emprendí el ascenso.

Entenderán lo que he tenido que hacer con la puerta... La pagaré si hace falta... aunque no tengo mucho dinero. ¿Me lo irán descontando de mi sueldo de Seed? Bueno, eso si es que llego a graduarme... Porque, ¿cómo justificaré lo de la puerta? ¿Colará si digo que he entrado de nuevo en Trance? El Hielo++ que usé contra Moltres fue el hechizo más poderoso que he usado nunca, pero la llamarada de Moltres es mucho más potente que cualquier hechizo de fuego que yo pueda lanzar jamás...

A medida que subía, la luz crecía poco a poco y yo me sentía más renovado y aliviado, cada vez más lejos de ese horrible sótano. La tripa me dolía horriblemente del hambre que tenía y me mareé un poco, pero me sujeté con fuerza hasta que recuperé la lucidez. No podía detenerme después de haber llegado tan lejos.

Al cabo de un par de minutos de ascenso, la escalera llegó a una pequeña plataforma con una puerta. Pisé la plataforma y miré hacia abajo. Sentí vértigo al ver lo alto que estaba, pero no debería sorprenderme: ya había visto que el sótano tenía varios metros de altura.

Empujé la puerta y chirrió de forma atronadora. Crucé al otro lado. Ahora me encontraba en un pasillo que me resultaba familiar. La puerta se cerró de golpe a mi espalda y vi que llevaba un cartel: “NO PASAR”. Había más puertas alrededor e identifiqué el pasillo: estaba en jefatura de estudios.

–¡Lo conseguí! –grité de alegría–. ¡Soy libre!

La puerta de la sala de profesores se abrió y salió una mujer. Tenía el pelo rizado, todo de color gris.

–¿Qué pasa, quién grita? –preguntó, y la identifiqué como Flora, mi profesora de albhed–. ¿... Eres tú, Dívdax?
–¿Profesora?
–¿Qué ha pasado? –se me acercó corriendo y me estudió por encima de las gafas con sus ojos avellana–. ¿Qué haces aquí, dónde estabas? El director te está buscando.

Con un rápido movimiento, me llevé la mano al pecho para tapar la joya de Moltres y fingir que me costaba respirar, que estaba recuperando el aliento. Estaba tan agotado que tampoco tuve que esforzarme mucho.

–Es una larga historia... –jadeé.
–¿Pero estás bien? Anda, ven, te acompaño a su despacho.
–Profe, estoy que me muero de hambre... ¿Puedo pasar antes por el comedor?
–Sí, supongo que sí... Pero ¿qué te ha pasado? ¿Y qué es eso que llevas? –señaló el bastón.
–Esto... No es nada, ya no lo necesito.
–Menos mal que has aparecido por fin. Belazor estaba muy preocupado por ti.
–¿Belazor?
–Sí, anduvo preguntando a todo el mundo si te habían visto, y como el director ha avisado por megafonía, pues yo ya no sabía que pensar...
–¿Por megafonía?
La que se ha liado...

Había algo extraño en todo aquello, pero estaba muy cansado para darme cuenta. En cuanto Flora se dio la vuelta, cerré el puño alrededor del collar, me lo quité y lo metí en el bolsillo. Tenía que encontrar un lugar donde esconderlo antes de ir al despacho del director... Pero ¿dónde?
Flora me acompañó hasta el comedor, que por suerte estaba vacío. Se dirigió a la barra para hablar con la camarera. Mientras tanto, arrojé el bastón en la papelera más cercana. No quise tirar la llave inglesa porque era una herramienta del Jardín. Se la devolvería a Ryuzaki, que era quien se encargaba del material. Pero ¿qué podía hacer con el collar? ¿Lo tiraba también y volvería a por él más tarde? Demasiado arriesgado, y no quería que me vieran rebuscando en la basura...

–Ponle a Dívdax un éter y algo para comer, luego te lo pago –le indicó Flora. Después se giró hacia mí–. Voy a avisar al director de que has aparecido. Me imagino que mandará a alguien a buscarte, tú por si acaso quédate aquí hasta que venga alguien, ¿vale?
–Entendido. Gracias, profesora.

Flora salió del comedor con paso firme y yo me acerqué a la barra. La cocinera estaba sacando una botella de éter de un refrigerador.

–No hace falta que pague nada –dijo–, salta a la vista que lo necesitas. ¿Qué te pongo?
–No sé... –miré las opciones en la carta–. ¿Un mixto con huevo?

No era yo muy de sándwiches, pero tampoco quería echarle morro y pedir algo caro, por mucha hambre que tuviera. Prefería comer algo ligero en lugar de atiborrarme y que el remedio fuera peor que la enfermedad. La cocinera me dejó solo y volvió al cabo de dos minutos con una bandeja que tenía la botella de éter, una servilleta y un plato con un sándwich cortado en dos mitades por cuyos bordes asomaban lonchas de jamón y rodajas de un huevo cocido.

–Gracias.

Levanté la bandeja y me la llevé la mesa más cercana. Me senté y noté un alivio enorme al sentir que estaba a salvo, que podía ponerme cómodo en un lugar en el que no corría peligro, en el que no tenía que guiarme por las luces del suelo ni pisar cristales, en el que no había nada que temer. Cerré los ojos y sonreí. Por un momento me dio igual el suspenso de la prueba: volvía a estar en casa.
Destapé la botella y empezó a expulsar un vapor espeso. Olía a humo. Había bebido éter pocas veces, era difícil acostumbrarse a su consistencia. Era una bebida efervescente y muy amarga. Di un sorbo y sentí una vorágine de burbujas descender por la garganta. Hice una mueca de desagrado, pero sentí casi al instante que se me pasaba el mareo y se me desnublaba la vista. Después, devoré la primera mitad del sándwich y me fui bebiendo el resto de la botella en pequeños sorbos y con las mismas caras de asco, para luego quitarme el sabor con la otra mitad.

Cuando terminé, me fijé en que tenía las manos muy agrietadas y sangre seca alrededor de las uñas. Ahora me parecía asqueroso haberme sentado a comer sin lavarme las manos antes. Miré mi reflejo en una ventana e intenté arreglarme el pelo, que no presentaba mucho mejor aspecto. Tenía que darme una buena ducha. Al otro lado de la ventana había muy poca luz, no se veía el sol. ¿Qué hora sería ya?
Me llevé las manos a los bolsillos para acariciar el collar. ¿Qué opciones tenía para esconderlo? ¿Debajo de la mesa? No había hierros ni ningún sitio en el que pudiera sujetarlo. ¿Las macetas de la entrada?

Al dirigir la vista a la puerta, vi entrar a Ryuzaki. Sonreí al verle, aunque luego me dio vergüenza que me viera con esas pintas. Se acercó a mi mesa con paso decidido.

–Me alegra ver que estás bien –me saludó, aunque su expresión era inmutable–. El director te espera en su despacho.
–¿Qué ha pasado?
–Será mejor que hables con él, luego habrá tiempo para respuestas. ¿Puedes caminar?
–Claro.

Me levanté y salí del comedor junto a él. Al otro lado me encontré un pequeño corrillo de estudiantes que se me quedaron mirando y empezaron a cuchichear. Intenté ignorarlos. No eran más que una panda de cotillas que esperaban para ver al estúpido estudiante que había fallado la prueba y que nunca podría convertirse en Seed... El estudiante que se había quedado completamente aislado del mundo durante varias horas como un imbécil.

Afortunadamente, no me topé con Belazor entre la multitud, porque aquello habría sido el colmo. Me llevé la mano al bolsillo y apreté el collar de Moltres con fuerza, como si me diera energía. Apenas había salido del grupillo cuando oí que me llamaban.

–¡Eh, mago negro! –me gritaron.

Miré con desprecio a la voz hasta que descubrí que era la de Kei, que se abrió paso entre la multitud y se puso a mi lado. Sonreí, pero no solo porque me alegrara de verle.

No sabes lo bien que me viene que estés aquí –pensé.

Ryuzaki no se detuvo, así que yo tampoco podía pararme. Le hice una señal a Kei para que nos acompañara y empezó a caminar a mi lado.

–¿Dónde cojones estabas? –me preguntó.
–Luego te lo cuento.
–Ya te vale, mira que hacerme madrugar un sábado...
–¿Qué hora es ya?
–Las seis y pico.
–¡¿Qué?! ¿Tan tarde?
–Tira adonde sea que te lleven y luego hablamos.

Estábamos bastante cerca del ascensor. Ryuzaki seguía por delante de nosotros y el grupo de curiosos se había quedado en la puerta del comedor, así que no había nadie cerca; era mi última oportunidad. Sujeté a Kei por la muñeca y me llevé la mano libre a los labios para indicarle que no dijera nada. Después la metí en el bolsillo, saqué el collar y se lo di. No puede ver su cara, pero imagino que fue de sorpresa.

–Si ves a Leta dile que no se preocupe, que estoy bien –le dije para disimular mientras le pasaba el collar.
–Sí, señor.

Le hice un gesto para que se fuera y recé por que nadie lo interceptase de camino a la habitación.

Ryuzaki se detuvo frente al ascensor y pulsó el botón. Cuando se abrió la cabina, me entró miedo. Di un paso atrás por instinto. Noté que me temblaban las manos. Ryuzaki también lo notó.

–¿Por qué estás tan nervioso? –me preguntó.
–Prefiero no subirme al ascensor...

Estaba claro que mi cara le decía todo lo que le hacía falta saber, porque no hizo más preguntas. En su lugar, se giró y comenzamos a subir por las escaleras.

–Me da miedo lo que pueda decirme el director –le confesé.
–¿Qué temes que te diga?
–Que he fallado... Que ya no puedo ser Seed...
Que estoy expulsado porque los espíritus de invocación son ilegales...

Llegamos al primer piso, el de las aulas. No había nadie, lo normal en un sábado por la tarde. Entramos en uno de los pasillos.

–Si no has hecho nada malo –me contestó Ryuzaki–, no creo que tengas nada que temer.
–Ese es el problema... ¿Y si he hecho algo malo?
–Si es así, la persona indicada para juzgar tus actos es el director del Jardín, no el conserje.
Solo te estoy pidiendo un poco de apoyo, nada más...
Ahora que lo dices... –me saqué la llave inglesa del bolsillo y se la entregué–. He encontrado esto en el sótano. Supongo que debería dártela.

Ryuzaki se quedó muy callado cuando cogió la llave inglesa. La sujetó entre el índice y el pulgar, como quien coge un pañuelo manchado con el que no quiere ensuciarse. La levantó a la altura de sus ojos y finalmente se la guardó en el bolsillo.

–Gracias –se limitó a decir.

Llegamos al final del pasillo y nos detuvimos ante una puerta que nunca había cruzado pero que sabía que conducía a las escaleras del segundo piso. Ryuzaki la abrió, me dejó pasar y continuamos subiendo. No dijimos nada más hasta llegar arriba del todo, a un pequeño rellano decorado con tapices y alfombras azules y negras. Era un recibidor de lo más elegante. Una puerta de madera maciza se alzaba entre nosotros y el despacho del director. En ella había colgada una placa dorada y brillante que decía:

"Cidolfus D. Bunansa,
Director del Jardín y Capitán de Navío".

Ese es su cargo militar –recordé.

Me acerqué a la puerta, alcé el puño y di tres golpes con los nudillos.

–¡Adelante! –clamó el director desde el otro lado.

Me giré para mirar a Ryuzaki. Me devolvió la mirada, pero su expresión seguía inmutable. Abrí la puerta y entré.

Por un momento me sentí completamente descolocado, como si hubiera entrado un museo.
El despacho del director era mucho más grande de lo que jamás me había imaginado, una sala rectangular de enormes dimensiones, me atrevería a decir que era incluso más grande que el comedor. Las paredes eran de un tono lila suave pero majestuoso y había enormes ventanales a izquierda y derecha. Las baldosas del suelo brillaban impolutas, como si estuvieran recién pulidas, y en el centro formaban el emblema Seed: una cruz con las puntas azules y en cuyo centro se superponían un símbolo blanco y uno negro. Había dos escritorios: uno frente a uno de los ventanales y lleno de monitores, que deduje que era el que utilizaba Ryuzaki, y otro de aspecto mucho más lujoso al fondo de la sala, sobre el que el director Cid escribía algo a gran velocidad. En una de las esquinas se podía ver una armadura de aspecto amenazante.
También había varias estanterías repletas de libros, estatuillas y otros objetos extraños. En uno de los pocos huecos vacíos de la pared colgaba un cuadro en el que estaban retratados el director Cid y dos personas más que no identificaba desde tan lejos. Pero lo que más destacaba del despacho era sin duda el imponente órgano que ocupaba gran parte de la pared del fondo. Se notaba que estaba bien cuidado, porque cada tubo brillaba como si lo hubieran limpiado a conciencia. En resumen, era un despacho lleno de cosas extrañas y muy, muy brillantes. Si tuviera que definir aquel lugar con una palabra, sería... "resplandeciente". Al fin y al cabo, el director era un alto cargo del ejército y se merecía un despacho digno de su estatus. Si estaba al mando de una academia militar era por un buen motivo.

–Señor... ¿Quería verme?
–¡Un momentín! Es un... ¡Sí, en la oreja! ¡JA, JA, JA, JA, JA, JA! ¡Me encanta buscar las siete diferencias!

... Pero desde luego no era por su seriedad. Me tuve que morder con fuerza el labio para no soltar una carcajada. Aun a pesar de mi situación, el agotamiento y el miedo que había pasado, las tonterías del director conseguían sacarme una sonrisa. Se levantó de su mesa y vino hasta mi posición.

El director Cid era un hombre bien entrado en los cincuenta, con el pelo corto, lleno de canas y repeinado hacia atrás, lo que exageraba las entradas que ya empezaban a asomar en su frente. Sus gruesas patillas se mezclaban con una barba de collar que, al contrario que el resto de su pelo, mantenía su tono negro original, sin canas visibles. Sus pupilas también eran grises y llevaba unas gafas de montura transparente, con cristales muy finos y sujetas por un cordel que le rodeaba el cuello. Casi siempre vestía muy formal, pero ese día llevaba una camisa blanca por debajo de un chaleco rojo.
Cuando llegó hasta mí, sostuvo las gafas a unos centímetros de su cara y me miró a través de ellas, como si fueran una lupa.

–No tienes buen aspecto –me dijo–. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde has estado?
–Abajo... Intenté salir, pero...
–¿Dónde es abajo?
–En el sótano... Yo no quería...
–¡¿En el sótano?! ¿Cómo has entrado ahí?
–No lo sé... Me monté en el ascensor y bajó solo, me quedé encerrado...
–No se permite el acceso al sótano desde hace años. ¿De verdad dices que el ascensor te ha llevado hasta ahí?

Esta vez no notaba exageración ni ironía en su voz. Fue entonces cuando finalmente me di cuenta de que algo iba mal.

–Señor... Yo...
–Parece que tienes mucho que contar. Acércate.

Volvió hasta su escritorio y le seguí. Echó hacia atrás una de las sillas a modo de invitación.

–Siéntate y cuéntame lo ocurrido. Y no omitas detalles, a ser posible.

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