Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

31 de enero de 2011

XVIII: Mayor de edad

Sonó el despertador.
Extendí el brazo para desactivarlo y sentí que lo estaba apagando por última vez. Bostecé y me estiré antes de levantarme, con la sensación de que mis acciones marcaban a la vez el fin de una vida vieja y el comienzo de una nueva, como si todo lo que hiciera aquel día tuviera que servirme de modelo para el resto de mi vida.

–Estúpida mente humana –refunfuñé.

Entré en el baño. Mientras me lavaba las manos, vi algo completamente distinto en mi reflejo. Mi pelo seguía siendo violeta y me rozaba los hombros. Mis ojos seguían teniendo un color a juego. Mi nariz, mis orejas, frente y barbilla seguían iguales. Tampoco habían cambiado mi altura, peso ni color de piel; todo estaba como siempre... pero diferente a la vez. Seguía siendo yo, pero estaba convencido de que veía algo distinto en el espejo.

–Estúpida mente humana –repetí.

Salí del baño, me quité el pijama y empecé a vestirme. Para ese día había elegido ponerme pantalones y camisa negros, la vestimenta más popular entre adolescentes depresivos. Me limpié un poco los zapatos con un pañuelo, tampoco con mucho esmero, pero para dejarlos un poco más limpios. Solo quería sentirme bien en mi día.

Mientras tanto, Kei seguía metido en la cama. No daba señales de haber escuchado el despertador.

–¡Arriba, soldado! –le llamé.
–Cinco minutos más –ordenó, no pidió.
–¡He dicho arriba! ¡Vamos, cincuenta flexiones! ¡Hop, hop, hop! –y me empecé a reír.
–¿Qué te has tomado ya tan temprano? Mira que te dije que las anfetas no son para jugar.

Me abroché el último botón de la camisa y cogí una sudadera fina para ponérmela por encima al salir, que a mediados de noviembre ya hacía demasiado frío para salir solo con una camisa.

–Voy a desayunar, ¿te vienes o te quedas?
–Que sí, que ya voy.

Se levantó de la cama y se metió al baño. Mientras esperaba a que saliera, abrí la ventana para airear la habitación y me aseguré de tenerlo todo en la mochila para las clases del día. También abrí uno de mis cajones de la mesa y saqué una pequeña caja de color naranja.
Dentro de esa caja guardaba una humilde colección de anillos que había ido reuniendo con los años: uno fue un regalo de cumpleaños, otro me lo encontré tirado en el suelo, otro me lo compré yo porque me pareció muy barato... No tenía más que cinco, pero eran mis posesiones más queridas. El que me puse aquel día era un simple aro plateado que no tenía decoración alguna, pero por algún motivo era mi favorito.
Noté que moqueaba, así que cogí un pañuelo para sonarme la nariz. Al retirarlo, lo encontré manchado de sangre.

–Hacía mucho –gruñí.

Me tapé la nariz con el pañuelo y me miré la camisa. Afortunadamente, no me la había manchado.

–Por cierto, feliz cumpleaños –me felicitó Kei desde el baño.
–¡Gracias! ¿Te falta mucho?
–Tío, no me metas prisa.
–Es que mi nariz de ha vuelto emo.
–¿Eh?

Aún no me había pasado en lo que llevábamos de curso, pero lo cierto es que me sangraba la nariz con bastante frecuencia. La hemorragia tardaba un buen rato en cortarse y era una sensación realmente incómoda.

En cuanto Kei salió del baño, entré tras él a la velocidad del rayo. Puse la cabeza encima del lavabo y tuve la genial idea de retirar el pañuelo de la nariz. La sangre comenzó a gotear y a salpicarlo todo, tiñendo de rojo la blanca porcelana del lavabo.

–¿Qué te pasa?
–Nada, un mal menor. Se me pasa rápido.
–Anda, que vaya forma de empezar los dieciocho, desangrándote en el baño –me dijo.

Me empecé a reír mientras intentaba coger el papel higiénico con la mano que me quedaba más cerca del rollo. La postura era la siguiente: yo estaba de pie, con las rodillas ligeramente flexionadas, el cuello estirado sobre el lavabo para alejar la cabeza de la camisa todo lo posible, y me tapaba la nariz con la mano derecha, mientras que, con el brazo izquierdo, extendido todo lo que me permitían las leyes de la física, intentaba alcanzar el rollo de papel, del que me separaban tres miserables centímetros. Habría sido más fácil volver a taparme la nariz con el pañuelo y coger el rollo directamente, pero no quería arriesgarme a que se escapase alguna gota y me destrozara la camisa.

Si lo sé no me la pongo. O mejor, no me sueno la nariz.

Después de lo que me pareció un esfuerzo sobrehumano, conseguí alcanzar el papel. Corté un trozo, hice una pequeña bola y me la metí en la nariz tan dentro como pude para taponar la vía de escape de la sangre. Ahora solo tenía que dejarla ahí quieta un buen rato y el sangrado se acabaría cortando solo.

–¡Ya está! –anuncié–. Pasó el peligro.

Me miré de arriba abajo y me alegré al ver que, milagrosamente, no me había manchado la ropa. Abrí el grifo, limpié el lavabo, que parecía el escenario de una matanza, y me lavé las manos cuando terminé.

–A ver si ahora te voy a tener que esperar yo a ti –gruñó Kei, que se estaba atando los zapatos.
–¡A que cobras! –le respondí.

En cuanto salimos al pasillo nos encontramos con Leta, que nos estaba esperando. Se lanzó sobre mí para darme un abrazo.

–¡Felicidades! –me deseó, radiante de felicidad.
–Gracias –contesté abrumado.
–¡Qué guapo te has puesto!
–Yo qué va...
–¿Qué tal? ¿Te sientes raro, distinto...?
Completamente.
–No –mentí–. De momento, todo normal.

Nos fuimos a desayunar. La cafetería estaba como todos los días, nadie me prestó más atención de la habitual. Bueno, nadie excepto Mako, que se acercó para felicitarme y se sentó en la silla que quedaba libre de nuestra mesa de cuatro.

–¡Felicidades, chico del cumple! –dijo mientras dejaba su bandeja.
–Mako... Gracias por acordarte.
–¿Pensabas que se me iba a olvidar? –dijo con fingida indignación–. ¿Qué tal estás?
–Pues bien, como todos los días...
–Como todos no, que casi se desangra en el baño –se rio Kei.
–¡Pero te quieres callar! –le regañé de broma.
–¿Cómo que te desangrabas, qué ha pasado? –preguntó Mako.
–Naaada, que me ha sangrado un poco la nariz, no te preocupes.
–No veas cómo ha dejado el baño –volvió a intervenir Kei.
–¡Pero bueno! ¡Lo habrás limpiado! –dijo Leta.
–Sí, mamá –le contesté con retintín.

Ella me dio un codazo y yo cogí mi taza para taparme la cara mientras bebía y disimular un poco mi vergüenza. Me sentía un poco incómodo con Mako, pero no por su culpa, sino por la mía. Después de todos los esfuerzos que había hecho por evitarla en las últimas semanas, no me merecía que me felicitara el cumpleaños ni que fuera amable conmigo. ¿No debería estar molesta, resentida? ¿No se daba cuenta de que estaba intentando que me echara de su vida por su propio bien? ¿O era yo el que estaba actuando de forma egoísta?

Un cuarto de hora después, terminamos el desayuno y nos despedimos. Mako se fue a su clase y nosotros a la nuestra. Empezaron a llegar los alumnos no internos del Jardín y las clases dieron comienzo un día más. Me felicitó muy poca gente más, entre otros Dreak, un espadachín de cuarto al que conocía desde hacía tiempo, pero al que veía cada vez menos. Por un lado, prefería que se acordara poca gente de mi cumpleaños, porque no me gustaba ser el centro de atención. Pero, por otro, no podía negar que me habría gustado ser solo un poquito más popular...

En cualquier caso, las clases fueron tan anodinas como cualquier otro día. Me había mentalizado de que todo iba a ser diferente, pero llegó la hora de la comida y todo seguía igual. Nadie parecía haber notado nada; el mundo seguía adelante y me arrastraba consigo. Los profesores impartían su temario sin inmiscuirse en nuestras vidas, la gente formaba los mismos grupos de siempre, sonaba el timbre y todo el mundo volvía a sus casas...

Aunque sí que hubo algo distinto. Cuando terminaron las clases, Kei se quedó hablando con Cícar, de modo que bajé a la habitación yo solo. La sensación fue un poco rara, tan acostumbrado como estaba a que Kei me acompañara, pero no me sentí incómodo ni expuesto a ningún peligro. Dejé la mochila junto a mi cama y fui el primero del grupo en llegar al comedor. Justo antes de entrar, vi venir a Belazor por la dirección contraria, mi mirada se cruzó sin querer con la suya. Quise poner cara de disgusto y mirar hacia otro lado, o apretar el paso y entrar al comedor antes de que llegara hasta donde yo estaba y empezara a darme la lata. Era imposible que no se acordara de mi cumpleaños, seguro que insistiría en comer contigo y que lo celebráramos juntos.
Pero Belazor ni sonrió ni se acercó, sino que apartó la vista con arrogancia y siguió caminando en dirección a los dormitorios, sin abrir la boca siquiera.
Durante un segundo, me quedé clavado en el sitio antes de retomar el paso y entrar al comedor. Era raro que Belazor no quisiera hablar conmigo, y más aún en mi propio cumpleaños. ¿Estaría enfadado por algo? ¿Le habría sentado mal que hablara con Lisander en la biblioteca el otro día? ¿O sería que por fin había decidido dejar de seguirme como si fuera mi sombra? Por mi parte, estaba encantado, no digo que no. Es solo que me resultó... raro.

Sentí un pinchazo de remordimiento por dentro. Primero Belazor, después Mako... ¿Y si en realidad estaba siendo una mala persona por alejar de mi lado a los pocos amigos, cada vez menos, que todavía se preocupaban por mí?
Me senté en una mesa vacía, cogí el tenedor y empecé a arañar la servilleta de papel para apartar de mí esos pensamientos hasta que llegaron Leta y Kei. Esta vez no se nos unió Mako, así que dedicamos la conversación a decidir lo que íbamos a hacer en Balamb al día siguiente.

Tras la comida, ya de vuelta en nuestras habitaciones, me dediqué a hacer deberes para adelantar con ellos todo lo posible y no estar tan pillado de tiempo el fin de semana, ya que el viernes no iba ni a tocarlos. Ya se había pasado la emoción del cumpleaños y la rutina de siempre empezaba a asentarse... Al menos hasta las seis de la tarde, momento en el que dos suaves golpes en la puerta me devolvieron a la realidad.

–Esperemos que no sea el plasta de siempre –dijo Kei.
–¿Quién?
–Belazor.
–No... No creo que sea él.

Me acordé de la reacción que había tenido al cruzarse antes conmigo. Tenía que estar muy enfadado para haberse comportado así. Aunque eso significaba que dejaría de venir a molestarme, ¿no?

Mejor así– pensé.

Me levanté de la cama y abrí la puerta. Me encontré a Ryuzaki, al que no supe si saludar con una sonrisa de alivio porque no era Belazor, de ilusión porque había venido a verme, con una mueca de resentimiento por no haberme dicho nada del secuestro, o de preocupación por si venía a decírmelo en aquel momento. Lo que me llamó la atención fue que con el brazo izquierdo sostenía un paquete sujeto a la cintura. Se me encendieron los ojos cuando vi que estaba envuelto en papel de colores.

–Feliz cumpleaños –me deseó.
–Gracias, Ryuzaki –le sonreí.
–Este regalo es de parte de Redea.
–¡Gracias!

Me tendió el paquete y no me avergüenza reconocer que intenté poner las manos justo encima de las suyas para poder rozarle los dedos. Los tenía muy fríos al tacto, pero el contacto no me resultó desagradable. Cuando tuve el paquete bien sujeto, él retiró las manos con naturalidad y me ruboricé un poco. Me quedé mirando al suelo, sin atreverme a alzar la mirada, hasta que noté una mano en el hombro.

–Voy un momento a la zona de entrenamiento –me dijo Kei–, creo que me he dejado una cosa.
–Vale –le dije.

Se alejó por el pasillo y Ryuzaki me habló.

–¿No lo vas a abrir?
–¿Qué? ¡Ah, sí!

Metí el regalo en la habitación y lo coloqué sobre mi cama. Era un paquete de tamaño mediano, de los que dejan su posible contenido completamente a la imaginación. Rasgué el papel, expectante por lo que me estuviera esperando dentro, y me encontré con una caja de cartón. Levanté la tapa y vi...

–¡Unas botas!

Las saqué de la caja. Eran dos botas de color marrón oscuro, de mi número y con suela firme y resistente. Parecían muy simples, pero me encantaron.

–Son geniales, de verdad.
–¿No te las vas a probar? –preguntó Ryuzaki, que seguía plantado en el marco de la puerta.

Me senté en la cama y me quité el zapato derecho. Mientras me desataba los cordones, me di cuenta de que tenía una pequeña mancha en el lateral del zapato.

Ojalá los hubiera limpiado mejor esta mañana. Espero que no se haya fijado...

Puse la bota derecha en el suelo y me agaché para meter el pie y abrochar los cordones. Al hacerlo, vi por el rabillo del ojo que Ryuzaki estaba descalzo, como siempre, y sentí una extraña camaradería hacia él por haberme quitado el zapato. Por un momento pensé en quitarme el otro también, pero no venía a cuento.
Cuando metí el pie en la bota, noté que había algo dentro. Lo saqué, metí la mano y encontré una pequeña tarjeta de felicitación.

“Hola, tesoro:
Siento no poder estar contigo en este momento tan importante de tu vida.
Recuerda que te quiero y te tengo siempre presente.
Mamá Rede”.

Sonreí con ternura al ver la nota. Me la guardé en el bolsillo y volví a ponerme la bota. Una vez abrochada, me levanté para evaluar cómo me quedaba y la respuesta era... genial. Se me ajustaba como un guante: no me apretaba, pero tampoco me bailaba. Me llegaba justo hasta el comienzo de la pantorrilla y la suela me hacía parecer un centímetro más alto, que puede parecer una tontería, pero a los bajitos nos hacen ilusión esas cosas. Además, tenía forro interno, así que eran unas botas perfectas para el invierno. En diciembre solía nevar por la zona, así que podía sacarles mucho partido.

–Muchísimas gracias, Ryuzaki.
–Te recuerdo que el regalo es de Redea, no mío.
–Bueno, pues gracias por traérmelas.
–Solo cumplo con mi trabajo.
¿No puedes aceptar el cumplido y ya está...?
–¿Te gustaría acompañarme un momento? –me preguntó.
–¡Sí, claro!

Ni siquiera le pregunté dónde quería llevarme. Sin pensármelo dos veces, cogí la llave y me sorprendí al notar que cojeaba. Todavía llevaba puesto uno de mis zapatos normales y una bota.

–Espera, que me cambio de calzado –le dije, un poco avergonzado.

Para no hacerle esperar, me quité la bota y me puse el otro zapato en lugar de ponerme la otra bota, por mucho que me apeteciera estrenarlas. Me puse la sudadera de por la mañana, me guardé la llave y salí de la habitación.

–¿Has pasado un buen día? –me preguntó mientras echábamos a andar–. No se hace uno mayor de edad todos los días.
–Ha sido un día muy bueno, la verdad.
–Está a punto de dar comienzo una etapa muy importante de tu vida.
–Lo sé.

Me llevó hasta el patio, que ya estaba casi en penumbra, apenas iluminado por los pocos rayos del sol que aún se resistían a desaparecer. Mis ojos tardaron unos segundos en adaptarse a la oscuridad.

–¿No tienes frío yendo descalzo? –le pregunté al darme cuenta de que estábamos pisando roca fría.
–Te acabas acostumbrando –se limitó a contestar, y no hice más preguntas.

Nos sentamos en un banco alejado, que no se podía ver desde el interior del Jardín. Me pregunté si Ryuzaki sabía que prefería tener privacidad, si era él mismo quien la buscaba o si nos sentamos allí solo por casualidad. Tampoco es que me importara mucho: estábamos sentados el uno al lado del otro, y con eso me bastaba. Mantuve la vista fija en el suelo, en mis zapatos. Me habría encantado girar la vista hacia él, pero me daba vergüenza mirarle. Qué coño, toda aquella situación me daba vergüenza.

–Recuerdo el día en que llegaste al Jardín –dijo al cabo unos segundos–. Estabas tan nervioso... Todo te llamaba la atención.
–No recuerdo mucho de mis primeros días aquí. Pero sí que estaba nervioso, sobre todo después de irme del orfanato. Pensaba que venía a un sitio horrible... Pero aquí he aprendido todo lo que sé y me he hecho más fuerte. Se lo debo todo al director Cid y a Redea.
–No todos son tan afortunados de tener padres como los tuyos.
–Lo sé. Supongo que al final sí que tuve suerte.

Sentía algo muy extraño cada vez que estaba cerca de Ryuzaki, ya me había dado cuenta hacía tiempo. Sentía un intenso calor en la cara y el pecho. Quería mirar sus ojos, acercar mi rostro al suyo y...

–A lo mejor ha sido una mala idea venir aquí –dijo–. ¿No tienes frío?
–No, para nada –y no mentí al decirlo–. Todo está bien.
–De acuerdo.

Nos quedamos de nuevo en silencio. Quería decirle tantas cosas... pero no me salían. Quería abrazarme a él, sentir los latidos de su corazón, su aliento...

Pero ¿qué narices estoy pensando?
–¿Te encuentras bien? –me preguntó Ryuzaki.
–No... ¡O sea, sí! Solo estoy un poco cansado.
–Entiendo. Estarás agotado después de toda la semana.
–No, no tampoco eso...
–Volvamos a tu habitación, ¿te parece bien?
–¡Que no es eso! ¡Yo quiero...! Quiero seguir aquí... contigo.

Ryuzaki pareció comprender y adoptó una postura más relajada. Apoyé las manos detrás de mí, eché la espalda hacia atrás y levanté la mirada al cielo, que había adquirido una tonalidad añil y empezaba a mostrar diversos puntos blancos. Era un momento único y sabía que jamás volvería a repetirse, pero era bonito pensar que, por un efímero instante, nuestros ojos miraban la misma estrella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario