Antes de nada...



Ni el Jardín de Balamb, ni Moltres ni muchos de los personajes, situaciones, lugares, objetos y conversaciones y que aparecen en este blog me pertenecen y en ningún momento doy ninguno de ellos por propio.
Por lo tanto, no plagio nada. Yo solo soy dueño de este blog.

21 de diciembre de 2010

XVII: Conversaciones de biblioteca

Los días siguientes al incidente del sótano me vi obligado a volver a clase contra mi voluntad. Había dejado de sentirme seguro en el Jardín, pero no podía comentar lo sucedido con nadie. ¿Qué profesor me iba a tomar en serio, qué excusa les pondría a mis compañeros de clase? Lo único que iba a conseguir es darle al responsable de mi secuestro la satisfacción de verme asustado.
Para mi desgracia, nada cambió. Por más que me había imaginado una escena en la que la policía irrumpía en el Jardín y se llevaba detenido a alguien del personal, no tenía muchas esperanzas de que ocurriera. De hecho, ni siquiera vi policías en todo ese tiempo: no vinieron a tomarme declaración, ni a vigilar el Jardín ni nada de nada. Era como si nunca hubiera estado encerrado. ¿Se lo habrían creído Leta y Kei? A lo mejor pensaban que me lo había inventado todo para llamar la atención.
Los primeros días me acercaba a preguntar a Ryuzaki cada vez que me cruzaba con él, pero siempre me contestaba lo mismo:

–La investigación sigue en curso.

No sabía si es que no estaba autorizado a darme información, si me la ocultaba para no preocuparme o si directamente estaba ignorando el asunto, pero al final me harté de ir detrás de él y me resigné a vivir con miedo en el que consideraba mi hogar.
Por suerte, contaba con el apoyo de Kei. Se sentía responsable de lo que me había pasado, aunque yo le insistía en que no era culpa suya y que ni siquiera sabíamos quién estaba detrás del incidente. Habíamos retomado los entrenamientos en los pocos ratos libres que teníamos y me esforzaba al máximo en ellos, pero me desmotivaba al pensar que las otras veces que me había visto en peligro no me habían servido de nada. En cualquier caso, Kei me acompañaba a casi todas partes, pero yo procuraba aprovechar los escasos minutos que me quedaba a solas en la habitación (cuando él se metía al baño, por ejemplo) para agacharme frente al armario y asegurarme de que el collar de Moltres seguía grapado ahí debajo. Acariciaba la tela con los dedos y me sentía un poco mejor.

También tenía la sensación de que mis compañeros de clase habían empezado a evitarme. No sabía si estaban enfadados conmigo por el cambio en el reglamento de las salidas o si era yo el que, en mi empeño por buscar cómplices del secuestro, trataba de evitarlos todo lo posible.
Poco a poco, intenté razonar que nadie quería mi cabeza. No tenía sentido que me hubieran atacado ahora, que me faltaban pocos meses para graduarme y abandonar el Jardín, momento a partir del cual sería mucho menos arriesgado venir a por mí. Si el grupo militar que secuestró al padre de Kei fue capaz de infiltrarse en el Jardín para encerrarme, habría sido más fácil que fueran directamente a por él y no a por mí, así que no le veía la lógica. La posibilidad que más sentido tenía era que el culpable fuera Seymour, pero ¿qué podía querer de mí? ¿El collar de Moltres? Si me lo hubiera quitado cuando me pilló con él en el patio, no habría sido capaz de impedírselo. La opción que parecía más razonable era que todo hubiera sido culpa de un fallo eléctrico, como sugirió Ryuzaki. Me había quedado encerrado por casualidad y no había más misterio. Pero cada vez que me acordaba de las puertas abriéndose y cerrándose de golpe delante de mí me convencía más de que no había podido ser un accidente.
Por más que trataba de tranquilizarme, empecé a observar con recelo a todo el mundo, pues no sabía en quién podía confiar y en quién no. Aprovechaba las clases o el comedor para tomar nota de los movimientos de la gente, de su comportamiento, de su forma de hablar, de cualquier cosa que me permitiera confirmar o descartar sospechosos.

Aquel día le tocaba a Gawain, uno de mis compañeros de clase. Era lunes y la semana había empezado por todo lo alto: con otra soporífera clase de historia de la profesora Grudo. Pero aquel día la lección me importaba menos que nunca: estaba más interesado en observar a ese chico.

Gawain estaba sentado dos filas por delante de mí, pero le veía perfectamente desde mi posición. Era caballero de profesión, lo que significaba que en combate utilizaba una táctica defensiva que complementaba con habilidades ofensivas... y que tenía motivos de sobra para dárselas de noble y de presumido. No me gustaba hablar con él, porque iba de entendido fuera cual fuera el tema de conversación, y siempre tenía que llevar la razón.
Tenía el pelo de color castaño claro, lo llevaba corto y le quedaba mucho mejor de lo que me gustaría admitir. Sus ojos eran azules, perfilados por dos cejas finas y elegantes. Me fijé también en la curva de su oreja, que parecía un poco enrojecida. A lo largo de los pómulos le empezaban a nacer unos cuantos pelos sueltos de lo que sería una futura barba. Me acaricié inconscientemente las patillas y la barbilla, como para comprobar que yo aún no tenía barba, aunque no estaba seguro de si habría preferido tener más o menos que él. Si hubiera tenido más, probablemente pensaría en lo mal que me quedaba y que debería afeitarme para no hacer el ridículo, mientras que teniendo menos me sentía inferior, como si estuviera mucho más lejos que él de convertirme en adulto.
Movió la mano para rascarse el lóbulo y algo en su muñeca reflejó la luz de las bombillas. Llevaba un reloj de plata. O a lo mejor no era de plata, pero brillaba como si lo fuera. Bajé la vista hacia mi muñeca. Yo llevaba un simple reloj digital con correa de plástico. Agaché la vista y me fijé en sus zapatos. Tenía los tobillos cruzados hacia atrás y los movía con inquietud. Las suelas de sus zapatos eran bastante grandes, debía de calzar un cuarenta y algo, y estaban completamente blancas, como si los zapatos fueran nuevos. Estiré mi pierna derecha a un lado de la silla y miré mi zapato de reojo. Ya tenía por lo menos un año y se notaba: estaba sucio, descolorido y presentaba bastantes grietas por el uso. Oí risitas a mi espalda y pensé que mis compañeros se estaban burlando de mí, o que se reían porque estaba mirando a Gawain, y agaché la cabeza mientras todo el cuerpo me empezaba a picar por culpa del pudor.

Quise pensar que no importaban ni mi aspecto ni mi ropa, que estaba en el Jardín para aprender y convertirme en un miembro útil de la sociedad... pero era fácil decirlo. Me sentía ridículo en comparación con Gawain, muy inferior a él. Para empezar, él era mucho más guapo, con sus ojos claros y su sonrisa afable. No era el tipo de belleza que me resultaba atractiva, como me pasaba con Ryuzaki y con el dragontino, sino el tipo de belleza que no tienes más remedio que admitir, aunque no sea tu tipo. El pelo le quedaba genial, mientras que yo me dejaba las greñas largas porque me daba pereza cortármelo y, cuando por fin lo hacía, me veía aún peor que antes. Él vestía de forma mucho más elegante que yo, que solo tenía la poca ropa que me podía comprar con la pensión de orfandad. No podía permitirme lujos como ropa de marca ni zapatos brillantes, sino que tiraba por lo práctico: camisetas anchas, pantalones cómodos y calzado deportivo; ropa que me permitía moverme con libertad y me iba a durar más tiempo que, por ejemplo, unos vaqueros.
Una gran desazón se apoderó de mí. Me sentí diminuto, insignificante en un mundo en el que no importaba. Siempre había soñado con ser Seed, alcanzar renombre y convertirme en una persona a la que la sociedad admirase... pero en aquel momento me parecía un objetivo inalcanzable. ¿Cómo iba a destacar entre Seeds más capaces y atractivos que yo, como Gawain, o más organizados y responsables, como Leta, o más fuertes y que inspirasen más confianza, como Kei? ¿Quién iba a contratar a un soldado que hiciera magia cuando cualquiera puede tirar granadas para imitar la magia Piro, o comprarse un táser y dar chispazos como si fuera Electro, o soltar un manguerazo a modo del hechizo Aqua?

Solo estás celoso de Gawain porque tiene familia y dinero, no porque de verdad sea mejor que tú –me dije–. Todo esto no son más que nervios: entre lo del sótano y que se acercan los exámenes estás muy nervioso y por eso la estás tomando con todo el mundo.

Pero sabía que era mentira. No estaba nervioso, sino desmotivado. Mi complejo de inferioridad estaba empezando a ganar la batalla contra mi autoestima. Pensaba que jamás iba a estar al nivel de los demás, jamás lograría igualarlos. Hiciera lo que hiciera, siempre iba a estar por debajo, no había forma de evitarlo. Llegados a ese punto... ¿no sería mejor rendirse y darlo todo por perdido?
 
–Así que a la imbécil de la reina Brahne –narraba mientras tanto la profesora– no se le ocurrió otra cosa que declararle la guerra a Lindblum. Y digo "imbécil" porque no hay otra palabra para definirla. Pero esto no me lo pongáis en el examen, ¿eh? ¿Estáis tomando nota? No, ¿verdad?

Saqué a desgana una hoja en blanco de mi carpeta para empezar a tomar apuntes y vi que solo me quedaban dos. Tenía que coger unas cuantas cuando volviera a la habitación, así que abrí mi agenda y anoté “coger más hojas”. Al hacerlo, me fijé en la fecha. Era 16 de noviembre. Esa semana cumplía los dieciocho años.

–¿Te cuento una cosa? –le pregunté a Kei, que estaba en la mesa de al lado.

No me hizo caso. Giré la cabeza para volver a llamarle y me quedé atónito al ver lo que estaba haciendo. Entre sus papeles y bolis había un par de tornillos. Él tenía un destornillador en la mano y lo giraba con brío por debajo de la mesa, pero tenía la vista fija al frente, para que no se notara lo que estaba haciendo. Las risitas de antes se repitieron; se habían estado riendo de lo que hacía Kei, no de mí.

–¡...! –no sé si lo que reprimí era un grito o una carcajada.
–Chitón –me dijo sin desviar la mirada–. ¿Qué pasa?
–No, la fecha. No me había dado cuenta, pero esta semana es mi cumple.
–Ya te vale, mira que olvidarte de tu propio cumpleaños...
–Ya, bueno, he estado muy ocupado encerrado en sótanos –nos empezamos a reír.
–A ver, vosotros dos –nos cortó la profesora, y se hizo el silencio en el aula mientras varios pares de ojos se giraban hacia nosotros–. ¿Queréis contar el chiste en alto, para que se ría toda la clase?
–Perdón –me disculpé rápidamente y agaché la cabeza sobre mi hoja en blanco.
–Más os valía estar tomando nota, que no os he visto hacer nada en lo que va de curso –nos riñó antes de proseguir con la lección.

Me sentí un poco avergonzado, pero la sensación duró poco. Mientras ella se esforzaba en explicar la clase con todo su esfuerzo, yo le correspondía tratando de evadirme de ella con todas mis ganas. Y mi mente voló una vez más, lejos del aula y de las demás personas allí presentes.

Lunes 16 de noviembre. Tenía los días contados antes de cumplir la mayoría de edad. Por un lado, era algo bueno, porque suponía cierta independencia y privilegios. Por ejemplo, podía salir del Jardín los días libres sin necesidad de pedir autorizaciones. Es cierto que salía poco, y Redea nunca se había negado a firmarlas, pero prefería no molestarla por tonterías, y era un alivio saber que disponía de esa libertad. Además, uno de los requisitos para convertirse en Seed era ser mayor de edad. Si alguien superaba las pruebas siendo menor, no podía ejercer como tal hasta cumplir los dieciocho.
Por otro lado, la mayoría de edad implicaba cierta seriedad. Llegaba la hora de la verdad, se acababan todos los tratos infantiles: iba a ser un adulto sujeto a normas y responsabilidades, el responsable directo de todas mis acciones.
En realidad, el cambio era más simbólico que otra cosa, porque sabía que mi vida no iba a cambiar de la noche a la mañana. Pero, aun así, esos últimos días como menor de edad me sentí... ¿cómo definirlo? ¿Expectante, como cuando se acerca el Año Nuevo y sientes que todo va a ser diferente? Supongo que el tiempo ha borrado las palabras con las que quería describirlo.

Después de otros cuarenta minutos que se me hicieron eternos, el timbre decidió sonar y poner fin al suplicio de aquella clase. Me estiré, recogí mis cosas y me acerqué a Kei.

–¡¿Estabas desmontando la puta mesa?! –le grité.
–¿No me creías capaz o qué?

Cícar se acercó a nosotros. Era otro compañero de clase, un guerrero alto, aunque no tanto como Kei, de tez morena y con el pelo negro y muy corto. Al verle, me aparté y volví a mi sitio, no porque le tuviera manía ni porque me cayera mal, sino porque... ¿y si el secuestrador era él?

–Macho, eres de lo que no hay –se rio Cícar, que le puso una mano en el hombro a Kei–. ¿Cómo se te ha ocurrido?
–Tengo experiencia, en mi Jardín viejo lo hacía todo el rato –presumió Kei.

Intenté no prestar atención a su conversación. En su lugar, abrí la agenda y empecé a dibujar estrellas y símbolos llenos de picos y de curvas hasta que noté una presencia a mi lado. Me acobardé hasta que vi que era Kei.

–¿Qué me ibas a contar? –preguntó.
–¿Eh? Ah, no, nada... Que esta semana es mi cumple.
–¿Qué tenías pensado hacer?
–Nada, la verdad.
–Pues el viernes nos vamos a Balamb a celebrarlo, ¿va?
–¿Qué? Vale, pero... mi cumple es el jueves –le contesté.
–Pero los jueves no dejan salir, hay clase al día siguiente.
–Cierto. Aunque tampoco hay mucho que hacer en Balamb...
–Eso es lo de menos, la cosa es salir y que nos dé el aire.
–Vale, puede estar bien.
–Nos podemos quedar en el Jardín si lo prefieres. Seguro que al tartaja le hace ilusión –me vaciló.
–Ahora que lo dices, me han hablado de un restaurante buenísimo en Balamb...

Kei se rio con fuerza.

–En realidad, sin contar lo de la Caverna de las Llamas, llevo desde principio de curso sin salir del Jardín –expliqué.
–Me acuerdo. Yo por lo de Saturos, pero, si no, igual que tú.
–Vaya par de antisociales estamos hechos.
–La sociedad es una mierda –me contestó.
–Pues sí. A la hora de comer se lo digo a Leta y miramos cuándo nos viene mejor.
–¿Y a quién más vas a invitar?
–A nadie –contesté algo confuso, como si me hubiera preguntado de qué color es el cielo. ¿No era evidente la respuesta?
–Macho, qué tristeza –dijo Kei–. ¿Tu otra amiga del orfanato no viene?
–¿Mako? Es de segundo grado, necesitaría un permiso especial.
–Coño, va con el mejor equipo de combate del Jardín, más segura no va a estar.
–Puedo preguntar a un profesor...

Eso dije, pero en realidad no pensaba preguntarle a nadie. Estaba empezando a alejarme de Mako poco a poco. No quería que se viera involucrada en secuestros ni en espíritus legendarios, pero, por encima de todo, había decidido salir de su vida. Cuatro años de diferencia implicaban que apenas coincidíamos, así que para cuando me hubiera ido no notaría mi ausencia. Estaba intentando acelerar el proceso sin decirle nada a ella, evitándola o cortando nuestras conversaciones antes de tiempo. Tenía otras amigas, otra vida. Decidí que ya no me necesitaba.
 
Además, seguro que deja de hablarme en algún momento del futuro. Como el resto de gente del orfanato... y de mi clase.

A la hora de comer, le comentamos el plan de mi cumpleaños a Leta, que comenzó a sugerir varios sitios en Balamb. Como Kei solo había estado allí dos veces y yo apenas salía, ninguno de los dos teníamos mucha idea de lo que decía. Yo quería buscar un sitio tranquilo y no muy caro para una cena sencilla, pero Leta nos habló de una feria artesanal que se celebraba el fin de semana. No era un especial admirador del tema, pero no perdíamos nada por probar. Además, lo importante, como había dicho Kei, era salir y despejarnos, olvidarme durante unas horas de Moltres, del sótano, del padre de Kei... y de que era un inútil sin futuro.

Aquella tarde la pasé estudiando en la biblioteca. Me las estaba arreglando bastante mejor de lo que me esperaba en la mayoría de asignaturas, pero tenía que ponerme las pilas en historia y filosofía. Me consolaba pensando que la teoría era lo difícil y que, en cuanto terminara el trimestre, empezaríamos con la práctica, que era mucho más amena, aunque también más exigente.
Al entrar en la biblioteca, me acordé de la conversación que tuve allí con Ryuzaki. “Necesito que confíes en mí”, me había dicho... Como si me hubiera servido de algo hasta el momento.
Me senté en la mesa que estaba más lejos de la que ocupé cuando entré con él, como para alejar el recuerdo, aunque tampoco había mucho espacio libre para elegir. Cuanto más se acercaban las evaluaciones, más gente iba a estudiar, a hacer deberes o, sencillamente, a leer. O así debía ser en la teoría. En la práctica se dedicaban a hablar en susurros que subían gradualmente de volumen y frecuencia hasta convertirse en cuchicheos y que continuaban exagerándose hasta que el profesor de guardia de turno tenía que ordenar silencio y sofocaba el ruido. Aunque solo durante un par de minutos, tras los cuales el ritual volvía a dar comienzo.
Aquel día no era una excepción. Yo estaba sentado en una mesa con una chica pequeña que ni siquiera me sonaba de vista. Intentaba, sin éxito, meterme en la cabeza batallas, fechas y personajes célebres que habían protagonizado los últimos siglos y, por si no me resultara ya bastante difícil, los odiosos susurros y risitas me quemaban todavía más. Solté un suspiro de exasperación.

–Buenas –me susurró una voz–. ¿Te importa si me siento?

Estaba tan ensimismado que pegué un respingo cuando lo escuché.

–No, claro.
–Gracias.

El dueño de la voz se descolgó la mochila del hombro y sentó a mi lado. Cuando lo hizo, un color muy intenso que provenía de su dirección atrajo mi mirada, así que miré de reojo para verlo mejor, pero eran solo unas muñequeras de color naranja.
Espera. ¿A quién conocía yo utilizaba muñequeras naranjas?
Miré hacia arriba y descubrí que el chico que me había hablado era el dragontino. Iba vestido igual que siempre: de negro y con sus distintivas muñequeras. Tenía la piel un poco pálida y lo parecía aún más en contraste con su ropa negra. El pelo, igual de negro, le caía por la espalda formando ondas curiosas. Nunca le había visto tan de cerca, ahora me podía fijar en que tenía la nariz y la barbilla afiladas y bien definidas.

–¡Ah! Hola –le saludé para no parecer inapropiado por mirarle tan de cerca.
–Hola. Eres el que desapareció hace poco, ¿verdad?
¿Ahora me he ganado un mote?
–Supongo –le respondí.
–Te he visto muchas veces, pero no nos hemos presentado. Me llamo Lisander.
 
Me tendió la mano. ¿Había venido a burlarse de mí por lo del sótano o solo pretendía ser amable? Para no darle motivos de sospecha, se la estreché, pero con poca fuerza, por si llevaba las muñequeras por recomendación médica y no por estética.

–Dívdax –respondí.
–Tenía curiosidad por hablar contigo. ¿Ya estás mejor? –me preguntó.
–¿Mejor de qué?
–La última vez te vi en la enfermería. Tenías un brazo mal, si no me equivoco.
–¡Ah! Sí. Sí, ya lo tengo mejor, gracias –me arremangué y lo estiré para que lo viera–. ¿Y tú? Supongo que tampoco estabas allí por gusto.
–Me dio un bajón de azúcar –me explicó.
–Vaya.
–No fue nada. Tuve suerte de que Belazor estuviera pendiente, se dio cuenta de que estaba malo antes que yo.
–¿Cómo? Ah, claro. Eres su nuevo compañero de habitación, ¿verdad?
–Sí. Tú el viejo, ¿no?
–Sí. Espero que te sea leve estar con él.
–Es un poco maniático, pero es llevadero.
–Bueno, tú espérate a que coja confianza...

Sonreí por mi broma, pero no sé si le hizo gracia.

–Pues sí, Belazor es muy atento para esas cosas –continué para quitarle hierro al asunto–. Por lo de tu bajón de azúcar, digo. Hubo un día que me aconsejó que no comiera carne, dijo que me iba a sentar mal. No le hice caso y me pasé toda la noche con retortijones.
–Lo sé, me lo ha contado.
–¿Sí?
–Habla mucho de ti.
–Espero que no te haya contado nada vergonzoso...
–No, no te preocupes.

Lisander sacó un libro y un cuaderno de la mochila, los abrió y comenzó a escribir. Me odié por traicionar a mis principios y al silencio de la biblioteca, pero me parecía antipático terminar la conversación tan de golpe. Además, había algo que quería saber.

–Oye... ¿te puedo preguntar algo?
–Claro, dime.
–¿Es verdad que eres un dragontino?
–Sí. Pensaba que ya lo sabía todo el Jardín.
–No, yo no. ¿Cómo es? Quiero decir, ¿qué tipo de disciplina? Sin magia, ¿no?
–Exacto. Hombre, puedo aprender hechizos fáciles, como Aero y Cura, pero en principio es sin magia.
–Ya veo. Gracias.
–No hay de qué.
Así que es un dragontino de verdad... Parece que los rumores eran ciertos. ¿Qué profesor le instruirá? Porque eso de los saltos...
–Tú eres mago negro, ¿no?
–¿Qué? Ah, sí. Y de los mejores –añadí con picardía.
–Eso está bien. Mi madre también era maga negra.
¿Qué respondo a eso? Ha dicho "era"... ¿Será que ha dejado la profesión, o algo peor? ¿Qué le digo? ¡Lo que sea, pero rápido, no te quedes callado!
–¿Hacía magia elemental o no elemental?
–Creo que más que nada no elemental.
–¿Magia azul? ¿De tiempo-espacio?
–No lo recuerdo. Era una maga muy fuerte, pero le gustaba mucho experimentar y... un día uno de los hechizos le salió mal. Yo tenía nueve años.
–Oh... Tuvo que ser... muy duro. Siento haber preguntado.
–Fue terrible. Pero me queda mi padre. Él fue quien me convenció para que me convirtiera en dragontino. O draconarius, como lo llama él.
–Al menos te queda tu padre. Yo soy huérfano, no llegué a conocer a ninguno de los dos.
–Sí, Belazor me ha contado que os conocéis del orfanato. Lo siento.
–No te preocupes. Redea nos cuidaba muy bien, es como si fuera mi auténtica madre.
–¿Quién es Redea?
–Nuestra madre adoptiva, la mujer del director Cid.

La conversación volvió a morir y esta vez no intenté reanudarla. De algún modo, las conversaciones de una biblioteca no tienen un final determinado. Intenté volver a lo mío, pero si ya me costaba estudiar con el jaleo reinante no digamos ya con Lisander al lado. Parecía concentrado en sus deberes, pero para mí era una incógnita que tenía mucho interés en descifrar. O a lo mejor es simplemente que me parecía mono. Por un momento se me pasó por la cabeza invitarle a venir con nosotros a Balamb, pero me parecía muy inapropiado. Acabábamos de conocernos, seguro que no le apetecía pasar la tarde con tres desconocidos... y, sobre todo, no quería arriesgarme a que Belazor se enterase e intentara acoplarse. Leta no me dejaría decirle que no.
Le miré de reojo, porque no me atrevía a mirarle directamente a la cara, de modo que solo me fijé en sus manos: tenía la izquierda apoyada en la mesa, junto al cuaderno, y se sujetaba la cabeza con la derecha mientras leía. Tenía los dedos muy finos, no me lo habían parecido tanto al estrecharle la mano.

De modo que se confirmaba que era dragontino. Éramos como dos polos opuestos: él era un guerrero que aprovechaba las alturas y la energía de la caída para acercarse a gran velocidad y atacar, mientras que yo hacía daño a distancia y me daban miedo las alturas. Yo era huérfano, pero tenía a Redea, que era como una madre para mí y que me enseñó el don de la magia, mientras que a él la magia le quitó a su madre y solo le quedaba su padre, que le había instado a convertirse en dragontino. O draconarius, lo mismo daba.
No, en realidad no daba lo mismo: si la memoria no me fallaba, los draconarii, plural correcto de draconarius, iniciaron la tradición de su arte y eran tremendamente fuertes, cabalgaban sobre auténticos dragones. Los dragontinos, sus sucesores, eran más débiles, debido fundamentalmente a la escasez de dragones. Hacía unos doscientos años que estas criaturas se habían convertido en una especie protegida y, como consecuencia, también descendió el número de draconarii, que tuvieron que buscar un nuevo modo de combate y así fue como se convirtieron en dragontinos. Al mismo tiempo, como es evidente, aumentó el precio de las espadas, corazas y pócimas y todo tipo de artículos elaborados con dientes, escamas, huesos y otras partes de dragones.
 
Ya te podías saber el examen de historia igual de bien que la vida de los dragones, capullo –me regañé–. La guerra de Alexandria dio comienzo en 1800, año en que la compañía de teatro Tantalus secuestró a la princesa Garnet...

No sé cómo lo hice, pero conseguí aprobar aquel examen. Por los pelos, sí, pero un aprobado es un aprobado. Un examen menos en mi camino hacia el futuro.

14 de diciembre de 2010

XVI: Confianza

Aquella noche apenas dormí. No tardé en caer presa del agotamiento, pero, en cuanto descansé lo suficiente para que mi cerebro reaccionara, volvió la sensación de miedo y no era capaz de cerrar los ojos. Perdí la cuenta de las veces que me giré en la cama para asegurarme de que la puerta seguía cerrada y de que no había entrado nadie.
En mitad de la noche me levanté para deshacer la cama y poner la almohada en el lado contrario, para poder vigilar la puerta en todo momento. Usé el collar de Moltres para iluminarme y no tener que encender la luz y despertar a Kei. Aun así, en mi nueva posición seguía intranquilo. Me fijaba en cada sombra de la habitación, en cada objeto: el armario, la espada de Kei, mis zapatos... ¿Se había movido el pomo? ¿Esa mancha del suelo estaba ahí antes?
Estaba exhausto, no paraba de dar cabezadas y me dolían los ojos de tenerlos tanto rato abiertos, pero el miedo me impedía cerrarlos más de unos segundos. Sacaba y volvía a guardar constantemente el collar de Moltres como si fuera un amuleto protector. Al final me quedé sentado en una esquina de la cama y dormitaba a ratos, cada vez que el sueño podía más que el miedo, pero el descanso siempre era breve y estaba lleno de pesadillas.

Cuando los rayos del sol empezaron a colarse por la ventana, yo ya llevaba un rato tumbado bocarriba, con los brazos en cruz y la vista fija en el techo. Estaba claro que no iba a descansar, así que decidí levantarme. Me metí en el baño y al otro lado del espejo me saludó un zombi. Estaba pálido, despeinado, tenía los ojos enrojecidos y me habían salido unas ojeras que poco tenían que envidiar a las de Ryuzaki. Me lavé la cara, me peiné como pude y volví a la cama, sin dejar de bostezar en ningún momento del proceso.
Me fijé en el brillo del collar asomando por detrás del colchón. Era la oportunidad perfecta para esconderlo sin tener que salir de la habitación y sin hacer partícipe a Kei, aunque, por desgracia, ya sabía que tenía el collar... Pero eso era lo de menos.
Empecé a pensar. Para empezar, el brillo podía delatar su posición, así que tenía taparlo por todos los ángulos. La idea era no volver a utilizarlo salvo casos de extrema necesidad, por eso no quería tirarlo detrás del armario y que quedara fuera de mi alcance, pero tampoco quería esconderlo en lugares muy evidentes, como debajo de mi cama.

Ahora me vendría muy bien que los cajones de la mesa tuvieran doble fondo, como en los libros de misterio...

Eso me dio una idea. Abrí los cajones tan en silencio como me fue posible y rebusqué hasta que encontré una grapadora. La abrí y me aseguré de que tuviera grapas. También saqué unas tijeras. Después abrí mi cajón de las camisetas y las fui sacando hasta que encontré una bastante vieja que se me había quedado pequeña y no me dejaba mover bien los brazos. Además, era de color negro, así que me venía de perlas. Guardé todas las demás y me metí en el baño con esa, cerré la puerta para tapar cualquier posible ruido y corté una de las mangas. Ahora tenía un pequeño rollo de tela. La siguiente parte era la más complicada: separarme del collar.
 
–Aquí estarás a salvo– le susurré a Moltres.
 
Lo acaricié con cuidado, limpié bien la joya y la metí en la manga cortada. Doblé los bordes hacia dentro y los grapé varias veces para asegurarme de que el collar no se pudiera caer. Una vez hecho esto, apagué la luz y comprobé que la tela tapaba el brillo por completo. Aún se podía entrever un poco, como cuando enciendes una linterna y la tapas con la camiseta, pero el lugar donde pensaba guardarlo disimularía ese pequeño brillo.

Salí del baño y volví a asegurarme de que Kei seguía durmiendo. Me agaché delante del armario con el trozo de tela en las manos. El armario de nuestra habitación no estaba empotrado y tenía un hueco vacío por debajo, entre las patas. Mi objetivo era grapar la tela en la parte de abajo, pero no lo conseguía porque se me caía todo el rato, así que me acabé tumbando bocarriba, como un mecánico con un coche. La habitación seguía en penumbra, así que tuve que acariciar el fondo del armario y el borde de la tela con los dedos para asegurarme de que la dejaba fija donde yo quería. Cuando lo conseguí, puse una grapa a cada lado y paré en seco por si despertaba a Kei. No se inmutó, de modo que puse varias grapas más, hasta que comprobé que la tela no se caía.

Ahora espero que no me vuelvan a secuestrar –pensé.

Dejé caer las manos a los lados y de repente me sentí muy cansado, aunque supuse que se debía más al bajón de adrenalina que a lo poco que había dormido. Me levanté, guardé la grapadora y las tijeras y enrollé la camiseta vieja para tirarla luego.
 
Una vez recogido todo, me senté en la cama. Me tumbé un momento, cerré los ojos y me dormí sin darme cuenta, pero esta vez sí conseguí descansar. Cuando me desperté, el reloj ya marcaba casi las ocho.

La enfermería tiene que estar a punto de abrir. Es mejor que no vaya solo, pero... ¿Le digo algo a Kei? No quiero despertarle, pero seguro que si se entera de que he ido yo solo me echa la bronca.

Llegué a pensar en ir a la habitación de Leta para pedírselo a ella, pero, si no quería despertar a Kei, mucho menos a ella y a su compañera. Me vestí y me quedé sentado en el borde de la cama por lo menos diez minutos más, por si daba la casualidad de que se despertara justo en ese rato, pero finalmente tomé la decisión de ir sin compañía. Caminaría rápido y así nadie tendría tiempo de atacarme. Pero...
Para no arriesgarme, cogí a Estrella Fulgurante. Me guardé la llave de la habitación en el bolsillo y abrí la puerta.

–Creía que las instrucciones habían sido claras –dijo una voz al otro lado.
–¡Ryuzaki! –grité. Apreté los labios para no hacer ruido y cerré la puerta–. Vaya susto, joder.
–Te dije que no salieras solo –insistió.
–Lo sé, pero no quería despertar a Kei. Y solo voy a la enfermería, no me va a pasar nada.
–El camino al ascensor fue más corto.
–¿A qué has venido, a regañarme?
–Deja eso donde estaba –señaló mi bastón.
 
Volví a entrar en la habitación y lo dejé sobre la cama, pero pensé que si Kei lo veía fuera de su sitio podría preocuparse, así que lo metí en su funda. Cerré en silencio y salí.

¿Cuánto tiempo llevará detrás de la puerta? ¿¿Habrá oído la grapadora?? Espero que no... Por si acaso, mejor no le pregunto nada, que se le da muy bien extraer información.

Ryuzaki se colocó a mi espalda y yo comencé a andar. Aun contando con su protección, caminé despacio, mirando bien en todas direcciones para asegurarme de que no nos cruzábamos con nadie. No sabría decir si estaba cómodo o no con Ryuzaki detrás. Durante un segundo se me pasó por la cabeza el pensamiento de que habría preferido ir yo detrás para poder mirar su pelo, su figura...

La doctora Kadowaki estaba abriendo la enfermería cuando llegamos. Me indicó que me sentara delante de su mesa y esperé unos minutos en lo que encendía las luces y abría las ventanas. Luego se sentó delante de mí, me limpió la fosa del codo con un algodón con alcohol, ató con fuerza una tira de goma unos centímetros más arriba y finalmente me clavó la jeringuilla para sacarme sangre. Relajé el brazo y miré hacia otro lado. No me dan miedo las analíticas, pero son muy desagradables.
Al cabo de unos segundos sacó la jeringuilla, me colocó una gasa doblada sobre la zona del pinchazo, la apretó con fuerza y la sujetó con una larga tira de esparadrapo. Me dijo que tendría los resultados en una hora y me dejó irme con la condición de que volviera también en ayunas por si había que repetir la analítica.

Volví a mi habitación escoltado de nuevo por Ryuzaki. Esta vez no tuve ocasión de pensar en su imagen, porque iba concentrado en apretarme el esparadrapo. Cuando llegamos a nuestro destino, le di las gracias por acompañarme y estaba seguro de que seguiría esperando hasta que tuviera que regresar a por los resultados.

Kei seguía como un tronco. Quién pudiera... Pensé en dedicar un rato en silencio a adelantar con los deberes, así que saqué la silla sin arrastrarla y abrí un cuaderno. Intenté que fuera una mañana tranquila, pero entre el secuestro y la mala noche que había pasado apenas podía concentrarme. Temblaba al escuchar cualquier ruido.
 
Cuando se despertó Kei, esta vez sí le pedí que me acompañara a la enfermería.

–¿Te has ido tú solo, loco? –me preguntó señalando la gasa de mi brazo.
–No. Me ha acompañado Ryuzaki.
–Va.

Se metió al baño y mientras tanto guardé mis cosas. Empecé a tirar de los bordes del esparadrapo con la uña para levantarlo poco a poco. Maldita doctora, ¿por qué me había puesto tanto? Se pegaba a los pelos y así dolía más quitárselo.
Oí la cadena del váter, luego el grifo y salió Kei.

–¿Cómo que Ryuzaki? –preguntó como si hubiera procesado ahora mi respuesta.
–Pues eso.
–No, pues eso no. ¿Dónde le has visto?
–He salido y estaba en la puerta esperándome.
–¿Le has llamado?
–No.
–¡O sea, que te ibas a ir tú solo!
–¡A ver...! ¡Sí, pero no quería despertarte!
–Pues me despiertas, que pa' eso estoy. Menuda gracia si hoy vuelves a desaparecer el día entero.
–Lo siento...
–¿Y entonces estaba en la puerta?
–Sí.
–¿Qué lleva, toda la noche en vela ahí fuera?
–Buena pregunta... No lo sé.
–No me mola que nos esté vigilando, me da mal rollo.
–Ya, a mí tampoco me hace mucha gracia.

Mientras se vestía, yo cogí el frasco de blisseminas, porque imaginé que después de la visita a la enfermería iríamos directamente a desayunar. Abrimos la puerta. Ryuzaki ya no estaba al otro lado.

–Pues aquí no está –dijo Kei. Se giró con cara de enfado–. No me estarás engañando y te has ido tú solo.
–¡Que no! De verdad que estaba aquí. Será que nos ha oído hablar y se habrá ido por eso.

Me miró con cara de no creerme, pero no podía demostrarle que tenía razón. Si nos cruzábamos con Ryuzaki, le preguntaría para que viera que le estaba diciendo la verdad.
A esa hora ya empezaba a haber gente por los pasillos. Yo caminaba con la cabeza agachada para intentar pasar desapercibido y que no me preguntaran nada, pero odiaba darle al secuestrador la satisfacción de verme cohibido.
La doctora Kadowaki me dijo que mi analítica estaba bien, que podía irme y me animó a “no volver a necesitar ayuda médica en unos meses”. Desde ahí nos fuimos al comedor y tomamos asiento. Saqué una pastilla y me la tomé con un trago de leche. Después empecé a removerla con la cuchara, sin muchas ganas de tomar nada más, cuando se nos acercó alguien.

–Ya está aquí la primera pesada del día –dije con desgana.
–Tío, relaja, que es Leta.
–¿Eh?

Efectivamente, la chica que se nos acercaba era Leta, pero no parecía contenta de vernos. Puso los puños en las caderas y nos miró con cara de enfado, aunque conociéndola sabía que como mucho solo estaría molesta.

–¡Os parecerá bonito! –dijo–. ¡Yo llamando a vuestra puerta y vosotros aquí, desayunando sin esperarme!
–¿Habíamos quedado? –le pregunté, completamente descolocado.
–No, pero estaba preocupada después de lo de ayer.
–Pues perdón.
–Estábamos en la enfermería –le explicó Kei.
–¿Qué ha pasado? –preguntó Leta, su enfado ahora convertido en preocupación.
–Nada, tranquila –aclaré–. Ayer me mandaron hacerme un análisis por precaución, pero está todo perfecto.
–Jo, me había preocupado...
–Perdón... –repetí.
–Por lo menos tienes mejor cara –me dijo.
–¿Tú crees? –repliqué con incredulidad–. Apenas he dormido.
–Estás mejor que ayer, hazme caso.
–Si tú lo dices...
–Bueno... –empezó Kei–. Pues ahora estamos los tres juntos. ¿Nos cuentas lo que te pasó?
–¿Qué? ¿Ahora?
–¿Qué mejor momento?
–Solo si tú quieres –terció Leta–. O sea, me gustaría saber lo que pasó, pero no quiero que te sientas obligado.
–Mejor luego. A la hora de comer, que tenemos más tiempo. ¿Os parece bien?
–¿Vas a hacerte de rogar? –me picó Kei.
–No es eso. Es que no quiero ir con prisas y no me da tiempo a contarlo en el desayuno. Después.
–Bueno... ¿Y qué vais a hacer hoy? –preguntó Leta.
–Estudiar –gruñó Kei.
–Yo también debería –suspiré.
–¿Cómo lleváis el examen de filosofía?
–¿Pero que hay otro? –pregunté–. ¿Tan pronto?

La conversación con Leta me vino bien para desconectar de mis problemas... y reconectar con mis clases y estudios. En días como aquel, pensaba sinceramente que no estaba hecho para estudiar en el Jardín, en vista de mi falta de organización y de planificación. Intenté hacer lo posible por solventarlo a lo largo de la mañana, repitiendo y memorizando el temario, pero parándome cada dos por tres para mirar a las patas del armario cuando Kei no estaba atento, para asegurarme de que el collar no se hubiera caído al suelo. Sabía que era imposible con la de grapas que le había puesto, pero... por si acaso.
 
Cuando dieron las dos, me liberé de la carga de los estudios y me dirigí al comedor con Kei. Nos sentamos en una mesa de cuatro a la espera de que llegase Leta. No habían pasado ni diez segundos cuando se nos empezó a acercar con pasos torpes la compañía indeseada de Belazor.

–Mierda –giré la cabeza en dirección contraria y apoyé las yemas de mis dedos en la frente–. Mucho tardaba.
–Ese plasta vino ayer preguntando por ti –comentó Kei.
–Sí, por lo visto preguntó a medio Jardín.
–Y encima me despertó, el desgraciado. Quería saber si estabas en la habitación.
–Menudo payaso.
–Hola, Dívdax – dijo Belazor, que ya había llegado a nuestra mesa–. ¿Q-Qué tal es...?
–Bien –le corté sin girarme para mirarle siquiera.
–Me alegro. Es... taba muy p-preocupado. ¿Me puedo sen...?
–No –respondí tajante.
–¡Tío, y-ya te he pedido perdón, no sé qué más qui-quieres! –dijo con impaciencia.
–Por ahora, que te largues a otra mesa.
–Pero...
–¿No has oído, churra? –se metió Kei–. Largo de aquí.
–N-No quiero ser gros-grosero, pero no estoy hablando contigo.
–Yo contigo sí. ¡Pírate!
–¿Dívdax? –me pidió Belazor con la voz.

No dije nada más y seguí mirando en dirección contraria a él. Belazor se dio por vencido y se alejó cabizbajo, con aire triste, supongo que para intentar darme pena. Por desgracia para él, esas cosas no tenían efecto en mí. Leta llegó poco después de aquello.

–¿Has hablado con Belazor? –preguntó sorprendida al verle alejándose.
–Más o menos... –contesté.
–No me gusta que seas borde con él –me riñó–. Hemos sido amigos toda la vida.
–Ya, bueno... –me rasqué la nuca y miré hacia otro lado para no discutir.
–Bueno, a ver eso que nos tienes que contar.
–Espera a que pasen las cocineras –le pedí.

Las cocineras salían en ese momento, empujando carritos llenos de platos y fuentes. Una llegó hasta nuestra mesa, nos puso platos y vasos y nos sirvió una generosa cantidad de arroz. Me rugió el estómago, que ya empezaba a despertarse del trance de las últimas horas. Saqué otra pastilla y me la tragué con un vaso de agua antes de empezar a comer.

–Bueno... –miré a mi alrededor para asegurarme de que no hubiera nadie cerca y empecé–. Como ya sabéis, ayer estuve "ausente" casi todo el día. Antes de nada, si alguien os pregunta, estuve fuera, ¿vale? Tuve que irme por una urgencia nada más levantarme y no me dio tiempo de avisar a nadie, por eso se lio en el Jardín.
–¿Y ya está? –saltó Kei–. ¿Tanto rollo pa' eso?
–No, hombre. No he salido del Jardín desde que empezó el curso. Es solo una coartada, la excusa para todo el mundo. Incluidos los profesores.
–¿Por qué necesitas una excusa? –preguntó Leta, cuya preocupación crecía por momentos.
–Pues veréis. Anoche me levanté temprano, porque tenía que... Bueno, es que... Decidí librarme de Moltres.
–¡¿Qué?! –gritó Kei.
–¿Cómo que librarte de él? –preguntó Leta.
–Decidimos que te lo tenías que quedar tú –dijo Kei, enfadado–. ¿Ahora ya no lo quieres?
–Nunca lo he querido. Pero no hables tan alto –miré de nuevo alrededor–, recordad que lo de Moltres es un secreto. Solo lo sabemos nosotros tres, Ryuzaki y ahora también el director Cid. Bueno... y Seymour.
–¿Cómo que Seymour lo sabía? –se escandalizó Leta.
–¡Y el cabrón no nos ayudó! –exclamó Kei–. Cuando le pille le voy a abrir la cabeza.
–No, a ver, eso es otra historia. El viernes por la noche me encontré con Seymour aquí, en el Jardín. Vino a disculparse por habernos puesto en peligro y me pilló con el collar en la mano.
–Ya te vale a ti también –me regañó Kei.
–¿Vino Seymour al Jardín? –preguntó Leta–. Yo no le vi.
–Ni yo.
–Tú estabas en Balamb, Kei, pero... ¿no habló contigo , Leta?
–No...
¿Solo se estaba inventando una excusa...? –me pregunté.
–Bueno –retomé la narración–, a mí me dijo que, cuando estábamos haciendo la prueba, escuchó a Moltres y que vino corriendo a ayudarnos, pero que había muchos monstruos y por eso tardó tanto en llegar.
–Sí, ya. Excusas –soltó Kei.
–Es verdad que había muchos monstruos –puntualicé–. Pero eso da igual. El caso es que ayer salí temprano de la habitación para librarme de Moltres, porque no quería seguir teniéndolo.
–Pero ¿por qué? –insistió Kei.
–¡Porque me daba...!
Miedo no, no digas miedo.
–... Porque no estaba cómodo con él, ¿vale? No sabía cómo funcionaba, pensaba que si se despertaba en mitad de la noche podía matarnos, o que a lo mejor me expulsaban del Jardín por tenerlo.
–¿Te pueden expulsar? –preguntó Leta.
–No lo sé y tampoco sé dónde buscarlo. Las últimas semanas han sido complicadas y he estado bastante paranoico con el tema... Por si acaso, no lo comentéis, ¿de acuerdo?
–Que no, tranquilo.
–Total, que decidí llevarle el collar al director. Me parecía la persona más indicada, así que me subí al ascensor para ir a hablar con él... Pero el ascensor bajó al sótano en lugar de subir a su despacho.
–¿Qué sótano? –preguntó Kei–. ¿Hay sótano y no lo sabía?
–Yo tampoco lo sabía –añadió Leta.
–Pues se ve que sí –confirmé–. El ascensor puede bajar, aunque no haya botón para esa planta. No sé cómo ni por qué acabé ahí y, según llegué, el ascensor se fue y me dejó ahí solo y a oscuras.
–¿No probaste a llamarlo? –preguntó Kei.
–¡Obviamente! Pero no había botón. O eso o no lo encontré en el rato que lo estuve buscando. El caso es que acabé pensando que era una prueba más que tenía que superar para llegar al examen de Seed. Como la de la Caverna de las Llamas y todas las que nos quedan.
–¿Que nos quedan más? –se sorprendió Leta.
–Claro, a ver si te crees que con lo de la cueva vale –respondió Kei.
–¿Y cuántas nos quedan?
–Creo que son unas... –hice memoria–. No sé. Ya preguntaré.
–En mi Jardín viejo me suena que eran seis o siete –respondió Kei.
–¿Tantas? –Leta se deprimía por momentos.
–Bueno, ya hablaremos de las pruebas otro día. Yo no tenía ni idea de lo que había en ese sótano, me acababa de enterar de que existía, así pensé que tenía que escapar y empecé a explorarlo.
–¿Entonces estuviste desaparecido porque estabas haciendo una prueba?
–Espera.

Una cocinera llegó en ese momento para retirar los primeros platos y servirnos filetes de pescado blanco hechos a la plancha. Esperé a que se fuera antes de seguir hablando.

–A ver, de entrada, el sitio era raro de cojones. Estaba todo a oscuras, pero el suelo brillaba al pisarlo. Si pisaba mucho rato la misma baldosa, la luz se empezaba a apagar. Solo veía lo justo para andar sin tropezarme, os lo juro, no había nada de luz. Había un panel de control y conseguí encenderla, pero explotaron las bombillas.

Kei se rio cuando dije eso. Le miré con mala cara, pero la verdad es que mi forma de contarlo había sido graciosa. Esbocé una sonrisa para quitarle hierro al asunto.

–Supongo que eran fluorescentes viejos, no sé. El caso es que exploré el sótano entero y la única salida que encontré era una puerta enorme como las de los submarinos, con una rueda en el centro y todo, pero estaba atrancada o algo, porque no se movía.
–Si el sótano estaba abandonado, es normal –dijo Leta–. Igual se había oxidado.
–Un rato después, encontré... Bueno, mira, no os voy a aburrir con los detalles. Si queréis os lo cuento todo en otro momento, pero eso no es lo importante. Me tiré ahí todo el día, os juro que probé todo lo que se me pasó por la cabeza, hasta me puse a gritar para que me sacaran de ahí, di la prueba por perdida y todo.
–¿Y te suspendieron? –preguntó Leta, apenada.
–No. No me suspendieron porque... porque no era una prueba.
–¿Cómo que no era una prueba? –preguntó Kei.
–El director Cid me lo confirmó después. La cosa es que no veía la forma de salir y empezaba a pensar que estaba atrapado y... decidí hacerlo.

Me callé e imaginé que entenderían lo que quería decir. Kei pareció darse cuenta, pero a Leta no le había dicho nada del tema y me preguntó.

–¿Qué hiciste?
–Eh... –miré de nuevo a los lados, acerqué la cabeza a la suya y susurré–. Invoqué a Moltres.
–¡¿Qué?! –chilló.
–A ver, los de esa mesa –nos advirtió el profesor de filosofía desde la suya–. ¿Qué son esos gritos?
–¡Perdón! –le contesté–. No chilles, por favor.
–¿Cómo que invocaste a Moltres? –insistió Leta.
–Lo llevaba encima porque pensaba dárselo al director. Saqué el collar, le pedí ayuda... y apareció.
–¿Y no te hizo daño? ¡Por eso tenías así el brazo!
 
Parecía más preocupada por Moltres que por todo lo demás, aunque tampoco podía juzgarla. Yo mismo me había pasado varias semanas...

–Lo del brazo fue culpa mía por hacer magia sin mi bastón. Moltres no me hizo daño. Si lo hubierais visto, el bicho enorme, mirándome sin parpadear, casi me da algo. Pero no me atacó ni nada. Solo esperaba a que le diera órdenes.
–Qué miedo –dijo Leta.
–Para nada. No sé explicarlo, pero... Moltres me comprendía. Era... como que ya no éramos enemigos, y él lo entendía. Estaba a mi servicio, sentía que podía confiar en él.
–Yo no me fiaría –dijo Kei.
–¿Entiendes ahora cómo me sentía al dormir encima de ese collar todas las noches?
–Dicho así suena feo, la verdad.
–¿Entonces saliste de ahí con Moltres? –preguntó Leta–. ¿Te sacó volando? No, ¿no?
–No, no había salidas, y menos tan grandes para que cupiera él. ¿Os acordáis de la puerta que os he dicho?
–¿La del submarino?
–Sí. Pues le pedí que la abriera y... la derritió.
–¿Que la derritió? ¿Una puerta de hierro?

Kei me miraba atónito. Acababa de darse cuenta, igual que yo el día anterior, de lo cerca que habíamos estado de morir durante el combate contra Moltres.

–La hostia –suspiró.
–Luego le pedí que volviera al collar y se metió dentro otra vez. La puerta derretida daba a unas escaleras, las subí y llegué al pasillo de jefatura de estudios. Me encontró Flora, que me trajo al comedor mientras avisaba al director, luego vino Ryuzaki a buscarme, me llevó al despacho... y el resto ya lo sabéis.

Hice una pausa mientras asimilaban todo lo que les estaba contando. Aproveché para empezar a comerme el pescado antes de que se quedara frío del todo.

–O sea... –empezó Leta–, que estuviste encerrado en el sótano todo el día.
–Sí.
–Pero no era una prueba.
–No.
–¿Entonces cómo llegaste ahí abajo? ¿El ascensor se averió?
–Eso pensé al principio, pero... la cosa es un poco más chunga. Ayer hubo un corte de luz por la mañana y justo los circuitos del ascensor empezaron a funcionar raro.
–¿Eso qué significa? ¿Que lo han pirateado desde fuera?
–O desde dentro –añadí.

Los dos me miraban con cara de aturdimiento total. Acababan de perderse, como si la última frase la hubiera pronunciado en otro idioma.

–A ver, yo tampoco me enteré muy bien de cómo va el tema, pero lo que me contó Ryuzaki es que cuando cerraron el acceso al sótano solo cambiaron el panel de los botones, no el circuito entero, así que técnicamente todavía puede bajar, y durante el corte de luz hubo algo o alguien que restableció la conexión con el sótano.
–Suena a película –dijo Kei.
–Lo sé. El director dijo que a lo mejor solo querían quitarme de medio para que no interfiriera en algo. Por ejemplo, para robarme. Pero no puede ser, porque, Kei, tú estuviste toda la mañana en la habitación.
–Hasta que me levanté a desayunar.
–Pero para entonces ya había más gente despierta, así que no era seguro colarse.
–Y que la habitación estaba sin tocar cuando volví. Vamos, ahora la registras si quieres, pero yo no he tocado nada.
–No hace falta. A lo mejor lo que querían era el collar y no sabían que me lo había llevado. Otra opción es que la encerrona fuera para asegurarse de que tengo a Moltres.
–Pero ya no te va a pasar nada, ¿no?
–Eso espero.
–Pero ¿quién querría secuestrarte? –repetía Leta–. Si tú no has hecho nada...
–No tengo ni idea. Por eso quiero pediros precaución.
–¿Y ahora qué va a pasar? ¿Te cambian de Jardín?
–¡No, qué dices! Solo tengo que tener cuidado. Ryuzaki me ha dicho que intente no ir solo a ningún sitio, que me asegure de que estoy siempre con alguien de confianza... Esas cosas. Tampoco será muy duro, espero.
–Pero ¿y el director no sabe quién puede haber sido?
–Yo sospecho de Seymour, pero no lo sabrán seguro hasta que hablen con él.
–Ese hijo de puta tenía que ser –dijo Kei.
–No lo entiendo, parecía de fiar –dijo Leta.
–Los cojones –contestó Kei–. ¿Tú le has visto la cara?
–Daba un poquito de miedo –reconoció Leta–, pero todos los magos son un poco raros... No lo digo por ti, Div –añadió rápidamente.
–No te preocupes. 
–¿Y ahora qué pasa con Moltres?
–Eh... –me puse nervioso–. ¿Con el collar, dices?
 
Fingí que tosía para ganar tiempo para pensar. No quería que Leta supiera que tenía el collar, pero ¿por qué? ¿Quería protegerla, o solo ocultárselo?
 
–Perdón, se me ha ido por el otro lado –dije cuando dejé de toser–. Puto pescado... Pues el collar... se lo di al director –moví los pies y le di dos toquecitos suaves a Kei en la pierna, ¿captaría el mensaje?– así que, si me secuestraron por eso, que no lo sé, pues... Pues ya no habría problema.
 
Quise mirar de reojo a Kei, pero no quería que Leta sospechara nada raro. Él no dijo nada y bebió un buen trago de agua. Le estaba cargando con demasiadas cosas...
 
–En fin, lo último es que anoche Ryuzaki me dio las instrucciones del director. No puedo contarle nada de esto a nadie que no supiera ya de la existencia de Moltres, así que no hace falta que os diga que NO lo podéis hablar del tema con nadie.
–Tranqui.
–Lo prometo.
–Además, tengo prohibido salir del Jardín en dos semanas mínimo –añadí.
–Putada –dijo Kei.
–No te creas, salgo tan poco que me da bastante igual. Ya te digo que no he salido desde que empezó el curso...
–No lo decía por eso. Es que iba a deciros de salir el finde que viene a Balamb.
–Oh...

Aquello me pilló por sorpresa. Nadie me había ofrecido nunca quedar y me hizo mucha ilusión que Kei me lo propusiera. Por primera vez me fastidió estar “castigado”.
 
–No pasa nada, ya iremos cuando todo esto se pase –comentó Kei.
–Por mí no os cortéis. Podéis ir vosotros dos y ya iré yo en otra ocasión.
–Pero no sería lo mismo sin ti... –dijo Leta.
–¡Qué va! Seguro que lo pasáis mejor sin mí.

Leta bajó la vista a su plato y Kei se rascó la nuca y miró a otro lado. Parecía que la sugerencia les incomodaba, así que cambié de tema.

–Bueno, pues... ahora ya lo sabéis. Alguien me encerró en el sótano, pero no sabemos quién ni por qué, ni tampoco si va a volver. Así que tened cuidado vosotros también. A lo mejor intentan atacaros para llegar a mí. O igual me han atacado a mí para llegar a vosotros, aún no hay nada claro.
–Como que yo me iba a dejar en un sótano –soltó Kei.
–No es una broma. Si no iban a por Moltres... a lo mejor querían sacarme de la habitación para atacarte a ti y luego acusarme a mí. Tened cuidado, por favor.
–Jope, casi prefería creer que habías desaparecido y no que te habían secuestrado... –dijo Leta–. Ten mucho cuidado, ¿vale?
–Lo tendré.
 
Dijimos poco más hasta terminar el segundo plato. Estaban demasiado impactados ante la noticia de que alguien tramaba algo malo contra mí o contra ellos. Tal vez habría sido mejor no decírselo y evitarles esa carga, pero me había parecido mejor ser sincero y que vieran que confiaba plenamente en ellos. Al menos, en lo que no respectaba a Moltres...
Cuando nos retiraron el plato, Leta se levantó, dijo que no le apetecía comer postre y volvió a su habitación. Kei gruñó por lo bajinis.
 
–¿Os ha pasado algo? –pregunté.
–¿A quién?
–A Leta y a ti.
–No. O sea, no sé... Como se ha puesto así, parece que se ha pensado otra cosa.

Me acordé de la reacción que había tenido Leta cuando sugerí que quedaran sin mí. Los dos se habían puesto a la defensiva.

–¿Te gusta Leta? –le pregunté.
–¡¿Qué?! No. Además, no... No es mi tipo. Es muy...

Empezó a hablar muy deprisa, como si estuviera inventándose excusas, y le corté.

–No hace falta que digas nada. Si es por mí, soy gay, no me gusta Leta.
–Ah... No lo sabía.
–Y aunque fuera hetero, me he criado con ella, es prácticamente mi hermana. Sería un poco raro.
–Sí, visto así, sí.
–¿Entonces qué, te gusta o no te gusta?
–¡Que no! De verdad. Está apañada y es muy mona, pero no. Solo quería deciros de quedar porque el viernes pensé en la gente de mi Jardín viejo y quiero llevarme mejor con vosotros que con ellos.
–Me encantaría... Siento que las circunstancias no lo permitan.
–Nada, hombre, no es culpa tuya. Pero si tú no puedes... y ella parece que no está por la labor, pues nada. Otro día será.
–Es una chica fantástica –dije–. Lo que más me gusta de ella es que es todo lo contrario a lo que aparenta. La ves tan pequeña y piensas que es la típica niña miedosa que se esconde detrás de ti... Pero no: es protectora, atenta, sensata... Es la que cuida de todo el grupo, no al revés.
–¿Estás seguro de que no te gusta? –se pitorreó.
–Sí –le fulminé con la mirada–. Solo digo que es muy importante para mí. Quizá la persona más importante de mi vida. Tenemos que intentar cuidar de ella tanto como ella de nosotros.
–Hombre, somos un equipo, es lo suyo. Pero... ¿no le vas a contar lo de Moltres?
–¿El qué? ¿Que me lo he guardado?
–Digo.
–Es mejor que no lo sepa. Si se entera de que lo tengo, pensará que sigo en peligro y me obligará a deshacerme de él. ¿Puedo contar con que me vas a guardar el secreto?
–Mis labios están sellados –declaró.

Di un trago a mi vaso de agua. Me empezaba a doler un poco la garganta de tanto hablar, así que me puse a pensar. Hice un repaso mental de todo lo que me había ocurrido en los últimos días.
 
–El viernes por la noche tuve una conversación con Seymour en la que me habló de los espíritus legendarios... y me acojonó vivo, hablando mal y pronto. Como consecuencia, tomé la decisión de desprenderme de Moltres y llevárselo al director Cid para que lo custodiara él.
»Al día siguiente, cuando fui a verle, el ascensor me llevó a un sótano que ni siquiera sabía que existía. Estuve atrapado ahí dentro gran parte del día sin que nadie supiera nada, hasta que decidí invocar a Moltres, que derritió una puerta de metal para dejarme salir. En ese momento, mi opinión de Moltres cambió y decidí quedármelo en lugar de dárselo al director.
»Salí del sótano y Ryuzaki me llevó al despacho del director. Antes de ir, me crucé con Kei y conseguí que llevara el collar a la habitación para ponerlo a salvo. El director me interrogó y se enfadó mucho conmigo cuando le dije que había tirado el collar al metal fundido de la puerta. Ryuzaki me explicó que el acceso al sótano está cerrado desde hace años, pero que algo o alguien provocó que el ascensor bajara al sótano durante el corte de luz que hubo por la mañana. Supongo que no es imposible que fuera solo un accidente...
»Como precaución, no puedo salir del Jardín en un par de semanas ni ir solo a ninguna parte. El director intentará ponerse en contacto con Seymour, que es mi principal sospechoso, pero también está interrogando al personal del Jardín. Yo de momento sospecho hasta de mis compañeros de clase.
»He escondido el collar de Moltres en mi habitación sin que Kei lo sepa, pero Leta piensa que me he deshecho de él. Esperemos que no hable del tema con el director... Y, para rematar, he descubierto que Ryuzaki me resulta atractivo. Menudo momento...

Respiré hondo después de terminar el resumen. Había tanta información que asimilar en tan poco tiempo... Todavía no me creía que mi vida hubiera pasado de la rutina al peligro de muerte de la noche a la mañana.
 
–Cambiando de tema –me dijo Kei–. Ahora que me has contado lo tuyo, yo también puedo contarte lo mío –dijo.
–¿Qué pasa?
–Han secuestrado a mi viejo.

Lo soltó tan de golpe, sin rodeos, que escupí el agua. La situación acababa de invertirse: ahora Kei era la víctima de una situación que escapaba a su control y yo el anonadado oyente.

–¿Qué? ¿Cómo...?
–No es la primera vez que le pasa. Es militar y le destinan por todo el mundo, pero siempre se libra de todas. A eso fui el viernes, me dieron la noticia.
–Lo siento muchísimo... No sé qué decir, se me dan mal estas cosas. Pero, si de verdad es tan bueno como dices, entonces no hay de qué preocuparse, ¿no?
–Los secuestradores dicen que quieren como rescate una espada de oscuridad de nuestra familia. Saturos, el compañero de mi padre, pensaba que podía ser Blackrose. Me llevé para que la mirara, pero dijo que esa espada no era, y mi familia no tiene más, que yo sepa.
–¿Y para qué quieren una espada de oscuridad?
–¿Me preguntas a mí? Ellos sabrán. La cosa es que he pensado algo con lo que has contado de Moltres.
–¿El qué?
–Pues que igual tienes razón y que cuando te secuestraron querían quitarte de en medio para venir a por mí.

Aunque parezca raro, la verdad es que me alivió que dijera aquello. Si estaba en lo cierto, eso significaría que no corría peligro por culpa de Moltres, de Seymour ni de nadie de dentro del Jardín, sino solo por ser el compañero de habitación de Kei. No es que la cosa mejorara mucho si estaba en el punto de mira de un grupo militar, pero por lo menos sabía a quién responsabilizar.

–¿Crees que han sido ellos? –le pregunté.
–Ni zorra. Pero a partir de ahora te acompaño a todas partes te guste o no. No quiero cargar con la culpa si te pasa algo.
–Tampoco te pongas así, no es culpa de nadie. Solo tengo que tener cuidado, nada más.

Nos levantamos de la mesa y me sacudí las migas del regazo.

–Pero bueno, no todo son malas noticias –añadió.
–¿Cuáles son las buenas?
–Saturos me dijo que igual puede enchufarme.
–¿Sí? Me alegro, tío.
–Pero solo si paso el examen de Seed. Si no...
–Bah, claro que aprobarás.
–No sé yo... Si fuera todo práctica, vale, pero lo que me mosquea son los exámenes.
–Se hincan codos y listo. Y si no, invoco otra vez a Moltres y que mate a los profes.

Se rio y le imité. Con tantas malas noticias y un enorme peligro acechándonos a su padre y a mí, aquellas carcajadas eran una bendición. Una renovada alegría me llenó el pecho, un potente optimismo que me hacía sentir invulnerable, aunque solo fuera durante unos segundos.

Unos metros por detrás de nosotros, una figura se había quedado paralizada. Kei y yo salimos del comedor sin darnos cuenta de que Belazor se había acercado a nosotros de nuevo. Se había detenido en seco, incapaz de asimilar la última frase que acababan de captar sus oídos.

–¿Ha dicho... invocar otra vez a Moltres?

13 de diciembre de 2010

XV: Medidas

Gris. Todo estaba gris. Lo único que veían mis ojos era un escenario descolorido y distorsionado, como si estuviera mirando una ventana empapada en un día de lluvia. Varias figuras ondeaban delante de mis ojos y morían para dar paso a otras antes de llegar siquiera a tomar forma. Sobre mi espalda caían chorros de agua que formaban charcos a mi alrededor.

Dos golpes me despertaron del trance. Absorto, enfoqué la vista y vi dos círculos de piel con pelo en mitad del paraje gris. Mis rodillas.

–¡Div! ¿Todo bien?

Era Kei, que estaba llamando a la puerta del baño. Me había quedado traspuesto en la ducha. ¿Cuánto tiempo llevaba debajo del grifo abierto?

–Sí... ¡Sí, no te preocupes!
–Se hace tarde, date vida si quieres cenar –me pareció entenderle.
–Voy.

Me levanté del suelo y empecé a frotarme con mi esponja. Evité tocarme el brazo herido para no hacerme daño, pero no notaba que me doliera al tocarme el resto del cuerpo. Eso significaba que no tenía moratones... de momento. Aun así, estaba tan cansado que hasta algo tan rutinario como ducharme me costaba esfuerzo. También me froté la cara y las uñas a conciencia, después me aclaré la espuma rápidamente y cerré el grifo.

Como no tenía tiempo de secarme el pelo, me lo recogí en una coleta con las manos, incliné la cabeza hacia atrás y lo escurrí con fuerza, como una toalla mojada. Me mareé por culpa de la postura y tuve que incorporarme para que se pasara la sensación. Después salí de la ducha, me sequé rápidamente el resto del cuerpo con una toalla y la colgué de la mampara. Me vestí, hice amago de peinarme con los dedos y me miré al espejo, pero estaba empañado y no se me veía, así que salí tal cual.

Abrí la puerta y me encontré que Kei no estaba solo. Leta estaba sentada en mi cama. Antes de darme tiempo a decir nada, se levantó corriendo.

–¡Div! ¿Estás bien? –me preguntó, claramente preocupada.
–Leta... ¿Cuándo has llegado?
–Ahora mismo. Kei me había dicho que ya habías aparecido y os estaba esperando para ir a cenar.
–Que, por cierto, hay que ir saliendo ya –dijo Kei–, a este paso nos cierran.
–Perdón por tardar tanto –me disculpé.
–No pasa nada, hombre.
–Antes de irnos tengo que deciros algo... –anuncié.

Se giraron hacia mí con la fuerza de un resorte. Sus miradas reflejaban tal expectación por mis palabras que me sentí un poco abrumado, pero no sabía ni por dónde empezar. Creo que no habría sabido qué decirles ni aunque no me hubieran prohibido contarlo.

–Estoy bien –mentí–. Todo está bien. No tenéis que preocuparos.
–Pero ¿dónde has estado todo el día? –insistió Leta.
–El director me ha prohibido decirlo. Os lo contaré en cuanto pueda, lo prometo. De momento quiero que sepáis que... Eso. Que ya estoy bien. Estoy muy cansado y he pasado...
No digas miedo, no quieres que te consideren un debilucho.
–... por una situación complicada. Pero ya está arreglado y no volverá a pasar nada parecido.
O eso espero.

No sé qué efecto tuvieron mis palabras. Estaba claro que querían una explicación de verdad, pero no estaba en posición de dársela, de modo que salimos de la habitación.
Estaba agotado y me temblaban un poco las piernas al andar. El nerviosismo se me había pasado casi por completo, pero no porque estuviera más tranquilo, sino porque el cansancio asfixiaba todas las demás sensaciones. Para darme ánimos, intenté pensar que lo del secuestro era solo el primero de muchos peligros similares a los que me enfrentaría en el futuro, cuando fuera Seed. No era una perspectiva muy agradable, pero sí realista.

Por el camino me avasallaron algunos compañeros de clase e incluso de cursos inferiores para tocarme las narices. Lo último que quería era soportar la falsa modestia de una gente que sabía que nunca se había preocupado por mí, pero, por desgracia, había que guardar las formas.

–¡Eh, Div! ¿Dónde estabas?
–Belazor te estaba buscando, ¿has hablado con él?
No, ni quiero.
–Estoy bien –contestaba yo.
–¿Qué te ha pasado?
–Nada.
No solo no os habéis preocupado por mí en todo este tiempo, sino que ahora también sé que uno de vosotros ha colaborado para secuestrarme. ¿No habéis tenido suficiente, que ahora también venís a reíros de mí en mi propia cara? ¡Largaos de aquí! Menudos compañeros.

Parecía que después de cenar no tuvieran nada mejor que hacer que venir a incordiarme. Si me hubieran quedado energías, me habría sentido furioso con ellos, más aún porque hacía meses que muchos de ellos no hablaban conmigo. Por suerte, todos se fueron sin repetir la pregunta, murmurando excusas y palabras de ánimo. Se les quitaban las ganas de insistir, ya fuera por mi aspecto cansado o por mi falta de disposición a iniciar una conversación.

–Solo se preocupan por ti... –les justificó Leta.
–Que se hubieran preocupado antes –respondí, tajante.

Puso cara de tristeza y me sentí mal por haberla ofendido, pero al momento vi que se acercaba otra chica más y suspiré con tal desánimo que Kei se adelantó para despacharla por mí. Le di las gracias, porque no habría sido capaz de rechazar a toda esa gente como hacía con Belazor. Hablando del tío pelma, ¿a santo de qué me estaba buscando ahora? Me sorprendía no haberme topado aún con él, pero intenté no pensar en el tema para no gafarlo.

Tuve que llegar al comedor para darme cuenta de que no tenía hambre. Bebí mucha agua para reponer líquidos, pero apenas probé bocado, tenía el estómago cerrado. Para colmo, se me había olvidado llevarme el tarro de blisseminas y ya no me daba tiempo a volver a por él. Leta y Kei terminaron rápido de cenar porque no querían dejarme solo. Fue una comida tan breve como insulsa, no presté atención a lo que decían. Ni siquiera sé si hablaron de algo o no.

Después de aquella deprimente cena, salimos del comedor y apenas habíamos dado dos pasos cuando una mano se posó en mi hombro. Pegué un respingo y maldije por lo bajo. Me giré para ver que era Ryuzaki.

–¿Tan pocas ganas tienes de verme? –preguntó.
–No... Pensaba que eras otra persona.
–Vengo a comunicarte las instrucciones del director.
–¿Cuáles son?
–Te las contaré en privado –se dirigió a Leta y a Kei–. Si no os importa, yo le acompañaré a su habitación más tarde.
–Entonces, hasta mañana –se despidió Leta–. Me gustaría que habláramos esta noche, pero necesitas descansar, así que mejor mañana.

Se acercó y me dio un beso en la mejilla.

–Que duermas bien –me dijo.

–¿Tienes llave? –me preguntó Kei.
–Sí.
–Pues luego me cuentas.
–Sígueme –me llamó Ryuzaki.

Me llevó en dirección contraria a los dormitorios y dimos toda la vuelta al vestíbulo, pero no nos dirigimos a las escaleras, como yo pensaba, sino que entramos en el pasillo de la biblioteca, que ya estaba cerrada a esa hora.

–¿No vamos al despacho del director? –pregunté.

–El director está ocupado determinando las futuras medidas de seguridad del Jardín. Por eso he venido en su lugar.
–Entiendo...

Ryuzaki sacó la llave para abrir la puerta, encendió el interruptor de la luz y volvió a cerrar con llave cuando entramos.

La biblioteca estaba dividida en dos secciones: primero había una zona de estudio, llena de mesas y sillas, y con un mostrador desde donde se gestionaba el préstamo de libros. Por todas las paredes se alzaban varias estanterías de madera, repletas hasta los topes de libros y revistas, y tan altas que hacía falta una escalera para llegar a los tomos de más arriba. En el centro de la sala había varias estanterías colocadas en horizontal para dividir las dos secciones: al otro lado había una zona más pequeña, con mesas individuales y ordenadores.

Me resultaba extraño visitar la biblioteca yo solo y de noche, estando acostumbrado a encontrármela llena y a plena luz del día. Ryuzaki se colocó junto a una mesa alejada de la puerta y nos sentamos al mismo lado. O me senté yo, porque él apoyó los pies descalzos en su silla y después se puso en cuclillas para bajar la cabeza hasta dejarla a la altura de la mía. Le miré a los ojos, esperando a que empezara a hablar, pero su mirada fija empezó a ponerme nervioso y dirigí la vista al suelo.

–Te escucho –dije para iniciar la conversación.
–Esta mañana, a primera hora –empezó–, te surgió un imprevisto.
–¿Cómo que un imprevisto? Me han secuestrado.
–Estamos hablando de tu coartada –me cortó.
–Ah. Vale. ¿Qué tipo de imprevisto?
–Eso es irrelevante –dijo, tajante–. Te fuiste del Jardín antes de desayunar y no has vuelto hasta bien entrada la tarde. No avisaste a nadie antes de salir y, como consecuencia, algunos de tus compañeros se han preocupado y te han buscado hasta que has aparecido.
–¿Me estás diciendo... que el director quiere echarme la culpa de lo que me ha pasado? –pregunté atónito.
–Es la opción más creíble, dadas las circunstancias. Que sea culpa tuya o no... es cuestión de perspectiva.
–Pues hablas como si lo fuera.
–Sea como sea, es la forma más sencilla de justificar tu desaparición.
–Pero no podéis ocultarlo como si nada, ¡hay un secuestrador aquí dentro!
–Aún no tenemos la certeza de que haya sido un secuestro.
–Da igual, puede haber más gente en peligro.
–Al contrario: ahora que estamos advertidos podremos imponer una vigilancia mayor. Se restringirán los horarios de entrada y salida del Jardín. Además, esta misma noche cambiaré el mecanismo del ascensor para que no sea posible volver a bajar al sótano.
–O sea, que se me va a echar encima todo el mundo porque van a pensar que no pueden salir por mi culpa.
–Es un sacrificio menor por la seguridad de todos.
Y solo ha hecho falta que me secuestren para que os deis cuenta de los fallos de seguridad –pensé con ironía, pero no lo dije.
–Está bien –refunfuñé–. Sería una buena excusa, pero tiene un fallo. He aparecido en jefatura, no por la puerta del Jardín. La profesora Flora lo sabe, es la que me encontró.
–Flora está al corriente de la situación y no hará comentarios al respecto. Mañana hablaremos con el personal pertinente: considerarán este acontecimiento un caso especial y no harán preguntas.
–Así que mi coartada es que soy un irresponsable.

No me molesté en expresar mi desagrado. Después de aquel día de suplicios, lo último que quería era que mis compañeros se pusieran en mi contra por algo que no había hecho. No me caían bien, pero tampoco quería que se enfadaran conmigo. ¿Era la venganza del director por no entregarle el collar de Moltres o de verdad era así de incompetente? No obstante, la cara de Ryuzaki seguía imperturbable.

–Es solo tu coartada para quienes no quieras que sepan la verdad –se limitó a contestar.
–¿Entonces puedo contarles a Leta y a Kei lo que me ha pasado?
–Puedes contárselo a quien tú consideres oportuno. Podrías publicarlo en el tablón de anuncios del Jardín si te pareciera bien.
Ya está con sus exageraciones...
–Pero te recomiendo ser precavido y evitar el tema en la medida de lo posible. No quieres atraer más atención de la necesaria sobre ti.
–Tampoco pensaba decírselo a nadie más que a ellos dos...
–Del mismo modo, me permito aconsejarte que no lo comentes con nadie que no estuviera ya al corriente de la existencia de Moltres.
–O sea, que solo a Leta y Kei –confirmé.
–Si lo haces así, será lo mejor para la estabilidad del Jardín.
–Vale –volví a refunfuñar.
–A propósito de Moltres, necesito respuestas sobre el tema.

Tan pronto como lo mencionó, se me aceleró el corazón. ¿Qué quería saber? ¿Ya habían examinado el metal de la puerta? ¿El director se había dado cuenta de que le había mentido y por eso quería cargarme con la culpa del asunto, como castigo?

A pesar de la crisis que estaba creciendo en mi interior, intenté aparentar normalidad y le sostuve la mirada a Ryuzaki para no dejarme intimidar.

–¿Qué quieres saber?
–Su paradero.

La velocidad de mis latidos aumentó todavía más.

–Pues ya se lo he dicho al director: está en el sótano.
–Estoy al corriente, pero aún no he tenido ocasión de bajar a buscarlo.
–¿Entonces por qué me lo preguntas?
–Quiero asegurarme de que esté de verdad ahí abajo. No me gustaría tener que mover cien kilos de metal sin motivo.
¿Lo ves? Era imposible que hubiera ido a por él. Seguro que el metal ni siquiera se ha solidificado todavía.
–¿Tanto pesaba la puerta? –intenté cambiar de tema.
–¿Qué hiciste después de invocarlo? –ignoró mi pregunta.
–Yo...

Aproveché la situación para serenarme. Cerré los ojos para fingir que hacía memoria y me los froté con los dedos. Sucumbí al cansancio durante unos segundos y tuve que reprimir un bostezo.

–La única salida del sótano era la puerta. Probé muchas cosas y ninguna dio resultado, hasta que me di cuenta de que tenía el collar encima, porque lo había sacado de la habitación para llevárselo al director. No tenía nada que perder, por eso lo invoqué. Casi me desmayo del esfuerzo.
–¿Qué le pediste que hiciera?
–Que echara la puerta abajo. La derritió, pero no podía pasar por encima del hierro fundido, así que moví unas cajas viejas para intentar asfixiar el calor. Sabía que no iban a prender porque estaban húmedas. Moltres me ayudó a moverlas. Luego volvió al collar y...

Hice una pausa. Había empezado a hablar sin pensar en qué diría después, tenía que ser coherente con la mentira que le había contado al director.

–Cuando vi lo que era capaz de hacer, me asusté –esa parte sí era cierta–. Quería alejarlo de mí, pero no sabía cuánto más tardaría en volver al Jardín... Así que lo tiré.
–¿Dónde?
–Sobre el hierro derretido de la puerta... En uno de los bordes, claro, porque el resto estaba tapado con las cajas. No sabría decirte dónde lo dejé exactamente, porque no había luz.
–No había luz –repitió–. ¿Cómo encontraste entonces la puerta y las cajas? ¿Para eso usaste la magia pura?
–Sí. Primero hice magia pura para iluminarme y luego improvisé un bastón con un trozo de madera y una bombilla rota.
–No sabía eso último... Qué inteligente –dijo y se llevó una mano a la barbilla. Parecía genuinamente sorprendido.
–No se lo conté al director porque no me parecía importante. Lo tiré a la papelera del comedor cuando me llevó Flora. Puedes ir a verlo si quieres –dije con algo de orgullo.
–No es necesario. Lo que busco es el collar, no un trozo de madera.
–Pues yo solo sé que tiene que estar en alguna parte de esa masa.
–¿Está ahí dentro? –insistió.
–Sí. Ya se lo he dicho al director y te lo repito: está en el metal fundido.

Seguía mirándome con la misma intensidad, pero me pareció ver un extraño brillo en sus ojos que parecía indicar sospecha. No sé si era real o solo mi imaginación, pero le aguanté la mirada con firmeza. Paradójicamente, el cansancio me dio fuerzas, porque al no tener energías para inhibirme no me importaba guardar las apariencias ni me daba vergüenza ponerme serio. Si sabía que le estaba mintiendo como si no, no tenía forma de rebatirme, y yo no tenía ganas de continuar la conversación, de modo que habíamos llegado a un punto muerto.

–Siguiente punto –cambió de tema–. En lo referente a seguridad, debes evitar en la medida de lo posible moverte tú solo por el Jardín, especialmente en días con poca gente, como los fines de semana.
Tampoco pensaba hacerlo.
–Además, tienes prohibida la salida del Jardín durante dos semanas, plazo que podría extenderse si el director lo considera necesario.
–¿Estoy castigado? –me indigné.
–Eso es lo que pensarán tus compañeros: que se trata de un castigo por tu comportamiento. Pero es todo lo contrario: aquí dentro estarás a salvo ahora que estamos advertidos.
–¿Cómo voy a estar a salvo aquí, con un secuestrador suelto?
–Ya te he dicho que no tenemos la certeza de que se trate de un secuestro.
–Ya, pues perdona que lo piense.
Míralo por el lado bueno, Div: nunca haces planes con nadie –me consolé–. No es que vayas a echar de menos salir, y ya has visto que estás igual de seguro dentro que fuera...
–El director organizará mañana una reunión de emergencia con el personal para valorar sus reacciones. Que el suceso haya tenido lugar en sábado facilita mucho nuestra labor; hay menos posibles sospechosos.
–¿Entonces en qué quedamos? –estaba empezando a perder la paciencia–. ¿Ha sido un secuestro o no?
–No lo sabemos. Tenemos que descartar posibilidades.
–¿Y además de no saber si están dentro o fuera, tampoco sabéis si hay uno o varios?
–No somos tan eficaces. Hace apenas dos horas que has venido a hablar con nosotros; no hemos tenido tiempo de investigar.

Exasperado, me crucé de brazos y miré a una esquina de la biblioteca. No quería pagar mi enfado con Ryuzaki, que no tenía culpa en el asunto, por mucho que pareciera decidido a intentar provocarme. Estaba mucho mejor informado que el propio director, eso desde luego, así que no me convenía ponerlo en mi contra.

–No te robaré mucho más tiempo –dijo al fin–. Si vas a compartir tu relato con alguien, hazlo en lugares donde estés seguro de que nadie pueda escucharos.
–Evidentemente.
–También sería aconsejable que, en caso de quedarte a solas con alguien, te asegures de que sea una persona de confianza.
–¿Como con Kei?
–¿Tu compañero de habitación? Vas a pasar con él todas las noches del resto del curso, diría que confiar en él es de extrema necesidad para ti en estas circunstancias.
–Eso parece.

No tenía problema en contarle lo ocurrido a Kei. Es verdad que nos conocíamos desde hacía muy poco, pero ya formaba parte del grupo y sentía que podía confiar en él. El combate contra Moltres nos había unido. Además, como decía Ryuzaki, no podía compartir habitación con una persona en la que no confiaba. Y que no me hubiera robado el collar era una muestra de confianza suficiente para mí.

–¿Tienes alguna duda? ¿Hay algo que no te haya explicado bien?
–A ver. Me he ido esta mañana sin avisar, he asustado a todo el mundo, una o varias personas que podrían ser o no ser mis profesores y compañeros de clase –enfaticé esa parte, aunque sabía que le iba a dar igual –me han encerrado en el sótano, solo puedo hablar del tema con Leta y Kei y no puedo salir del Jardín en dos semanas. ¿Está todo o me dejo algo?
–Diría que está todo.
–Pues bien.
–Intenta ser más prudente en el futuro.
–¡Como si hubiera sido mi culp...! –respiré hondo y bajé el tono–. De acuerdo.
–Ahora será mejor que vayas a descansar. Tu cansancio habla por sí solo.

Nos levantamos y salimos de la biblioteca. Ryuzaki cerró de nuevo con llave y nos pusimos en marcha hacia mi habitación.

–Ryuzaki...
–¿Sí?
Tengo miedo –pensé, pero no lo dije.
–¿Vais a encontrar al responsable?
–Haremos cuanto esté en nuestra mano para garantizar la seguridad del alumnado. Es nuestra mayor prioridad.
–¿Cómo sabréis que lo habéis encontrado?
–No es seguro que haya sido intencionado. En cualquier caso, tienes que confiar en nosotros.
–¿Pero y si...?

Se detuvo en seco. Se giró hacia mí, puso las manos sobre mis hombros y se agachó un poco, de forma que nuestros ojos quedaron a la misma altura.

–Necesito que confíes en mí –insistió.

Jamás me había fijado en lo negros y profundos que eran sus ojos. Al verlos tan de cerca, me invadió una enorme tranquilidad. Supe con absoluta certeza que estaría a salvo mientras Ryuzaki estuviera cerca. Llegué a sentir un pequeño remordimiento por no haberle dicho la verdad sobre el collar de Moltres. Y también noté algo más: un calor extraño en el estómago, un cosquilleo agradable e incómodo a partes iguales.

Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, me sonrojé y aparté rápidamente la mirada, avergonzado. Él se incorporó y seguimos andando sin mediar palabra hasta llegar a nuestro destino.

–Intenta descansar –me dijo cuando llegamos.
–Hasta mañana...

Entré en la habitación. Kei ya estaba metido en su cama, así que entré derecho en el baño antes de decirle nada. Una vez dentro, me lavé la cara, me la tapé con las manos y cerré con fuerza los ojos para superar la vergüenza que acababa de asaltarme.
Durante los cinco anteriores años, el conserje me había parecido poco más que un fantasma, un hombre distante y poco amigable que se dedicaba a observarnos desde lejos. Me parecía ridícula su obsesión por vestir siempre igual: la misma camiseta blanca de manga larga, los mismos vaqueros desgastados y, para colmo, casi siempre iba descalzo, incluso en horario de trabajo. Pero ese curso, mi opinión sobre él estaba cambiando radicalmente. Me gustaba estar con él, hablarle, escuchar sus consejos... ¿Por qué ahora? Nunca habíamos hablado, no tenía nada en común con él y además parecía que intentaba responsabilizarme de mi secuestro... ¿O era solo su forma de ser? ¿Tal vez buscaba endurecer así mi carácter?

–Demasiadas preguntas por hoy, Div –me dije–. Ya vale.

Volví a lavarme la cara y, para intentar alejar de mi mente la escena que acababa de vivir, me puse a repasar la conversación que había tenido con Ryuzaki. Había tomado la decisión de contarles lo ocurrido a Leta y a Kei, pero a nadie más. Me habría gustado decírselo también a Mako, pero no quería involucrarla, y era mejor que nadie más supiera nada de Moltres. Además... sería mucho más feliz con sus nuevas amigas que con Leta y conmigo.

Salí del baño. Me quité los zapatos, me puse el pijama y me desplomé sobre la cama. Estaba tan cansado que no paraba de bostezar y se me saltaban lágrimas de sueño.

–¿Qué te ha dicho el pellejo? –me preguntó Kei.
–Ya tengo permiso para contaros lo que ha pasado.
–Te escucho.
–No, ahora no. Prefiero que esté Leta también, no quiero tener que contarlo dos veces.
–¡Pues la llamamos y que venga! ¡Fiesta de pijamas en la 215!

Me reí.

–Nah, hoy quiero dormir. Mañana en la comida hablamos.
–¿No puedes darme ni siquiera un adelanto?
–No es para tomárselo a risa. Ha sido muy serio.
–Vale, vale.
–Pero de mañana no pasa, prometido.
–Eso espero.

Abrí las sábanas y me arropé. Me acordé de la noche anterior, parecía que hubieran pasado semanas desde entonces. Metí las manos por debajo de la almohada y toqué una piedrecita. Recordé que el collar de Moltres estaba ahí debajo y lo envolví con el puño, como para protegerlo. Me puse de cara a la pared y lo miré con detenimiento.

Estaba seguro de que Ryuzaki no se había creído que el collar estuviera en el sótano. Tal vez sería capaz de registrar mi habitación si fuera necesario. ¿Tendría autorización para hacerlo? Tenía que buscarle un escondite, por si acaso... Pero ¿podía contar con la ayuda de Kei? Estaba dispuesto a contarle todo lo que me había pasado en el sótano, porque le afectaba de forma bastante directa: era mi amigo, mi compañero de habitación y también había tenido contacto con Moltres y con Seymour, a quien seguía responsabilizando de lo que me había pasado a falta de un sospechoso mejor. Pero ¿podía decirle que quería esconder a Moltres y quedármelo? Había mentido a un superior y estaba ocultando un arma de gran poder. No quería hacerle cómplice de aquello.
Por lo pronto, hundí la mano en el lateral de la cama y dejé el collar entre el colchón y la pared. Al día siguiente le buscaría un escondite, uno de verdad.
Volví a tumbarme bocarriba y miré al techo.

–Ahora que me acuerdo –dije–, tú anoche saliste. ¿Qué tal la cita?
–Que no era una cita... –repitió con pesadez–. Estuve con un compañero de trabajo de mi padre, nada más.
–¿Y eso?
–Pues que no pudo venir él, así que mandaron su compañero.
–¿Y cómo le va? ¿Todo bien?
–Te lo cuento si tú me cuentas lo de hoy.
–¿Me vas a hacer chantaje? –me reí.
–Lo de mi padre también es serio.

No supe si tomarme ese comentario a broma o no. Por el tono de voz parecía bastante serio. Me incorporé y le miré, aunque él tenía la vista fija en el techo.

–¿Le ha pasado algo? –me atreví a preguntar.
–Sí.
–¿Qué? Pero... eh... ¿Está bien?

No me contestó y me temí lo peor. Me parecía muy insensible quedarme callado, pero no me atrevía a preguntar nada más para no parecer un entrometido.

–Espero que esté bien –dije al fin.
–No te preocupes, lo estará.
–No te preocupes tú, que eres su hijo. O sea, quiero decir, que yo también me preocupo, pero que...
–Te he entendido. Te lías tú solo hablando.
–Sí, mejor me callo.
–Buenas noches.
–Igual.

Apagué la luz. ¿Qué le habría pasado al padre de Kei? A juzgar por lo que había dicho, pensé que había tenido un accidente. Ojalá se recuperara pronto...

Suspiré. Había sido un día de locura. Me habían intentado secuestrar encerrándome en un sótano que ni siquiera sabía que existía, había invocado por primera vez a Moltres, había temido una posible expulsión y puede que me hubiera metido en un lío aún mayor al quedarme el collar.

Pero los problemas de uno en uno. Por la mañana tenía que ir a la enfermería y, durante los días siguientes, seguir las instrucciones que me había dado Ryuzaki y andarme con cuidado. ¿Cuánto duraría esa situación? ¿Semanas, meses? ¿Hasta terminar el curso?

Bueno, no hay de qué preocuparse –pensé–. Los profesores son guerreros excepcionales y el director se toma muy en serio la seguridad del Jardín y de sus estudiantes. Encontrarán enseguida a Seymour o a quien sea que me haya encerrado y yo estaré fuera de peligro en menos que canta un chocobo.

Solo el tiempo diría si estaba en lo cierto o si me equivocaba.